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autor: Stendhal etiqueta: Novela corta


Rosa y Verde

Stendhal


Novela corta


Capítulo I

Fue a finales de 183… cuando el conde von Landek, general de división, regresó a Kœnigsberg, su patria; llevaba años con un empleo en el cuerpo diplomático prusiano. Llegaba en aquellos momentos de París. Era un hombre bastante bonachón que tiempo atrás, en la guerra, había demostrado que era valiente; ahora estaba casi siempre asustado; temía no ser todo lo ocurrente que parece necesario para un cargo de embajador —el señor de Tayllerand echó a perder el oficio— y además creía que resultaba ocurrente si hablaba sin parar. El general von Landek tenía una forma más de destacar, y era el patriotismo; se ponía rojo de ira, por ejemplo, siempre que se topaba con el recuerdo de Jena. Hacía poco, al regresar a Kœnigsberg, dio un rodeo de más de treinta leguas para no pasar por Prenzlow, esa ciudad pequeña en donde un cuerpo de ejército prusiano depuso las armas ante unos cuantos destacamentos del ejército francés allá por la época de Jena.

Para el bueno del general, legítimo poseedor de siete cruces y dos medallas, el amor a la patria no consistía en hacer a Prusia feliz y libre, sino en vengarla por segunda vez de la fatal derrota que ya hemos mencionado.


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Publicado el 16 de abril de 2018 por Edu Robsy.

Féder o el Marido Adinerado

Stendhal


Novela corta


Capítulo I

A los diecisiete años, a Féder, uno de los jóvenes más gallardos de Marsella, lo echaron de la casa paterna; acababa de cometer una falta de primera categoría, se había casado con una actriz del Grand-Théâtre. Su padre, un alemán muy moralista y, además, rico comerciante, que llevaba mucho afincado en Marsella, renegaba veinte veces al día de Voltaire y de la ironía francesa; y lo que le pareció quizá más indignante en el extraño matrimonio de Féder fueron las fútiles palabras «a la francesa», con las que este intentó justificarse.

Fiel a la moda, aunque nacido a doscientas leguas de París. Féder se jactaba de despreciar el comercio, en apariencia porque a eso se dedicaba su padre; en segundo lugar, como le agradaba ver algunos buenos cuadros del museo de Marsella y le parecían espantosas algunas malas pinturas modernas que el gobierno envía a los museos de provincias, dio en imaginarse que era artista. Del artista auténtico no tenía sino el desprecio por el dinero; y, encima, ese desprecio tenía que ver sobre todo con el horror que sentía por las tareas de oficina y por las ocupaciones de su padre; solo veía de ellas las molestias externas. Michel Féder, que peroraba continuamente contra la presunción y la futilidad de los franceses, se guardaba muy mucho de admitir delante de su hijo las exquisitas satisfacciones que le proporcionaban las alabanzas de sus socios cuando acudían a compartir con él las ganancias de alguna especulación fructuosa que se le hubiera ocurrido al anciano alemán. Lo que indignaba a este es que, pese a sus sermones éticos, no tardasen esos socios en invertir sus ganancias en irse de jira campestre y de caza del árbol y en otros gratos goces físicos. Él, en cambio, encerrado en la trastienda, no tenía más placeres que un tomo de Steding y una pipa de buen tamaño y acumuló millones.


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102 págs. / 2 horas, 58 minutos / 64 visitas.

Publicado el 16 de abril de 2018 por Edu Robsy.