Textos más largos de Stendhal | pág. 3

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autor: Stendhal


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Diario de Sir John Armitage

Stendhal


Cuento


Calais, 21 de septiembre de 1822

La ortografía de mi apellido, que es francesa, me hizo sentir siempre un vehemente deseo de ver Francia y, muy en especial, Normandía, comarca en la que dijimos continuamente en la familia que nuestros antepasados eran grandes terratenientes antes de salir de ella para seguir a Guillermo el Conquistador cuando este cayó sobre Inglaterra.

Nací bastante pobre y, por consiguiente, sin posibilidad de viajar por Francia. Pasé la primera juventud cazando. Di con la forma de pasar seis meses en Estados Unidos sin perjuicio para mi modesto presupuesto. Un rico comerciante de Liverpool, sabedor de que era yo hombre muy honrado, me dio unos poderes; me fui a organizarle unos negocios que tenía en Filadelfia.

Tres años después de regresar de Norteamérica, y hace dos meses justos, el 26 de julio, me estaba paseando por un jardincillo que constituye todo mi haber y se halla en las inmediaciones de York; estaba estudiando; acababa de cerrar un tomo del Viaje a Egipto de Volney y me lamentaba de mi suerte, que me impide viajar, a mí que tengo la pasión de los viajes, cuando mi único sirviente, que constituye todo mi tren de vida doméstico, llegó corriendo a entregarme una carta de Liverpool. La abro, leo cuatro líneas, caigo de rodillas y miro el reloj; eran exactamente las once y veintidós minutos. ¡A las once y veintidós minutos del 21 de julio de 1822 cambió mi suerte! A un primo lejano, bastante altanero y bastante necio, a quien no había visto ni dos veces desde hacía diez años, se le había ocurrido morirse. La muerte de ese primo me lega el título de baronet y una fortuna de mil libras esterlinas redondas.


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Publicado el 16 de abril de 2018 por Edu Robsy.

Philibert Lescale

Stendhal


Cuento


Esbozo de la vida de un joven rico en París

Conocía yo un poco a aquel señor Lescale que era tan alto; medía seis pies. Era uno de los hombres de negocios más ricos de París; tenía una sucursal en Marsella y varios barcos en la mar. Acaba de morir. No es que fuera un hombre triste, pero, si llegaba a decir diez palabras en un día, podía considerarse un milagro. No obstante, le gustaba el buen humor y hacía cuanto fuera preciso para que lo invitásemos a unas cenas que habíamos fijado los sábados y que llevábamos muy en secreto. Tenía instinto comercial y, si se me hubiera presentado un asunto vidrioso, le habría pedido opinión.

Al morir me hizo el honor de escribirme una carta de tres líneas. Se refería a un joven en quien tenía interés, pero que no llevaba su apellido. Lo llamaba Philibert.

Su padre le había dicho: «Haz lo que te parezca, me da lo mismo: ya estaré muerto cuando hagas el tonto. Tienes dos hermanos, dejaré mi fortuna al menos tonto de los tres; y a los otros dos, cien luises de renta».

Philibert se había llevado todos los premios en el internado; el hecho es que al salir no sabía nada. Desde entonces ha sido húsar tres años y ha ido dos veces a América. En la época del último de esos viajes, aseguraba que estaba enamorado de una segunda cantante que me parece una bribona redomada muy capaz de llevar a su amante a entramparse, a cometer luego falsificaciones e incluso, andando el tiempo, algún crimen apañadito de esos que llevan derecho al tribunal de lo criminal, circunstancia que le referí al padre.

El señor Lescale mandó llamar a Philibert, a quien llevaba dos meses sin ver.

—Si sales de París y te vas a Nueva Orleáns —le dijo—, te daré quince mil francos, pero pagaderos a bordo del barco, en el que serás sobrecargo.


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Publicado el 16 de abril de 2018 por Edu Robsy.

Philibert Lescale

Stendhal


Cuento


Conocía superficialmente a aquel M. Lescale de seis pies de estatura; era uno de los hombres de negocios más ricos de París: tenía una factoría en Marseille y varios buques en el mar. Acaba de morir. No era un hombre taciturno, pero si pronunciaba diez palabras al día era casi de milagro. Pese a eso le gustaba la alegría y hacía todo lo necesario para que lo invitáramos a las cenas que habíamos establecido los sábados y que celebrábamos casi en secreto. Tenía olfato comercial y yo lo habría consultado si se me hubiera presentado algún negocio dudoso.

