Historia imitada del italiano, de Silvia Malapuerta
Una noche oscura y lluviosa del verano
de 182… un teniente joven del 96.º regimiento de la guarnición de
Burdeos se retiraba del café en el que acababa de perder cuanto dinero
tenía. Maldecía su necedad, porque era pobre.
Iba en silencio por una de las calles más desiertas del barrio de
Lormond cuando oyó de pronto gritos y, de una puerta que se abrió con
estrépito, escapó una persona que vino a caer a sus pies. Era tal la
oscuridad que solo por el ruido podía uno hacerse una idea de lo que
estaba pasando. Los perseguidores, fueren quienes fueren, se detuvieron
en la puerta, en apariencia porque oyeron los pasos del joven oficial.
Este atendió un instante: los hombres hablaban bajo, pero no se
acercaban. Por más que la escena le pareciera repugnante, Liéven se
creyó en la obligación de levantar a la persona caída.
Se dio cuenta de que estaba en camisa; pese a la cerrada oscuridad
de la noche, podían ser alrededor de las dos de la mañana, le pareció
vislumbrar una melena suelta: así que era una mujer. Aquel
descubrimiento no le resultó nada grato.
Parecía incapaz de andar sin ayuda. Liéven hubo de recordar los deberes que nos impone la humanidad para no dejarla abandonada.
Se imaginaba el fastidio de presentarse al día siguiente ante un
comisario de policía, las bromas de sus compañeros, los relatos
satíricos de los periódicos de la comarca. «La arrimaré a la puerta de
una casa —se dijo—, llamaré y me iré corriendo». En esas estaba, cuando
oyó a aquella mujer quejarse en español. No sabía ni palabra de español.
Por eso quizá dos palabras muy sencillas que dijo Leonor le inspiraron
las ideas más novelescas que darse puedan. Dejó de ver a un comisario de
policía y a una mujer golpeada; se le extravió la imaginación por
pensamientos de amor y de aventuras singulares.
Información texto 'El Bebedizo'