I
El sol se oculta entre las rojas brumas de una tarde de invierno; con
su luz se va ese dulce calor que aviva nuestra sangre y desarruga las
últimas hojas que aun se columpian en los desnudos árboles; dentro de
pocos instantes la noche, y con la noche el hielo, envolverá en frío
capuz de tinieblas y de escarchas esta tierra donde reposa la muerte y
lucha la vida… apresuremos el paso, que muy pronto el cierzo azotará,
con sus agujas de nieve, nuestro aterido rostro. En la huerta todo es ya
sombra; los negruzcos sarmientos de las parras se enroscan simulando
gigantescas serpientes alrededor del invisible alambre; el cardo se
columpia como ramillete de espinas, destacando, con sus tintas grises,
sobre la rizada acelga, que ante la vaga luz del crepúsculo parece un
águila dormida sobre los húmedos surcos del huerto; las cañas
entrelazadas para abrigar las plantas aun tiernas, gimen con áspero
chirrido, y con sus hojas largas y secas figuran alineadas banderas
hechas jirones en medio de encarnizada lucha; los gorriones buscan
ansiosos el rincón que abandonaron al percibir la aurora, y en confusa
gritería se ahuecan y recogen entre los ruinosos ladrillos de la tapia, o
en algún agujero de un tronco carcomido; el vencejo sale de su
escondite para rozar con sus plomizas alas el rostro del importuno que
le espantó con su presencia, y allá, a lo lejos, la esquila del ganado,
el estridente grito de la lechuza, y la melancólica canción de algún
pobre que vuelve a su vivienda, anuncian a los sanos de corazón que es
menester recogerse al amor de la lumbre.
II
Vengan los gruesos troncos del olivo, ese buen amigo del hombre que
con la dulce savia de sus fibras da alimento, luz y calor; enciéndase la
llama en la espaciosa chimenea y viéndola revoltear en azulados
espirares, soñemos, puesto que para vivir es menester soñar.
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