Al morir me hizo el honor de escribirme una carta de tres líneas. Se interesaba en ella por un joven que no llevaba su apellido. Se llamaba Philibert.

Su padre le había dicho:

—Haz lo que te venga en gana, no me importa: cuando cometas tonterías yo ya estaré muerto. Tienes dos hermanos; dejaré mi fortuna al menos torpe de los tres; a los otros dos les dejaré cien luises de renta.

Philibert había recibido todos los premios en el colegio pero lo cierto es que, al salir de éste, no sabía absolutamente nada. Después fue húsar por tres años y realizó dos viajes a América. Cuando realizó el segundo de éstos, se decía enamorado de una cantante que parecía una pícara empedernida, capaz de inducir a su amante a contraer deudas, a hacer falsificaciones y más tarde incluso a cometer algún lindo delito que lo conduciría directamente a los tribunales. Así se lo dije al padre.

El señor Lescale mandó llamar a Philibert, al que no había visto desde hacía dos meses.

—Si estás dispuesto a abandonar París y a viajar a Nueva Orléans —le dijo—, te daré quince mil francos que sólo recibirás a bordo del barco en el que trabajarás como sobrecargo.

El joven se marchó y se arreglaron para que su estancia en América durara más que su etapa de pasión.


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Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Conspirador

Stendhal


Cuento


Acababa de aplazarse hasta el día siguiente la sesión del tribunal de lo criminal; la señora condesa de Précilly bajaba por las escaleras, góticas a medias, de este amplio palacio del Renacimiento que los antiguos delfines de Borgoña dejaron en manos de la corte real de ***. Estaba conmovida; asistía junto con la flor y nata de la ciudad al juicio criminal de un desventurado joven que le había descerrajado un tiro de escopeta a una amante a la que adoraba. La vida de la muchacha corría aún grave peligro. Pero en sus declaraciones se notaba claramente que estaba enamorada del asesino. «¡Bien pensado, qué cosa tan singular es el amor!», pensaba Armandine de Précilly mientras bajaba por aquellas escaleras góticas haciendo por no apoyarse en el brazo del caballero de Marcieux, un ridículo enojoso y muy educado, que se las daba de enamorado suyo. «Si hay algo que no se parezca al amor es lo que siento por esta persona», pensaba mirando al caballero que, por intentar sujetarla, iba pisando, con riesgo de romperse la crisma cien veces, por la parte estrecha de la escalera de caracol.

Cuando tenía ya el pie en el último peldaño, la señora de Précilly oyó un estruendo de caballos que andaban por los adoquines, muy cerca de ella; siguió adelante de forma imprudente y su cabeza se encontró a menos de un pie de la del caballo del gendarme. El caballero de Marcieux soltó una exclamación, la señora de Précilly se asustó y, en ese mismo momento, vio a un joven muy alto y muy pálido que bajaba de la calesa. El gendarme se había vuelto para decirle a gritos al portero que cerrase la puerta del patio.

«Es un prisionero», pensaba la condesa. En ese mismo momento, sus ojos, enternecidos por aquel descubrimiento, se toparon de plano con los de Frédéric Sauven, que llevaba treinta y seis horas viajando en silla de posta y con tres gendarmes y estaba ansioso por encontrarse con una mirada compasiva.


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Publicado el 16 de abril de 2018 por Edu Robsy.

María Fortuna

Stendhal


Cuento


Esta mañana, 5 de febrero de 1835, a Livia Rangoni la han sacado de la cárcel de mujeres de Civitavecchia para llevarla a la cárcel de Mentina, feudo del Espíritu Santo, a petición de monseñor Cioia, jefe supremo Commendatore di Santo Spirito.

Hace más o menos tres meses que Livia Rangoni salió de Toscanella, en donde vivía, y fue con su marido a dormir a Centopina (burgo de los alrededores de Viterbo) en casa de Bernardo Containi, amigo de su marido y amante suyo. A la mañana siguiente, Rangoni y su mujer se van camino de Corneto. Al llegar a doce millas de Centopina un hombre enmascarado ataca a Rangoni y lo acribilla de puñaladas. El asesino era Bernardo Containi, el amante de Livia.

