Allá por el Oriente empezaban a iluminarse con las vagas tintas de la aurora, los contornos de la tierra.
Toda la creación se estremecía con esos albores que traen a la naturaleza nuevos efluvios de vida y calor.
La Naturaleza comenzaba a vivir ansiando levantar el himno de
bienvenida al sol, alma del mundo, que, con sus rayos de fuego, marca el
paso del tiempo en el reloj de la existencia.
Descendamos; no es en el oscuro retiro de intrincada floresta donde
hemos de asentar la huella, que, al fin allí, entre arbustos y zarzas,
aún se podría vislumbrar un átomo de Dios, reflejado en la Naturaleza.
No es en los sombríos antros de profunda caverna donde el
pensamiento ha de buscar su inspiración, que allí también se podría
hallar, en medio de la terrorífica sombra, el luminoso espectro de Dios.
No es tampoco en el abrupto laberinto de algún hondo abismo, donde
habrán de sumirse los destellos del espíritu, que, también entre las
ennegrecidas y dislocadas rocas, y en medio del silencio y la soledad de
una naturaleza; muerta para la luz, podría encontrarse el reflejo del
alma divina, fulgurando con incesante alma y recreándose en sus obras.
Descendamos más hondo que a la floresta, más hondo que a la gruta,
más que al abismo; busquemos algo que nos aleje del principio universal
de la vida, y en alas de la fantástica imaginación, penetremos en uno de
esos alcázares de barro que se alzan sobre nuestro mundo de granito y
de fuego, átomos de polvo en los remotos siglos del porvenir, gigantes
de sillería en las edades presentes.
Hela allí; es muy negra, muy redonda; sus patas extendidas en
semicírculo, finas como hebras de seda, revestidas interiormente de un
pelo suave y lustroso, forman, en derredor de su abultado cuerpo, una
corona de rayos.
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