Textos peor valorados de Théophile Gautier publicados por Edu Robsy

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autor: Théophile Gautier editor: Edu Robsy


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El Nido de Ruiseñores

Théophile Gautier


Cuento


En torno al castillo había un hermoso parque. En el parque había pájaros de todo tipo: ruiseñores, mirlos, curucas; todos los pájaros de la tierra se habían dado cita en el parque. En primavera era tal el tumulto que no permitía entenderse; cada hoja ocultaba un nido, cada árbol una orquesta. Todos los pequeños músicos emplumados se esforzaban a cual mejor. Los unos pipiaban, los otros arrullaban; éstos hacían trinos y cadencias perfectas; aquéllos recortaban sus gorgoritos o bordaban calderones: músicos auténticos no lo habrían hecho mejor.

Pero en el castillo había dos bellas primas que cantaban mejor aún que todos los pájaros del parque, una se llamaba Fleurette y la otra Isabeau. Ambas eran bellas, deseables y hermosas, y los domingos, cuando lucían sus lindos vestidos, si sus blancos hombros no hubieran demostrado que eran auténticas chicas, se les habría tomado por ángeles; sólo les faltaban las plumas. Cuando cantaban, el anciano señor de Maulevrier, su tío, las tomaba a veces de la mano, por miedo a que no tuvieran la fantasía de echarse a volar.

Les dejo imaginar los hermosos lances que se hacían en las fiestas de armas y en los torneos en honor de Fleurette y de Isabeau. Su fama de belleza e inteligencia había dado la vuelta a Europa, pero no por eso eran más orgullosas; vivían retiradas sin ver a más personas que al pajecillo Valentin, un hermoso niño de cabellos rubios, y al señor de Maulevrier, anciano canoso, curtido y muy quebrantado por haber llevado durante sesenta años sus pertrechos de guerra.


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5 págs. / 9 minutos / 162 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Muerta Enamorada

Théophile Gautier


Cuento


Me preguntas, hermano, si he amado; sí. Es una historia singular y terrible, y, a pesar de mis sesenta y seis años, apenas me atrevo a remover las cenizas de este recuerdo. No quiero negarte nada, pero no referiría una historia semejante a otra persona menos experimentada que tú. Se trata de acontecimientos tan extraordinarios que apenas puedo creer que hayan sucedido. Fui, durante más de tres años, el juguete de una ilusión singular y diabólica. Yo, un pobre cura rural, he llevado todas las noches en sueños (quiera Dios que fuera un sueño) una vida de condenado, una vida mundana y de Sardanápalo. Una sola mirada demasiado complaciente a una mujer pudo causar la perdición de mi alma; pero, con la ayuda de Dios y de mi santo patrón, pude desterrar al malvado espíritu que se había apoderado de mí. Mi vida se había complicado con una vida nocturna completamente diferente. Durante el día yo era un sacerdote del Señor, casto, ocupado en la oración y en las cosas santas. Durante la noche, en el momento en que cerraba los ojos, me convertía en un joven caballero, experto en mujeres, perros y caballos, jugador de dados, bebedor y blasfemo. Y cuando, al llegar el alba, me despertaba, me parecía lo contrario, que me dormía y soñaba que era sacerdote. Me han quedado recuerdos de objetos y palabras de esta vida sonámbula, de los que no puedo defenderme y, a pesar de no haber salido nunca de mi parroquia, se diría al oírme que soy más bien un hombre que lo ha probado todo, y que, desengañado del mundo, ha entrado en religión queriendo terminar en el seno de Dios días tan agitados, que un humilde seminarista que ha envejecido en una ignorada casa de cura, en medio del bosque y sin ninguna relación con las cosas del siglo.

Sí, he amado como no ha amado nadie en el mundo, con un amor insensato y violento, tan violento que me asombra que no haya hecho estallar mi corazón. ¡Oh, qué noches! ¡Qué noches!


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34 págs. / 59 minutos / 189 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Novela de la Momia

Théophile Gautier


Novela


Señor Ernest Feydeau

Le dedico este libro, que por derecho le pertenece; al permitirme acceder a su erudición y a su biblioteca, me ha hecho creer usted que yo era sabio y que conocía el antiguo Egipto lo bastante para poder describirlo; siguiendo sus pasos, me he paseado por los templos, los palacios, los hipogeos, por la ciudad de los vivos y la ciudad de los muertos; usted levantó ante mí el velo de la misteriosa Isis y resucitó una gigantesca civilización desaparecida. La historia es suya, la novela mía; sólo he tenido que engastar con mi estilo, como con el cemento de un mosaico, las piedras preciosas que usted me proporcionó.

