Al doctor Aramendía, catedrático de la Facultad de Medicina de Madrid.
Señor: Su ciencia y su bondad me devolvieron la salud cuando hacía
meses que luchaba contra el veneno de extenuantes fiebres infecciosas;
el destino le trajo a mi hogar a tiempo de sacarme de una horrible
agonía, ya iniciada en larguísimas horas de caquexia palúdica. Salud y
vida le debo, y es bien cierto que, de existir el milagro, fuera uno de
ellos el que vos hicisteis. Mi cerebro, luchando por secundar vuestra
ciencia, no puedo, hasta hoy hacer otra cosa que reconcentrar energías
contra el enemigo que le asediaba. Dada ya de alta y próxima a marchar
por largo tiempo, quizás para siempre, a orillas del Océano, el sencillo
cuento que sigue es el primer viaje de mi imaginación por el mundo de
la idea; se lo ofrezco, no por lo que vale, sino porque es la aurora de
un alma que, merced a vuestra admirable solicitud, vuelve a la primavera
del vivir, desde la fría invernada de la muerte, y ¡qué aurora, por muy
pálida que sea, no trae alguna belleza! Que mi gratitud la avalore y su
indulgencia de verdadero sabio la acepte. Es el homenaje del
agradecimiento, del respeto y del afecto que le ofrece su atenta
Rosario de Acuña
* * *
Érase una colmena bien poblada. ¡Y qué bullicio había en ella!
–¡Vaya, vaya con el lance! –decía la muchedumbre de las abejas– ¡Habrase visto necedad como la suya!
¿De qué se trataba? Poca cosa; una abeja que se había empeñado en
derrochar miel… ¡a quién se le ocurre! Era una sola entre las mil del
colmenar. Se decretó el destierro; no se podía consentir tan
estrafalaria demencia; lo decían así las más ancianas de la tribu, el
Consejo de Administración, el pueblo; en fin, el reino todo.
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