Una reja separaba los jardines de dos casas de Sevilla, allá por
el año 1630. El uno era muy grande y correspondía a una fachada de
piedra, muy hermosa; y el otro era muy chiquitito, tanto como
modesta y casi pobre la casita que adornaba. Por entre los hierros
se enroscaban las enredaderas, cuyas flores de botones y pétalos
amarillos, carmesíes y azules recreaban la vista y perfumaban el
ambiente. Las hojas de dos rosales se besaban a través de la reja,
cariño muy natural, pues la tierra de la casita dijo un día al
magnífico rosal que crecía en el jardín inmediato:
—Dáme una de las semillas. Yo la abrigaré con cuidado y cuando
llegue la primavera me abriré para que el delicado tallo que brote
se bañe en aire y sol.
El rosal soltó una semilla que se convirtió en otro rosal
lozano; y como recordaba su origen, se querían y se contaban todo
lo que pasaba en una y otra casa. ¿Cómo lo sabían? Ambos encerraban
néctar en sus corolas; y cuando los insectos, que tenían el
privilegio de penetrar en las habitaciones, pedían a una de ellas
que les permitiese libar una gotita del dulcísimo licor, les
contestaban:
—Si me referís lo que habéis visto, tendréis néctar.
Los insectos no se hacían de rogar; y luego las rosas pedían al
céfiro que las empujara hacia sus hermanas, y cuando estaban cerca,
se decían:
—Oíd lo que me ha contado el insecto.
Unas veces las rosas se ponían más encendidas de lo que estaban,
y era que las nuevas las ponían contentas; otras palidecían a
impulsos de la tristeza, cosa muy natural, pues cada rosal se
interesaba por sus dueños.
Cierta mañana de la estación hermosa, poco después de salir el
sol, una mosca escapó zumbando de la casita, y posando el vuelo en
una hoja, cerca de la flor, le dijo:
—Buenos días. Veo una gota de rocío que parece una perla.
¿Quieres que beba?
—Págame el servicio contándome lo que sepas.
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