Salía yo de una casa de la calle del Prado, donde había pasado la
velada viendo cuadros disolventes, y salí, como es mi costumbre,
renegando de la perversidad humana que aficiona á los hombres y a las
mujeres á permanecer juntitos y á oscuras.
Y marchaba renegando del sensualismo ajeno y del frío de aquella
noche, cuando observé que por la acera opuesta bajaba una real moza. Me
paré en la esquina de la calle del Baño y me puse á contemplar aquellos
andares. Al llegar enfrente de mi
La donna tutta á me si torse,
pero siguió andando.
Se me fueron los ojos detrás de aquel prodigio de gentileza, y por igual camino se me fueron los pies.
Paróse mi perseguida en la entrada de la calle de Cervantes, y yo
pasé delante de la buena moza. El sitio era oscuro, y mi vista es corta;
conque sólo pude asegurarme de que la flamenca llevaba la cara oculta
por la toquilla y un paquete escondido debajo del mantón.
Anduve como seis pasos, y me paré, suponiendo que mi conquistada me seguiría, pero no la ví.
Esa huye —me dije—, me ha dado mico, y se marcha por la calle del León; pero en esta calle tampoco hallé á la taimada.
Y estaba tragándome aquel camelo cuando me ocurrió la idea de que la
barbiana hubiera subido á la casa de préstamos, é inmediatamente subí,
abrí la mampara, y allí estaba arrimada al mostrador.
Pregunté si había de venta algún alfiler de corbata; me contestaron
que tenían muchos: prometí volver al día siguiente, y me marché, después
de haber visto que el objeto empeñado era una manta, y que, sobre ésta,
habían prestado cincuenta reales.
La desconocida corría como una liebre, pero la alcancé, y la dije:
—Señora, permítame usted que...
—Hágame usted el favor de retirarse.
—Después, señora, pero antes ruego á usted de nuevo que me escuche.
Yo me acercaba, y la mujer huía casi á saltos.
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