A Rangoni lo dan por muerto en la carretera. Containi huye y regresa a su casa de Centopina. Livia va a buscar a unos campesinos que viven cerca de lugar del crimen, alquila un burro, pide que coloquen encima a su desventurado marido y acaba por volver a llevarlo con mil trabajos a Centopina, a casa de Containi, en donde había pasado la noche. Containi se desespera por la desdicha ocurrida a su amigo, atienden a Rangoni, pero este, por fin, muere al cabo de dos días. (En la novela, antes de morir tiene ciertas sospechas).

En cuanto muere Rangoni, la viuda regresa a Toscanella con Containi, su amante; vende los bueyes de su marido, un rebaño de ovejas e incluso unos cuantos campos; abandona a los tres niños pequeños que tenía y se marcha por fin de Toscanella; con ella van su amante, Containi, y Gianvincenzo Mori y Tullio Rivolta, criados de su marido, armados con escopetas, como aquel. (En la novela, Gianvincenzo está enamorado de Livia).


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Publicado el 16 de abril de 2018 por Edu Robsy.

Anécdota

Stendhal


Cuento


El señor Dauphin era un honrado oficial chusquero que enviudó. Quedó con una hija única a la que envió con la madre ***, abadesa en Normandía. La señorita Dauphin recibió una educación como hay pocas. Con su forma de ser, su belleza y todas sus gratas prendas se ganó el cariño y la estima de la madre abadesa de N. Como nada sabía aún del mundo e ignoraba a qué estaba renunciando, a la señorita Dauphin, criada en un convento, se le pasó por las mientes la idea de no salir nunca de él. Tenía dieciséis años. A los veinte, se arrepintió de lo que había elegido. La madre abadesa de *** escribió al señor Dauphin que, como su hija había renunciado al proyecto de hacerse monja, no podía tenerla más consigo. El señor Dauphin, muy apurado, le pidió consejo al señor De Bufevent, coronel de su regimiento, que le dijo que podía proponerle una solución. Escribió a su hermana, la madre De Bufevent, abadesa en las cercanías de Auxerre, que se hizo cargo de la señorita Dauphin de buen grado. Fue esta, pues, a Auxerre, pero ya no halló el temple afable de la abadesa de ***. La madre De Bufevent, monja a la fuerza, quería vengarse en las demás del hastío que la embargaba. Orgullosa y altanera, vio en la señorita Dauphin a una niña a quien podía convertir en esclava suya. La trató como a una chiquilla. Poco tiempo después a la madre De Bufevent la hicieron abadesa de Les Haies, cerca de Grenoble. Allí se llevó a la señorita Dauphin. Poco tiempo después, fue a dar una vuelta por casa del señor Dubour, primo suyo.


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Publicado el 16 de abril de 2018 por Edu Robsy.

El Lago de Ginebra

Stendhal


Cuento


Novela moral y costumbrista

Obra póstuma del señor Ducray Dumesnil

PERSONAJES

SEÑORA DE CANTALL

CÉLESTE, SU HIJA

EL DUQUE DE BELÈVRE

RIOCI

Era en 1804; la diligencia, cuyo cabriolé ocupaba yo con …, recorría bastante despacio una cuesta larga, en un bosque. Era bonita la vista del valle, pero no la miraba; sabía que desde lo alto de la colina por la que estábamos subiendo vería el lago de Ginebra.

El lago de Ginebra. ¡Qué palabras para un corazón de dieciocho años! ¡Las rocas de Meillerie, J.-J. Rousseau, Vevey, La nueva Héloïse!

La pedantería no había mancillado las aguas del lago de Ginebra.

Divisé por fin aquel lago inmenso desde lo alto de las colinas de Changy; tiene en verdad apariencia de mar; se avista el lago, a lo largo, con una extensión de doce leguas por lo menos. El aire era tan limpio que veía cómo el humo de las chimeneas de Lausana, a siete leguas, subía en columnas ondulantes y verticales.

—¿Tienes diez céntimos para el postillón?

Thélinge repetía esas palabras, de mal humor, por tercera o cuarta vez; le di dos monedas de seis ochavos, es decir, quince céntimos.

