Respetemos la queja cuando el dolores grande.
Es preciso sacar utilidad hasta de lo malo.
«Amigo Silverio: Aprovechando tus cariñosas ofertas voy á enviaros á mi hijo Luis, á Lola, mi cuñada, y á mi suegra.
Haz el favor de decirme de qué medio me valgo para enviarlos.
Aguarda tu contestación, y te abraza tu afectísimo, Cándido Remitente.»
«Mi buen amigo: Tu carta nos alegró mucho, y os esperamos con impaciencia.
A mi juicio debes enviar á Luisillo certificado, lo cual te costará
tres reales, además del franqueo, con arreglo al peso; y no olvides que,
mediante diez céntimos, tienes derecho á que te den aviso de recibo.
Lola puede venir en una tarjeta postal, y á tu suegra me la envías como
carta ordinaria.
Ya sabes que te quiere y adivina tus deseos tu afectísimo amigo, Silverio Lanza.»
Una mañana me trajo el cartero á Lola unida á una tarjeta postal. La muchacha llegó en un estado lastimoso.
—¡Qué vergüenza he pasado! Todos, al verme, decían: «Por este lado va solamente la dirección,» y enseguida miraban el otro.
—En fin, has venido, y esto era lo importante.
Dos días después llegó Luis con cuarenta y ocho horas de retraso,
firmé que lo había recibido sin fractura, y el muchacho nos consoló del
cansancio de Lola y de la pérdida de la suegra, porque esta señora no
fué habida en ninguna administración, á pesar de mis investigaciones y
de las molestias que se tomó mi amigo D. Vicente, el escritor
correctísimo.
«Amigo Silverio: Si te parece que reclame para quedar bien, haré lo que gustes. Tuyo, Cándido.»
«Amigo Cándido: No reclames, porque suelen pagar justos por
pecadores. Y, finalmente, las gentes de nuestros alcances no certifican
las cartas cuando quieren que se pierdan, y si se pierden debemos quedar
agradecidos. Tuyo, Silverio.»
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