—¡Pobres monjas! —decía yo a una amiga mía—, ¡cuánto me conmueve la
situación en que se hallan!
—Con más razón te conmovería su suerte, si supieras que cada uno
de sus conventos era un hogar hospitalario que han perdido, y que
el sacarlas de allí les ha causado más pena que la que sintiera un
patriota a quien desterrasen de su país sin tener esperanza de
volver jamás.
—¡Vaya, tú exageras! ¡Cuántas no se habrán alegrado al verse
libres!
—¡Libres! ¿Llamas libertad el tener que vivir pobremente de
limosnas y con el corazón henchido por el dolor de haber dejado el
asilo que habían jurado no abandonar sino con la vida? ¿Llamas
libertad vivir en una pobre casa, sin ninguna de las comodidades a
que estaban enseñadas, y con el continuo temor de carecer de lo
necesario?
—¿Y tú qué sabes de eso? ¿acaso has vivido con ellas?
—Sí… , las conozco muy bien y mi simpatía no hace comprender
mucho de lo que no todos ven. ¿No te acuerdas que ahora algunos
años pasé unos meses en el convento de ***, cuya grata y
desinteresada hospitalidad será motivo de mi agradecimiento
mientras viva?
—Lo había olvidado, y en verdad que siempre he tenido muchos
deseos de sabor cómo viven las monjas en sus misteriosos
conventos.
—El convento es un pequeño mundo donde se agitan, no lo dudes,
todos o casi todos los sentimientos humanos. Hay varios tipos de
monjas que no dejaría de ser interesante estudiar, porque en ellos
hallaríamos cuál ha sido la misión de los monasterios en nuestra
sociedad.
—Te ruego que recuerdes algunos de ellos para…
—¿Alimentar tu curiosidad? Lo mejor que puedo hacer entonces,
querida mía, será dejarte recorrer las páginas del diario que
escribí durante mi permanencia en el convento de ***.
Efectivamente al día siguiente recibí el diario de Pía, del cual
con permiso suyo me he tomado la libertad de trascribir algunos
trozos.
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