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autor: Théophile Gautier editor: Edu Robsy textos no disponibles


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La Cafetera

Théophile Gautier


Cuento


Cuento fantástico

I

El año pasado me invitaron, junto a dos de mis compañeros de trabajo, Arrigo Cohic y Pedrino Borgnioli, a pasar unos días en un lugar remoto de Normandía.

El tiempo que, cuando nos pusimos en marcha, prometía ser excelente, cambió de repente, y cayó tanta lluvia, que los tortuosos caminos por los que avanzábamos eran como el lecho de un torrente.

Nos hundimos en el cieno hasta las rodillas, una capa espesa de tierra resbaladiza se pegó a la suela de nuestras botas, y su peso aminoró de tal modo nuestros pasos, que llegamos a nuestro lugar de destino una hora después de la puesta del sol.

Estábamos agotados; así es que nuestro anfitrión, al comprobar los esfuerzos que hacíamos para reprimir los bostezos y mantener los ojos abiertos, una vez que hubimos cenado, mandó que nos condujeran a cada uno a nuestra habitación.

La mía era muy amplia; sentí, al entrar en ella, como un estremecimiento febril, porque me pareció que entraba en un mundo nuevo.

Realmente, uno podía creerse en tiempos de la Regencia, viendo los dinteles de Boucher que representaban las cuatro Estaciones, los muebles de estilo rococó del peor gusto, y los marcos de los espejos torpemente tallados.

Nada estaba desordenado. El tocador cubierto de estuches de peines, de borlas para los polvos, parecía haber sido utilizado la víspera. Dos o tres vestidos de colores tornasolados, un abanico sembrado de lentejuelas de plata alfombraban el entarimado bien encerado y, ante mi gran asombro, una tabaquera de concha, abierta sobre la chimenea, estaba llena de tabaco todavía fresco.


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7 págs. / 13 minutos / 250 visitas.

Publicado el 20 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

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Théophile Gautier


Novela corta


I

Nadie podía comprender la enfermedad que minaba lentamente a Octave de Saville. No guardaba cama y llevaba un tren de vida normal; jamás una queja salía de sus labios, y sin embargo se desmejoraba a ojos vistas. Examinado por los médicos que le obligaba a consultar la solicitud de sus parientes y amigos, no acusaba dolencia concreta alguna, y la ciencia no descubría en él ningún síntoma alarmante: su pecho, al ser auscultado, emitía un sonido normal, y el oído aplicado a su corazón apenas sorprendía algún latido demasiado lento o demasiado precipitado; no tosía, no tenía fiebre, pero la vida se alejaba de él y huía por una de esas rendijas invisibles de que el hombre está lleno, según Terencio.

A veces un extraño síncope le hacía palidecer y quedarse frío como el mármol. Durante uno o dos minutos se le podía creer muerto; luego su mecanismo de relojería, detenido por un dedo misterioso, recobraba, ya sin obstáculo que lo impidiera, su movimiento y Octave parecía despertar de un sueño. Le mandaron a tomar las aguas; pero las ninfas termales no pudieron hacer nada por él. Un viaje que hizo a Nápoles no produjo mejores resultados. Su hermoso y famoso sol le había parecido negro como el del grabado de Alberto Durero; el murciélago que lleva escrita en su ala esta palabra: melancolía, azotaba aquel resplandeciente cielo azul con sus polvorientas membranas y revoloteaba entre la luz y él; se le heló el corazón en el muelle de la Mergellina, donde los lazzaroni medio desnudos se tuestan y dan a su piel una pátina de bronce.

Entonces volvió a su pequeño apartamento de la calle Saint-Lazare y recuperó, aparentemente, sus antiguas costumbres.


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101 págs. / 2 horas, 57 minutos / 225 visitas.

Publicado el 20 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Jettatura

Théophile Gautier


Novela corta


I

El Leopoldo, magnífico barco de vapor toscano que hace el trayecto de Marsella a Nápoles, acababa de doblar la punta de Procida. Todos los pasajeros estaban en el puente, curados del mal de mar ante la vista de la tierra, remedio más eficaz que los dulces de Malta y otras recetas utilizadas en tales casos.


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99 págs. / 2 horas, 53 minutos / 130 visitas.

