Cuando la noche
termina, los ángeles revolotean sobre el mar y las montañas, y por
esto vemos una línea de oro y rosa detrás de los montes y encima de
las aguas. Entonces es cuando las flores, que han pasado la noche
dormidas, despiertan lanzando sus primeros suspiros; y como los
suspiros de las flores son perfumes, embalsaman el ambiente.
Un día, al amanecer, despertó la magnolia, y al lanzar su primer
suspiro oyó una vocecita, pero muy tenue, muy tenue que decía:
—¡Cuán dulce es tu aliento!
—¿Quién eres? preguntó la magnolia.
—Una mariposa.
—Las mariposas son nuestras hermanas; son las flores aladas.
¿Cómo estás aquí?
—Acabo de nacer. Al sentirme con alas he querido volar, pero me
he cansado y en ti he buscado refugio.
—Los primeros instantes de la mañana son fríos. Yo te abrigaré,
y cuando haya salido el sol podrás continuar tu vuelo.
La magnolia juntó sus pétalos.
—¡Qué bien se está aquí! dijo la mariposa. Parece que a tu calor
mi cuerpo se transforma y adquieren fuerza mis alas.
Cuando los rayos del sol hubieron inundado la tierra, la
magnolia abrió los pétalos.
—¿Puedo salir? preguntó la mariposa.
—Sí. Vuela si quieres.
—No me atrevo.
—Veo que posees una gran cualidad.
—¿Cuál es?
—La prudencia.
—¿En qué consiste la prudencia?
—En una virtud que nos enseña a discernir lo bueno de lo malo,
para seguir lo primero y huir de lo segundo.
—¿Hay cosas malas?
—Sí, y el que no tiene prudencia para evitarlas suele
convertirse en su víctima.
—Yo huiré de las cosas malas.
—Todas dicen lo mismo, pero no todas cumplen su propósito.
—No lo comprendo, porque lo malo debe rechazarse.
—Ten presente que el mal reúne a veces grandes atractivos y que
sus galas y el placer que creemos ha de proporcionarnos, atraen y
acaban por fascinar.
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