La carrera del Darro es la que, arrancando de la Plaza Nueva, va a dar
en la rambla del Chapizo, subida del Sacro Monte de Granada.
Por el siniestro lado se levantan edificios de magnífica traza, cortados
por los fauces de las calles que bajan de lo más alto del Albaicín, y a
la derecha mano, por su álveo profundo, copioso en invierno, nunca
exhausto en el estío y siempre sonante y claro, viene el Darro
ensortijándose por los anillos que le ofrecen los puentes pintorescos
que lo coronan. De ellos, el principal es el de Santa Ana, en cuyo
ámbito, y de la misma mampostería del puente, hay asientos o sitiales
siempre llenos de curiosos, que en las noches calurosas de junio y julio
se empapan allí del ambiente perfumado y voluptuoso que en pos de sí
lleva la corriente.
Eran las vacaciones, y mi amigo y compañero don Carlos, cerradas ya
nuestras tertulias, nos citábamos en tal sitio a cierta hora para ir
juntos, y después de girar y vagar otros momentos al rayo de la luna,
retirarnos a nuestra posada, a repasar los estudios que tanto nos
afanaban y que después tan poco nos valieron.
Una noche (ya muy cercana a su partida para pasar el verano con sus
padres) dieron las doce sin haber acudido al sitio acostumbrado. Ya
principiaba yo a tomar cuidado por su tardanza, cuando lo vi llegar más
alegre y estruendosamente que nunca, y apoderándose de mi mano con el
afecto más cordial, se me excusó de su descuido, y, como siempre,
enderezamos hacia nuestra posada.
Aquella noche fuéme imposible hacerle entablar discurso alguno de
interés, y mucho menos de nuestras tareas académicas.
—Estudiemos por placer y no por obligación—me decía—. ¿Piensas que se
apreciarán nuestros desvelos aunque descollemos en la Universidad y
logremos todos los lauros de Minerva? Si tal sucediera, ¿cómo quedarían
los necios?; y ya está decidido que ellos han de campear siempre por el
mundo.
Leer / Descargar texto 'Los Tesoros de la Alhambra'