—En bonita situación me has puesto —repitió cuando se alejó el postillón—. ¿Pretendes que le pida a un niño que me devuelva cinco céntimos? Además, ya se sabe lo que van a contestar, que no llevan suelto.


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Publicado el 16 de abril de 2018 por Edu Robsy.

Paul Sergar

Stendhal


Cuento


Paul Sergar había nacido en el Delfinado y en la ciudad de Valence, de un padre médico que sabía griego y se pasaba la vida más que atendiendo a los enfermos leyendo a los autores famosos. Aquel padre tenía mucho talento, y del bueno; se le ocurrían ideas nuevas acerca de la mayor parte de las cosas de las que se habla. Tenía tres casas en Valence y una finca en Tain y todo junto le daba no menos de unas doce mil libras de renta.

El doctor Sergar quiso con pasión a su hijo Paul durante los primeros años de este. Se pasaba días enteros contestando a las preguntas que el niño le hacía acerca de todo. Pero volvió a casarse con una mujer hermosa y mala que le dio dos niñas. Aquella mujer se las ingenió tan bien para calumniar a Paul ante su padre que se convirtió en el más desdichado de los hombres.

La infancia, que nunca ha dejado de ser en el sur de Francia una etapa feliz en que las conveniencias sociales todavía no le amargan la vida a nadie, fue una época muy desdichada para Paul; entre los quince y los dieciocho años fue quizá una de las personas de Francia más digna de compasión. Tenía una forma de ser apasionada y recelosa; la imaginación se le fue por el lado de lo trágico y lo hizo mucho más desdichado.

A eso de los dieciséis años se le ocurrió la feliz idea de estudiar Derecho; pidió que lo dejasen ir a París a graduarse. Los amigos de su padre le afearon la forma en que trataba a su hijo, que pasaba por ser el muchacho más guapo de Valence. Las mujeres tomaron partido por él; la señora Sergar temió que le abrieran los ojos a su marido y acabó por acceder a prometerle una pensión de mil ochocientos francos al pobre muchacho, que se puso en camino hacia París casi desesperado de la vida y preguntándose a veces si no haría mejor poniendo término a un destino tan triste con un tiro de pistola.


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Historia de la Señora Tarin

Stendhal


Cuento


El 21 de diciembre de 1836, la señora *** acudió al número 13 de la calle de Caumartin y preguntó, con expresión muy alterada, por la señora Tarin, su amiga íntima a la que tenía que ver en el acto. La portera le dijo a la señora *** que la doncella y la cocinera de la señora Tarin habían ido a hacer un recado y le habían dicho al salir que su señora no quería ver a nadie.

La señora *** insiste.

—¿Sabe usted —le dice a la portera— que la señora Tarin a lo mejor está muerta mientras yo estoy aquí hablando con usted? Tengo razones para decirle esto.

Por fin se deja convencer la portera. Llaman a la puerta de la señora Tarin. Nadie responde. Pasado un cuarto de hora, deciden derribar la puerta. En todo el piso reinaba el orden habitual; llegan al dormitorio: los chales y los vestidos estaban repartidos por encima de los muebles.

Se acercan a la cama; la señora Tarin estaba acostada y muerta, pálida como de costumbre y más hermosa de lo que nunca había estado. La señora *** se arroja sobre el cuerpo inanimado de su amiga. Una hora antes le había llegado por correo una carta en la que la señora Tarin confesaba lo que vamos a referir. En esa carta, le decía que le dejaba el chal negro grande, determinado vestido, etc.

La señora Tarin estaba casada con un notario de Périgueux que se llamaba de apellido Pigeon, probo burgués que le había dado dos hijos: la fortuna del matrimonio podía alcanzar la suma de ciento sesenta mil francos.

En 1835, la señora Pigeon, que poseía en grado sumo el arte de convencer y seducir, animó a su marido a que se fueran a París; le hizo vislumbrar varios medios muy verosímiles para incrementar su fortuna y dar una estupenda educación a sus hijos. Le pareció que el ridículo apellido Pigeon sería un obstáculo e hizo que la llamasen señora Tarin, que era el apellido de su madre.


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Publicado el 16 de abril de 2018 por Edu Robsy.

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