Desde el hueco en que entró
Rikki—tikki llamó a Nag;
oíd lo que le dijo:
Nag, ven con la muerte a bailar.
Ojo con ojo, testa con testa,
(lleva el paso, Nag);
termina esto cuando uno muere
(cuanto gustes, durará).
Vuélvete allá, tuécete ahora...
(¡corre y escóndete, Nag!)
¡Ah! ¡Vencido te ha la muerte!
(¡Qué mala suerte, Nag!)
Esta es la historia de la gran guerra que Rikki—tikki—tavi llevó al
cabo, sola, en los cuartos de baño del gran bungalow en el
acantonamiento de Segowlee. Darzee, el pájaro tejedor, la ayudó, y la
aconsejó Chuchundra, el almizclero, que nunca camina por en medio del
piso, sino que se arrastra pegado a las paredes; pero Rikki—tikki—tavi
llevó el peso de la lucha.
Era una mangosta, muy parecida a un gatito en la piel y en la cola,
pero más semejante a una comadreja por su cabeza y sus costumbres.
Sus ojos y el extremo de su inquieto hocico eran de color de rosa;
podía rascarse en cualquier parte de su cuerpo con cualquiera de sus
patas, ya fueran las anteriores, ya las posteriores; podía enarbolar su
cola poniéndola como si fuera un escobillón, y su grito de guerra,
mientras se deslizaba por la hierba, era: Rikk—tikk—tikki—tikki—tchik.
Un día, una gran avenida veraniega se la había llevado de la
madriguera en que vivía con su padre y su madre, y la arrastró, pateando
y cloqueando como una gallina, hasta depositarla en una zanja a la vera
del camino. Allí encontró un pequeño haz de hierbas que flotaba en el
agua, y se asió de él hasta que perdió el sentido. Cuando revivió, vio
que estaba echada al sol en la mitad de un sendero de jardín, muy mal
cuidado por cierto, y oyó que un niño decía:
—Aquí está una mangosta muerta. Vamos a enterrarla.
—No —dijo su madre—. Llevémosla adentro para secarla. Quizás no está realmente muerta.
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