Croyoit que nues feussent pailles d’arain, et que vessies feussent lanternes.
Gargantúa, lib. I, cap. XI
¡Clin, clin, clin!
No hubo respuesta.
—¿No estará? —dijo la joven.
Tiró por segunda vez del cordón de la campanilla; no se oyó ningún ruido en el apartamento: no había nadie.
—¡Qué extraño!
Se mordió el labio, un rubor de desagrado le pasó de la mejilla a
la frente; comenzó a bajar las escaleras una por una, muy despacio, como
a disgusto, volviendo la cabeza para ver si se abría la puerta
fatídica. Nada.
Al doblar la esquina de la calle, vio a lo lejos a Onuphrius, que
caminaba por el lado del sol, con el aspecto más despreocupado del
mundo, deteniéndose a cada paso para ver cómo se peleaban los perros y
los chiquillos jugaban al castro, leyendo las inscripciones de las
paredes, deletreando los carteles, como el hombre que tiene una hora por
delante y no siente la necesidad de apresurarse.
Cuando llegó junto a ella, el asombro le hizo abrir desmesuradamente los ojos: no contaba con encontrarla allí.
—¡Cómo! Eres tú… ¿ya? Pero ¿qué hora es?
—¡Ya! La palabra es muy galante. En cuanto a la hora, deberías
saberla, y no me corresponde a mí decírtela —contestó en tono serio la
muchacha, cogiéndole del brazo—; son las once y media.
—Imposible —repuso Onuphrius—. Acabo de pasar ante Saint-Paul y no
eran más que las diez; no hace ni cinco minutos, pondría la mano en el
fuego; apuesto cualquier cosa.
—No pongas la mano en ninguna parte y no apuestes, perderías.
Onuphrius no quiso dar su brazo a torcer; como la iglesia sólo
estaba a cincuenta pasos, Jacintha, para convencerle, aceptó ir hasta
allí con él. Onuphrius estaba triunfante. Llegaron ante el pórtico.
—Y ahora, ¿qué? —le dijo Jacintha.
Información texto 'Onuphrius'