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El Caballero de Saint-Ismier

Stendhal


Cuento


Corría el año 1640; Richelieu mandaba en Francia, más temible que nunca. Su voluntad de hierro y sus caprichos de gran hombre intentaban doblegar esos caracteres turbulentos que se entregaban apasionadamente a la guerra y al amor. Aún no había nacido el espíritu galante. Las guerras de religión y las facciones compradas con el oro de los tesoros del tétrico Felipe II habían prendido en los corazones un fuego que no se había apagado aún a juzgar por las cabezas que caían por orden de Richelieu. A la sazón, tenían los campesinos, los nobles y los burgueses una energía que no volvió a verse en Francia tras los setenta y dos años del reinado de Luis XIV. En 1640, el temperamento francés se atrevía aún a desear cosas enérgicas, pero los más valientes le tenían miedo al cardenal: sabían perfectamente que si, tras haberlo ofendido, quien lo hubiera hecho tuviese la imprudencia de quedarse en Francia, era ya imposible escapar de él.


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20 págs. / 36 minutos / 51 visitas.

Publicado el 16 de abril de 2018 por Edu Robsy.

El Bebedizo

Stendhal


Cuento


Historia imitada del italiano, de Silvia Malapuerta
 

Una noche oscura y lluviosa del verano de 182… un teniente joven del 96.º regimiento de la guarnición de Burdeos se retiraba del café en el que acababa de perder cuanto dinero tenía. Maldecía su necedad, porque era pobre.

Iba en silencio por una de las calles más desiertas del barrio de Lormond cuando oyó de pronto gritos y, de una puerta que se abrió con estrépito, escapó una persona que vino a caer a sus pies. Era tal la oscuridad que solo por el ruido podía uno hacerse una idea de lo que estaba pasando. Los perseguidores, fueren quienes fueren, se detuvieron en la puerta, en apariencia porque oyeron los pasos del joven oficial.

Este atendió un instante: los hombres hablaban bajo, pero no se acercaban. Por más que la escena le pareciera repugnante, Liéven se creyó en la obligación de levantar a la persona caída.

Se dio cuenta de que estaba en camisa; pese a la cerrada oscuridad de la noche, podían ser alrededor de las dos de la mañana, le pareció vislumbrar una melena suelta: así que era una mujer. Aquel descubrimiento no le resultó nada grato.

Parecía incapaz de andar sin ayuda. Liéven hubo de recordar los deberes que nos impone la humanidad para no dejarla abandonada.

Se imaginaba el fastidio de presentarse al día siguiente ante un comisario de policía, las bromas de sus compañeros, los relatos satíricos de los periódicos de la comarca. «La arrimaré a la puerta de una casa —se dijo—, llamaré y me iré corriendo». En esas estaba, cuando oyó a aquella mujer quejarse en español. No sabía ni palabra de español. Por eso quizá dos palabras muy sencillas que dijo Leonor le inspiraron las ideas más novelescas que darse puedan. Dejó de ver a un comisario de policía y a una mujer golpeada; se le extravió la imaginación por pensamientos de amor y de aventuras singulares.


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17 págs. / 31 minutos / 54 visitas.

Publicado el 16 de abril de 2018 por Edu Robsy.

El Arca y el Fantasma

Stendhal


Cuento


Aventura española

En una hermosa mañana del mes de mayo de 182… don Blas Bustos y Mosquera, llevando en pos doce jinetes, entraba en el pueblo de Alcolote, a una legua de Granada. Al acercarse, los labriegos se metían apresuradamente en su casa y cerraban la puerta. Las mujeres miraban aterradas por una esquinita de la ventana al pavoroso director de la policía granadina. Castigó el cielo su crueldad poniéndole en la cara la huella del alma. Es un hombre de seis pies de estatura, negro y espantosamente flaco; es solo el director de la policía, pero el mismísimo obispo de Granada y el gobernador tiemblan en su presencia.

Durante esa guerra sublime contra Napoleón que, a los ojos de la posteridad, pondrá a los españoles del siglo XIX por delante de todos los demás pueblos de Europa y les otorgará el segundo puesto, detrás de los franceses, fue don Blas uno de los más famosos jefes de guerrilleros. Cuando su partida no había matado en el día a un francés por lo menos no dormía en cama: tenía hecho ese voto.

Al regresar Fernando, lo mandaron a las galeras de Ceuta, en donde pasó ocho años en la más espantosa miseria. Lo acusaban de haber colgado, de joven, los hábitos de capuchino. Volvió luego a entrar en gracia, no se sabe cómo. Don Blas es ahora célebre por su silencio; no habla nunca. Tiempo ha, los sarcasmos que les decía a sus prisioneros de guerra antes de mandarlos ahorcar le habían valido cierta reputación de hombre ingenioso: en todos los ejércitos españoles contaban sus bromas.