Publicado el 20 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Muerta Enamorada

Théophile Gautier


Cuento


Me preguntas, hermano, si he amado; sí. Es una historia singular y terrible, y, a pesar de mis sesenta y seis años, apenas me atrevo a remover las cenizas de este recuerdo. No quiero negarte nada, pero no referiría una historia semejante a otra persona menos experimentada que tú. Se trata de acontecimientos tan extraordinarios que apenas puedo creer que hayan sucedido. Fui, durante más de tres años, el juguete de una ilusión singular y diabólica. Yo, un pobre cura rural, he llevado todas las noches en sueños (quiera Dios que fuera un sueño) una vida de condenado, una vida mundana y de Sardanápalo. Una sola mirada demasiado complaciente a una mujer pudo causar la perdición de mi alma; pero, con la ayuda de Dios y de mi santo patrón, pude desterrar al malvado espíritu que se había apoderado de mí. Mi vida se había complicado con una vida nocturna completamente diferente. Durante el día yo era un sacerdote del Señor, casto, ocupado en la oración y en las cosas santas. Durante la noche, en el momento en que cerraba los ojos, me convertía en un joven caballero, experto en mujeres, perros y caballos, jugador de dados, bebedor y blasfemo. Y cuando, al llegar el alba, me despertaba, me parecía lo contrario, que me dormía y soñaba que era sacerdote. Me han quedado recuerdos de objetos y palabras de esta vida sonámbula, de los que no puedo defenderme y, a pesar de no haber salido nunca de mi parroquia, se diría al oírme que soy más bien un hombre que lo ha probado todo, y que, desengañado del mundo, ha entrado en religión queriendo terminar en el seno de Dios días tan agitados, que un humilde seminarista que ha envejecido en una ignorada casa de cura, en medio del bosque y sin ninguna relación con las cosas del siglo.

Sí, he amado como no ha amado nadie en el mundo, con un amor insensato y violento, tan violento que me asombra que no haya hecho estallar mi corazón. ¡Oh, qué noches! ¡Qué noches!


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34 págs. / 59 minutos / 198 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Novela de la Momia

Théophile Gautier


Novela


Señor Ernest Feydeau

Le dedico este libro, que por derecho le pertenece; al permitirme acceder a su erudición y a su biblioteca, me ha hecho creer usted que yo era sabio y que conocía el antiguo Egipto lo bastante para poder describirlo; siguiendo sus pasos, me he paseado por los templos, los palacios, los hipogeos, por la ciudad de los vivos y la ciudad de los muertos; usted levantó ante mí el velo de la misteriosa Isis y resucitó una gigantesca civilización desaparecida. La historia es suya, la novela mía; sólo he tenido que engastar con mi estilo, como con el cemento de un mosaico, las piedras preciosas que usted me proporcionó.

Th. G

Prólogo

—Tengo el presentimiento de que encontraremos en el valle de Biban al-Moluk una tumba inviolada —decía a un joven inglés de porte aristocrático un personaje mucho más humilde, mientras secaba con un gran pañuelo a cuadros azules su frente calva perlada de gotas de sudor, lo que hacía que pareciese una vasija de arcilla de Tebas a la que hubiesen llenado de agua.

—Que Osiris le oiga —respondió al doctor alemán el joven lord—. Es una invocación que podemos permitirnos delante de la antigua Diospolis Magna; pero son ya muchas las veces en que acabamos frustrados; los ladrones de tumbas siempre se nos han adelantado.

—Una tumba que no haya sido excavada ni por los reyes pastores, ni por los medos de Cambises, ni por los griegos, ni por los romanos, ni por los árabes, y que reserve para nosotros sus riquezas intactas y su misterio —continuó el sabio con un entusiasmo que hacía relucir sus pupilas detrás de los cristales azules de sus gafas.

—Y sobre la que usted publicará un artículo erudito que le situará en la ciencia de la arqueología a la altura de Champollion, de Rosellini, de Wilkinson, de Lepsius y de Belzoni —dijo el joven lord.


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182 págs. / 5 horas, 19 minutos / 286 visitas.

Publicado el 20 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Pipa de Opio

Théophile Gautier


Cuento


El otro día, encontré a mi amigo Alphonse Karr sentado en su diván, con una vela encendida, aunque era pleno día, y en la mano, un tubo de madera de cerezo provisto de un hongo de porcelana en el que echaba una especie de pasta oscura parecida al lacre; la pasta ardía y chisporroteaba en la chimenea del hongo, y él aspiraba por una pequeña boquilla de ámbar amarillo el humo que al instante se extendía por la habitación con un vago olor a perfume oriental.

