Capítulo 1
Creo que somos injustos con los paisajes de esta
bella Normandía a donde cualquiera de nosotros puede ir a dormir esta
noche. Se cantan las alabanzas de Suiza; pero hay que pagar sus montañas
con tres días de aburrimiento, las vejaciones de las aduanas y los
pasaportes llenos de visados. Mientras que nada más llegar a Normandía,
un océano de verdor se ofrece a los ojos cansados de las simetrías de
París y de sus muros blancos.
Quedan atrás, hacia París, las tristes llanuras grises, la
carretera avanza por una serie de hermosos valles y de altas colinas
cuyas cumbres, cubiertas de árboles, se dibujan en el cielo y limitan,
audaces, el horizonte, ofreciendo algún punto de partida a la
imaginación, placer muy nuevo para el habitante de París.
Si seguimos adelante vislumbramos a la derecha, entre los árboles
que cubren los campos, el mar, sin el cual no puede haber paisajes
verdaderamente bellos.
Si los ojos, despiertos a las bellezas de los paisajes por el
encanto de las lejanías, buscan los detalles, verán que cada prado forma
como un recinto rodeado de muros de tierra, y estos muros regularmente
dispuestos al borde de todos los prados están coronados de innumerables
olmos jóvenes. Aunque estos árboles jóvenes no tengan más de treinta
pies y los predios estén plantados sólo de modestos manzanos, el
conjunto es verde y da la idea de un generoso fruto de la industria.
El panorama de que acabo de hablar es precisamente el que, al
venir de París y acercarnos al mar, encontramos a dos leguas de
Carville, un pueblo grande en el que, hace pocos años ocurrió la
historia de la duquesa de Miossens y del doctor Sansfin.
Información texto 'Lamiel'