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25 págs. / 43 minutos / 205 visitas.

Publicado el 16 de abril de 2018 por Edu Robsy.

El Conspirador

Stendhal


Cuento


Acababa de aplazarse hasta el día siguiente la sesión del tribunal de lo criminal; la señora condesa de Précilly bajaba por las escaleras, góticas a medias, de este amplio palacio del Renacimiento que los antiguos delfines de Borgoña dejaron en manos de la corte real de ***. Estaba conmovida; asistía junto con la flor y nata de la ciudad al juicio criminal de un desventurado joven que le había descerrajado un tiro de escopeta a una amante a la que adoraba. La vida de la muchacha corría aún grave peligro. Pero en sus declaraciones se notaba claramente que estaba enamorada del asesino. «¡Bien pensado, qué cosa tan singular es el amor!», pensaba Armandine de Précilly mientras bajaba por aquellas escaleras góticas haciendo por no apoyarse en el brazo del caballero de Marcieux, un ridículo enojoso y muy educado, que se las daba de enamorado suyo. «Si hay algo que no se parezca al amor es lo que siento por esta persona», pensaba mirando al caballero que, por intentar sujetarla, iba pisando, con riesgo de romperse la crisma cien veces, por la parte estrecha de la escalera de caracol.

Cuando tenía ya el pie en el último peldaño, la señora de Précilly oyó un estruendo de caballos que andaban por los adoquines, muy cerca de ella; siguió adelante de forma imprudente y su cabeza se encontró a menos de un pie de la del caballo del gendarme. El caballero de Marcieux soltó una exclamación, la señora de Précilly se asustó y, en ese mismo momento, vio a un joven muy alto y muy pálido que bajaba de la calesa. El gendarme se había vuelto para decirle a gritos al portero que cerrase la puerta del patio.

«Es un prisionero», pensaba la condesa. En ese mismo momento, sus ojos, enternecidos por aquel descubrimiento, se toparon de plano con los de Frédéric Sauven, que llevaba treinta y seis horas viajando en silla de posta y con tres gendarmes y estaba ansioso por encontrarse con una mirada compasiva.


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3 págs. / 5 minutos / 114 visitas.

Publicado el 16 de abril de 2018 por Edu Robsy.

Lamiel

Stendhal


Novela


Capítulo 1

Creo que somos injustos con los paisajes de esta bella Normandía a donde cualquiera de nosotros puede ir a dormir esta noche. Se cantan las alabanzas de Suiza; pero hay que pagar sus montañas con tres días de aburrimiento, las vejaciones de las aduanas y los pasaportes llenos de visados. Mientras que nada más llegar a Normandía, un océano de verdor se ofrece a los ojos cansados de las simetrías de París y de sus muros blancos.

Quedan atrás, hacia París, las tristes llanuras grises, la carretera avanza por una serie de hermosos valles y de altas colinas cuyas cumbres, cubiertas de árboles, se dibujan en el cielo y limitan, audaces, el horizonte, ofreciendo algún punto de partida a la imaginación, placer muy nuevo para el habitante de París.

Si seguimos adelante vislumbramos a la derecha, entre los árboles que cubren los campos, el mar, sin el cual no puede haber paisajes verdaderamente bellos.

Si los ojos, despiertos a las bellezas de los paisajes por el encanto de las lejanías, buscan los detalles, verán que cada prado forma como un recinto rodeado de muros de tierra, y estos muros regularmente dispuestos al borde de todos los prados están coronados de innumerables olmos jóvenes. Aunque estos árboles jóvenes no tengan más de treinta pies y los predios estén plantados sólo de modestos manzanos, el conjunto es verde y da la idea de un generoso fruto de la industria.

El panorama de que acabo de hablar es precisamente el que, al venir de París y acercarnos al mar, encontramos a dos leguas de Carville, un pueblo grande en el que, hace pocos años ocurrió la historia de la duquesa de Miossens y del doctor Sansfin.


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174 págs. / 5 horas, 5 minutos / 79 visitas.

Publicado el 16 de abril de 2018 por Edu Robsy.

San Francisco en Ripa

Stendhal


Cuento


Aristo y Dorante han tratado este tema,
lo que ha dado a Erasto la idea de tratarlo también.

30 de septiembre

Traduzco de un cronista italiano los detalles de los amores de una princesa romana con un francés. Sucedió en 1726, a comienzos del siglo pasado. Todos los abusos del nepotismo florecían entonces en Roma. Nunca aquella corte había sido más brillante. Reinaba Benedicto XIII (Orsini), o más bien su sobrino, el príncipe Campobasso, que dirigía en nombre de aquél todos los asuntos grandes y pequeños. Desde todas partes, los extranjeros afluían a Roma, los príncipes italianos, los nobles de España, ricos aún por el oro del Nuevo Mundo, acudían en masa. Cualquier hombre rico y poderoso se encontraba allí por encima de las leyes. La galantería y la magnificencia parecían ser la única ocupación de tantos extranjeros y nacionales reunidos.