Th. G

Prólogo

—Tengo el presentimiento de que encontraremos en el valle de Biban al-Moluk una tumba inviolada —decía a un joven inglés de porte aristocrático un personaje mucho más humilde, mientras secaba con un gran pañuelo a cuadros azules su frente calva perlada de gotas de sudor, lo que hacía que pareciese una vasija de arcilla de Tebas a la que hubiesen llenado de agua.

—Que Osiris le oiga —respondió al doctor alemán el joven lord—. Es una invocación que podemos permitirnos delante de la antigua Diospolis Magna; pero son ya muchas las veces en que acabamos frustrados; los ladrones de tumbas siempre se nos han adelantado.

—Una tumba que no haya sido excavada ni por los reyes pastores, ni por los medos de Cambises, ni por los griegos, ni por los romanos, ni por los árabes, y que reserve para nosotros sus riquezas intactas y su misterio —continuó el sabio con un entusiasmo que hacía relucir sus pupilas detrás de los cristales azules de sus gafas.

—Y sobre la que usted publicará un artículo erudito que le situará en la ciencia de la arqueología a la altura de Champollion, de Rosellini, de Wilkinson, de Lepsius y de Belzoni —dijo el joven lord.


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182 págs. / 5 horas, 19 minutos / 272 visitas.

Publicado el 20 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Mademoiselle de Maupin

Théophile Gautier


Novela


PREFACIO DEL AUTOR

Una de las cosas más burlescas de la gloriosa época en que tenemos la suerte de vivir es, sin lugar a dudas, la incontestable rehabilitación de la virtud emprendida por todos los periódicos, sean del color que fueren: rojo, verde o tricolor.

La virtud es, con certeza, algo muy respetable, y no es nuestra intención faltarle. ¡Dios nos libre! ¡La buena y digna señora! Encontramos cierto brillo en sus ojos a través de los impertinentes, que lleva las medias bien puestas, que toma el tabaco de su cajita de oro con toda la gracia imaginable y que su caniche hace las reverencias como un maestro de baile. Así la vemos. Hasta estamos de acuerdo en que no está tan mal para su edad y lleva sus años de un modo inmejorable. Es una abuela muy agradable, pero una abuela. Me parece natural que se prefiera, sobre todo si se tienen veinte años, alguna pequeña inmoralidad ligera, pimpante, coqueta, buena chica, con cabello mal rizado, la falda más corta que larga, el pie y el ojo impacientes, la mejilla ligeramente encendida, la risa en la boca y el corazón en la mano. Los periodistas más monstruosamente virtuosos no sabrían pronunciarse de manera diferente, y si dicen lo contrario es muy probable que no lo piensen. Pensar una cosa y escribir otra es algo que sucede todos los días, sobre todo entre gente virtuosa.

Me acuerdo de las pullas lanzadas antes de la revolución (me refiero a la de julio) contra aquel desdichado y virginal vizconde Sosthène de La Rochefoucauld, que tuvo la ocurrencia de alargar los vestidos de las bailarinas de la Ópera y aplicó con sus manos patricias un púdico emplasto en el centro de todas las estatuas. El señor vizconde Sosthène de La Rochefoucauld ha quedado superado. El pudor se ha perfeccionado mucho desde aquel entonces, y ahora alcanza refinamientos que ni siquiera él hubiese imaginado.


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376 págs. / 10 horas, 59 minutos / 222 visitas.

Publicado el 20 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

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Théophile Gautier


Novela corta


I

Nadie podía comprender la enfermedad que minaba lentamente a Octave de Saville. No guardaba cama y llevaba un tren de vida normal; jamás una queja salía de sus labios, y sin embargo se desmejoraba a ojos vistas. Examinado por los médicos que le obligaba a consultar la solicitud de sus parientes y amigos, no acusaba dolencia concreta alguna, y la ciencia no descubría en él ningún síntoma alarmante: su pecho, al ser auscultado, emitía un sonido normal, y el oído aplicado a su corazón apenas sorprendía algún latido demasiado lento o demasiado precipitado; no tosía, no tenía fiebre, pero la vida se alejaba de él y huía por una de esas rendijas invisibles de que el hombre está lleno, según Terencio.

