Cierta noche, poco antes de unas elecciones, el Club del Progreso estaba muy concurrido y animado.
En las dos mesas de billar, la de carambola y la de casino, se hacían
partidas de cuatro, con numerosa y dicharachera barra. Las mesitas de
juego estaban rodeadas de aficionados al truco, al mus y al siete y
medio, sin que en un extremo del salón faltaran los infalibles
franceses, con el vicecónsul Petitjean a la cabeza, engolfados en su
sempiterna partida de «manille».
El grupo más interesante era, en la primera mesita del salón, frente a
la puerta de la sala de billares, el que formaban el intendente Luna,
presidente del Concejo, varios concejales y el diputado Cisneros, de
visita en Pago Chico para preparar las susodichas elecciones.
Entregábanse a un animado truco de seis, conversadísimo, cuyos lances
eran a cada paso motivo de griterías, risotadas, palabrotas con
pretensiones de chistes y vivos comentarios de los mirones que, en
círculo alrededor, trataban más de hacerse ver por el diputado que de
seguir los incidentes de la brava partida.
Junto a ellos, sentado en un sillón, con la pierna derecha cruzada
sobre la izquierda, acariciándose la bota, abrazándola casi, el
comisario Barraba con el chambergo echado sobre las cejas y dejándole en
sombra la mitad de la cara achinada, ancha y corta, de ralo y duro
bigote negro, hablaba ora con los jugadores, ora con los mirones,
lanzando frasecitas cortas y terminantes como cuadra a tan omnímoda
autoridad.
Descontentos no había en el club más que tres o cuatro: Tortorano,
Troncoso y Pedrín Pulci a caza de noticias, cuya tibieza les permitía
andar por donde se les diera la real gana.
Los tres se hallaban cerca de la mesa del intendente y el diputado,
podían oír lo que en ella se decía, y hasta replicar de vez en cuando
—aunque con moderación naturalmente—, al comisario Barraba.
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