Las dos sobrinas del Papa, la condesa Orsini y la princesa Campobasso, se repartían el poder de su tío y los homenajes de la corte. Su belleza las habría hecho destacar incluso en los últimos puestos de la sociedad. La Orsini, como se dice familiarmente en Roma, era alegre y disinvolta; la Campobasso, tierna y piadosa; pero un alma tierna susceptible de los más violentos arrebatos. Sin ser enemigas declaradas, aunque se encontraban todos los días en los apartamentos del Papa y se veían a menudo en sus propias casas, las damas eran rivales en todo: en belleza, en influencia y en riqueza.


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17 págs. / 30 minutos / 89 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Philibert Lescale

Stendhal


Cuento


Conocía superficialmente a aquel M. Lescale de seis pies de estatura; era uno de los hombres de negocios más ricos de París: tenía una factoría en Marseille y varios buques en el mar. Acaba de morir. No era un hombre taciturno, pero si pronunciaba diez palabras al día era casi de milagro. Pese a eso le gustaba la alegría y hacía todo lo necesario para que lo invitáramos a las cenas que habíamos establecido los sábados y que celebrábamos casi en secreto. Tenía olfato comercial y yo lo habría consultado si se me hubiera presentado algún negocio dudoso.

Al morir me hizo el honor de escribirme una carta de tres líneas. Se interesaba en ella por un joven que no llevaba su apellido. Se llamaba Philibert.

Su padre le había dicho:

—Haz lo que te venga en gana, no me importa: cuando cometas tonterías yo ya estaré muerto. Tienes dos hermanos; dejaré mi fortuna al menos torpe de los tres; a los otros dos les dejaré cien luises de renta.

Philibert había recibido todos los premios en el colegio pero lo cierto es que, al salir de éste, no sabía absolutamente nada. Después fue húsar por tres años y realizó dos viajes a América. Cuando realizó el segundo de éstos, se decía enamorado de una cantante que parecía una pícara empedernida, capaz de inducir a su amante a contraer deudas, a hacer falsificaciones y más tarde incluso a cometer algún lindo delito que lo conduciría directamente a los tribunales. Así se lo dije al padre.

El señor Lescale mandó llamar a Philibert, al que no había visto desde hacía dos meses.

—Si estás dispuesto a abandonar París y a viajar a Nueva Orléans —le dijo—, te daré quince mil francos que sólo recibirás a bordo del barco en el que trabajarás como sobrecargo.

El joven se marchó y se arreglaron para que su estancia en América durara más que su etapa de pasión.


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3 págs. / 5 minutos / 79 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Arca y el Aparecido

Stendhal


Cuento


Una hermosa mañana del mes de mayo de 182… entraba don Blas Bustos y Mosquera, escoltado por doce hombres a caballo, en el pueblo de Alcolote, a una legua de Granada. Cuando lo veían llegar, los vecinos entraban precipitadamente en las casas y cerraban las puertas a aquel terrible jefe de la policía de Granada. El cielo ha castigado su crueldad poniéndole en la cara la impronta de su alma. Es un hombre de seis pies de estatura, cetrino, de una flacura que asusta. No es más que jefe de la policía, pero hasta el obispo de Granada y el gobernador tiemblan ante él.

Durante aquella guerra sublime contra Napoleón que, en la posteridad, pondrá a los españoles del siglo XIX por delante de todos los demás pueblos de Europa y les asignará el segundo lugar después de los franceses, don Blas fue uno de los más famosos capitanes de guerrillas. El día que su gente no había matado por lo menos un francés, don Blas no dormía en una cama: era un voto.

Cuando volvió Fernando VII, lo mandaron a las galeras de Ceuta, donde pasó ocho años en la más horrible miseria. Lo acusaban de haber sido capuchino en su juventud y de haber colgado los hábitos. Después, no se sabe cómo, volvió a entrar en gracia. Ahora don Blas es célebre por su silencio: no habla jamás. En otro tiempo le habían valido una especie de fama de ingenioso los sarcasmos que dirigía a sus prisioneros de guerra antes de ahorcarlos: se repetían en todos los ejércitos españoles.

Don Blas avanzaba despacio por la calle de Alcolote, mirando a las casas de uno y otro lado con ojos de lince. Al pasar por una iglesia, tocaron a misa; más que apearse, se precipitó del caballo y corrió a arrodillarse junto al altar. Cuatro de sus guardias se arrodillaron en torno a su silla; lo miraron: en sus ojos ya no había devoción. Tenía su siniestra mirada clavada en un hombre de muy distinguida apostura que estaba rezando a unos pasos de él.


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24 págs. / 42 minutos / 95 visitas.

Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

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