Cogí, sin decir nada, el aparato de las manos de mi amigo, y acerqué mis labios a uno de sus extremos; después de varias bocanadas, experimenté una especie de agradable aturdimiento, que se parecía bastante a las sensaciones de la primera borrachera.

Como aquel día no estaba de humor y no tenía tiempo para embriagarme, colgué la pipa de un clavo y bajamos al jardín, a ver las dalias y a jugar un poco con Schutz, dichoso animal que no tiene otra función que la de ser negro sobre una alfombra de verde césped.

Regresé a mi casa, cené y fui al teatro a soportar no sé qué obra. Luego volví y me acosté, porque hay que alcanzar y hacer, mediante la muerte de unas horas, el aprendizaje de la muerte definitiva.

El opio que había fumado, lejos de producir el efecto de somnolencia que esperaba, me sumió en agitaciones nerviosas como si hubiera tomado enormes cantidades de café, y daba vueltas en la cama como una carpa sobre una parrilla o un pollo en un asador, produciendo un perpetuo balanceo de mantas, ante el gran descontento de mi gato que estaba acurrucado en una esquina del edredón.

Por fin el sueño, largo rato esperado, cubrió mis pupilas con su polvo de oro y mis ojos se volvieron cálidos y pesados; me dormí.

Después de una o dos horas completamente inmóviles y negras, tuve un sueño.

Es el siguiente:


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8 págs. / 15 minutos / 109 visitas.

Publicado el 20 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Retrato de Balzac

Théophile Gautier


Biografía, crítica


I

Hacia 1835 ocupaba yo una habitación compuesta de dos cuartitos, en el callejón del Doyenné, situado más o menos en el sitio que hoy ocupa el pabellón Mollien. Aunque situado en el centro de París, frente a las Tullerías, a dos pasos del Louvre, el lugar era desierto y salvaje, necesitándose en verdad tener sumo empeño en ello para descubrir mi residencia. Sin embargo, una mañana vi traspasar mis umbrales, dando excusas por presentarse a sí mismo, a un joven de maneras distinguidas, de franco e inteligente aspecto. Era Jules Sandeau; venía a buscarme de parte de Balzac para invitarme a colaborar en La crónica de París, un periódico semanal que acaso no haya sido olvidado, pero que no tuvo el éxito pecuniario del que era digno. Me dijo Sandeau que Balzac había leído La señorita de Maupin, la cual a la sazón acababa de aparecer, y había admirado mucho su estilo; que por ese motivo deseaba contar con mi colaboración en el semanario patrocinado y dirigido por él. Se concertó una entrevista para ponernos en contacto, y desde ese día data entre nosotros una amistad que sólo la muerte pudo romper.


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81 págs. / 2 horas, 21 minutos / 144 visitas.

Publicado el 18 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

Dos Actores Para un Papel

Théophile Gautier


Cuento


I. UNA CITA EN EL JARDÍN IMPERIAL

Eran los últimos días de noviembre: el Jardín imperial de Viena estaba desierto, un aire cortante arremolinaba las hojas color azafrán, secas a causa de los primeros fríos; los rosales de los arriates, castigados y rotos por el viento, arrastraban su ramaje por el barro. Sin embargo el gran paseo, gracias a la arena que lo recubre, estaba seco y practicable. Aunque devastado por la proximidad del invierno, el Jardín imperial no carecía de un cierto encanto melancólico. El largo paseo prolongaba hasta muy lejos sus arcos rojizos, dejando adivinar confusamente al fondo un horizonte de colinas ya invadidas por los vapores azulados y la bruma de la noche; más allá, la vista se extendía sobre el Prater y el Danubio; era un lugar muy a propósito para un poeta.

Un joven, con señales visibles de impaciencia, iba y venía por el paseo; su atuendo, de una elegancia un poco teatral, consistía en una levita de terciopelo negro con galones de oro ribeteada de piel, pantalones grises de punto, botas suaves de borlas, que llegaban hasta media pierna. Podía tener de veintisiete a veintiocho años; sus rasgos pálidos y regulares estaban llenos de delicadeza, y la ironía se ocultaba en los pliegues de sus ojos y las comisuras de su boca; en la Universidad, de la que parecía recién salido, porque todavía llevaba la gorra con hojas de roble de los estudiantes, debía haber dado mucha guerra a los filisteos y brillado en la primera fila de los veteranos y los novatos.

