No os asustéis de que elija un asunto tan triste para escribir este articulo.
¡Hablar de morir un joven cuya cédula personal es una patente de dicha!
Y, sin embargo, la muerte es mí capricho constante, quizás porque es el único que espero conseguir.
Después de haber vivido sufriendo el hambre que no mata y que se
llama estrechez; estudiando incesantemente para convencerme á la postre
de que no sé nada; sin lograr nunca un miserable sueldo con que alegrar
el cuerpo, ni una insignificante distinción con que halagar al espíritu,
¿qué esperanza me queda? solamente la muerte.
Dios es bueno y es justo. ¡Bendito seas, oh Dios!
Si los hombres me hubieran dejado sentar á la mesa del placer, quizás
en aquel hermoso festín te hubiera olvidado, Dios omnipotente; pero si
ves que en mi desgracia no te he negado nunca, ¿podrás dudar ¡oh Dios!
de que yo te ame?
Teniendo fe en Dios, y no teniendo esperanza en los hombres, la muerte es un dulce consuelo.
Pero nadie se muere hasta que Dios quiere, y yo, después de haberme
envenenado y haber sufrido enfermedades y agresiones aún no me he
muerto. Confieso que tampoco me hubiera hecho gracia.
Es lógico; ya que en vida no he pasado de ser un sér vulgar, quisiera lograr una muerte característica.
Una vez la soñé, pero la soñé despierto, que es como sueño yo.
Oigan Vds. el sueño.
Son las nueve de la noche de un miércoles de Ceniza. Estoy en la
Puerta del Sol; siento un golpecito en el brazo derecho y me
encuentro...
—¡Hola, Manolita!
—¡Ay Silverio, muy preocupado vas!
—Ya sólo me quedan preocupaciones. El dinero se me acabó in initium.
—Sacristán. Siempre estás hablando en latín.
—Es la lengua favorita de los sabios que no saben castellano.
—Vamos, déjate de bromas y convídame.
—Querida Manolita. Dos puntos. Supla mi buen deseo á la falta de moneda.
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