El sol se inclina rápido al occidente, como si temiera que el soplo
del cierzo enfriara su incandescente esfera. Grandes masas de nubes
cenicientas, pesadas, aplomando el azul opaco de los cielos, cruzan por
los espacios empujadas con violencia por encontrados aquilones. Allá,
muy lejos, vibra el eco apagado de alguna esquila o el querelloso
ladrido del perro del pastor que llama a las descarriadas ovejas al
retirado aprisco, no siempre libres de los hambrientos lobos.
Los gorriones picotean ansiosamente sobre los helados rastrojos,
contentos si algún grano de trigo mal sembrado quedó entre los surcos
como providencia de su necesidad. El humo de la choza, describiendo
espirales, satura el aire de los aromas acres de la resina y ahuyenta
las palomas torcaces que en bandadas levantan su vuelo, llenando el
espacio con el rumor de sus alas.
El campesino cruza de prisa la solitaria vega, arrebujado en su recio
capote, llevando del diestro la bestia fatigada por cargar en sus lomos
la leña del hogar, del hogar que más tarde, cuando las nieblas heladas
de la noche caigan sobre la aldea, será el centro de sus amores y de sus
esperanzas.
* * *
Mucho más lejos, a veces separados por abismos infranqueables, se ven
otras escenas de brillante conjunto, pero iluminadas por los
amarillentos resplandores del gas.
El ambiente lleno de aromas, lleno de armonías; sobre la blanca
alfombra que se hunde mullida bajo la pesadumbre de tantas grandezas, se
ven, como fantásticos regueros de gasas y flores, culebrear las colas
de cien trajes, todos ricos, algunos elegantes.
Bellas o feas, las mujeres van oscurecidas por los destellos
deslumbrantes de falsos o verdaderos diamantes, cruzan en la vertiginosa
carrera del vals, de salón en salón, dejando tras de sí un rastro de
perfumes, y arrastrando en su torbellino esplendente a la ciencia, a la
política y a las artes.
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