El pequeñísimo espacio en el que circunscribía su paseo demostraba que estaba esperando a alguno o más bien a alguna, porque el Jardín imperial de Viena, en el mes de noviembre, no es muy adecuado para las citas de negocios.


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9 págs. / 17 minutos / 82 visitas.

Publicado el 20 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

El Caballero Doble

Théophile Gautier


Cuento


¿Quién pone a la rubia Edwige tan triste? ¿Qué hace ahí sentada, con la barbilla en la mano y el codo en la rodilla, más apenada que la desesperación, más pálida que la estatua de alabastro que llora sobre una tumba?

De uno de sus ojos brota una gruesa lágrima que se desliza por su delicada mejilla, una sola, pero que no se seca jamás; como esa gota de agua que rezuma de las bóvedas rocosas y que a la larga desgasta el granito, esa única lágrima, al caer sin cesar de sus ojos a su corazón, lo ha horadado y traspasado completamente.

Edwige, rubia Edwige, ¿ya no crees en Jesucristo el dulce Salvador? ¿Acaso dudas de la indulgencia de la Santísima Virgen María? ¿Por qué llevas sin parar al costado tus manitas diáfanas, delgadas y delicadas como las de los elfos y las willis? Vas a ser madre; era tu mayor deseo: tu noble esposo, el conde Lodbrog, ha prometido un altar de plata maciza y un copón de oro fino a la iglesia de san Euthbert si le das un hijo varón.

¡Ay! ¡Ay! La pobre Edwige tiene el corazón atravesado por las siete espadas del dolor; un terrible secreto pesa sobre su alma. Hace varios meses, un extranjero llegó al castillo; hacía un tiempo espantoso aquella noche: las torres temblaban en toda su estructura, las veletas chirriaban, el fuego trepaba por la chimenea, y el viento golpeaba los cristales como alguien inoportuno que quiere entrar.

El extranjero era bello como un ángel, pero como un ángel caído; sonreía dulcemente y miraba dulcemente, y sin embargo su mirada y su sonrisa hacían temblar de miedo e inspiraban el espanto que se experimenta al asomarse a un abismo. Un encanto perverso, una languidez pérfida como la del tigre que acecha su presa, acompañaban todos sus movimientos; fascinaba como la serpiente fascina al pájaro.


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10 págs. / 18 minutos / 500 visitas.

Publicado el 20 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

El Club del Hachís

Théophile Gautier


Cuento


I. EL HOTEL PIMODAN

Una noche de diciembre, obedeciendo a una misteriosa convocatoria redactada en enigmáticos términos sólo comprensibles para los afiliados e ininteligibles para los demás, llegué a un barrio lejano, especie de oasis de soledad en el centro de París, al que el río, que lo rodea con ambos brazos, parece defender contra las intrusiones de la civilización, porque era en una vieja casa de la isla de Saint-Louis, el hotel Pimodan, construido por Lauzun, donde el extraño club al que yo pertenecía desde hacía poco tenía sus sesiones mensuales y a donde iba a asistir por primera vez.

Aunque apenas eran las seis, era completamente de noche.

La bruma, más espesa aún por la proximidad del Sena, difuminaba todos los objetos en una especie de guata desgarrada y agujereada por el cerco rojizo de las farolas y los hilillos de luz que se escapaban de las ventanas iluminadas.

El pavimento, inundado de lluvia, brillaba bajo las farolas como el agua que refleja la luz; un viento desapacible, cargado de partículas heladas, azotaba la cara y sus guturales silbidos constituían el alto de una sinfonía cuyas enormes olas al romperse en los arcos de los puentes hacían el bajo: a aquella noche no le faltaban ninguna de las rigurosas poesías del invierno.

Resultaba difícil, a lo largo de aquel muelle desierto, distinguir entre la masa de edificios oscuros, la casa que buscaba; sin embargo mi cochero, irguiéndose sobre su asiento, consiguió leer en una placa de mármol el nombre borroso del viejo hotel, lugar de reunión de los adeptos.

Levanté el aldabón esculpido, pues el uso de los timbres con botón de cobre todavía no se había introducido en esos apartados lugares, y oí varias veces cómo el tirador chirriaba sin éxito; por fin, cediendo a un impulso más vigoroso, el viejo pestillo roñoso se abrió, y la puerta de madera maciza pudo girar sobre sus goznes.


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19 págs. / 34 minutos / 289 visitas.

Publicado el 20 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

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