A veces un extraño síncope le hacía palidecer y quedarse frío como el mármol. Durante uno o dos minutos se le podía creer muerto; luego su mecanismo de relojería, detenido por un dedo misterioso, recobraba, ya sin obstáculo que lo impidiera, su movimiento y Octave parecía despertar de un sueño. Le mandaron a tomar las aguas; pero las ninfas termales no pudieron hacer nada por él. Un viaje que hizo a Nápoles no produjo mejores resultados. Su hermoso y famoso sol le había parecido negro como el del grabado de Alberto Durero; el murciélago que lleva escrita en su ala esta palabra: melancolía, azotaba aquel resplandeciente cielo azul con sus polvorientas membranas y revoloteaba entre la luz y él; se le heló el corazón en el muelle de la Mergellina, donde los lazzaroni medio desnudos se tuestan y dan a su piel una pátina de bronce.

Entonces volvió a su pequeño apartamento de la calle Saint-Lazare y recuperó, aparentemente, sus antiguas costumbres.


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101 págs. / 2 horas, 57 minutos / 207 visitas.

Publicado el 20 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Dos Actores Para un Papel

Théophile Gautier


Cuento


I. UNA CITA EN EL JARDÍN IMPERIAL

Eran los últimos días de noviembre: el Jardín imperial de Viena estaba desierto, un aire cortante arremolinaba las hojas color azafrán, secas a causa de los primeros fríos; los rosales de los arriates, castigados y rotos por el viento, arrastraban su ramaje por el barro. Sin embargo el gran paseo, gracias a la arena que lo recubre, estaba seco y practicable. Aunque devastado por la proximidad del invierno, el Jardín imperial no carecía de un cierto encanto melancólico. El largo paseo prolongaba hasta muy lejos sus arcos rojizos, dejando adivinar confusamente al fondo un horizonte de colinas ya invadidas por los vapores azulados y la bruma de la noche; más allá, la vista se extendía sobre el Prater y el Danubio; era un lugar muy a propósito para un poeta.

Un joven, con señales visibles de impaciencia, iba y venía por el paseo; su atuendo, de una elegancia un poco teatral, consistía en una levita de terciopelo negro con galones de oro ribeteada de piel, pantalones grises de punto, botas suaves de borlas, que llegaban hasta media pierna. Podía tener de veintisiete a veintiocho años; sus rasgos pálidos y regulares estaban llenos de delicadeza, y la ironía se ocultaba en los pliegues de sus ojos y las comisuras de su boca; en la Universidad, de la que parecía recién salido, porque todavía llevaba la gorra con hojas de roble de los estudiantes, debía haber dado mucha guerra a los filisteos y brillado en la primera fila de los veteranos y los novatos.

El pequeñísimo espacio en el que circunscribía su paseo demostraba que estaba esperando a alguno o más bien a alguna, porque el Jardín imperial de Viena, en el mes de noviembre, no es muy adecuado para las citas de negocios.


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9 págs. / 17 minutos / 78 visitas.

Publicado el 20 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

El Club del Hachís

Théophile Gautier


Cuento


I. EL HOTEL PIMODAN

Una noche de diciembre, obedeciendo a una misteriosa convocatoria redactada en enigmáticos términos sólo comprensibles para los afiliados e ininteligibles para los demás, llegué a un barrio lejano, especie de oasis de soledad en el centro de París, al que el río, que lo rodea con ambos brazos, parece defender contra las intrusiones de la civilización, porque era en una vieja casa de la isla de Saint-Louis, el hotel Pimodan, construido por Lauzun, donde el extraño club al que yo pertenecía desde hacía poco tenía sus sesiones mensuales y a donde iba a asistir por primera vez.

Aunque apenas eran las seis, era completamente de noche.

La bruma, más espesa aún por la proximidad del Sena, difuminaba todos los objetos en una especie de guata desgarrada y agujereada por el cerco rojizo de las farolas y los hilillos de luz que se escapaban de las ventanas iluminadas.

El pavimento, inundado de lluvia, brillaba bajo las farolas como el agua que refleja la luz; un viento desapacible, cargado de partículas heladas, azotaba la cara y sus guturales silbidos constituían el alto de una sinfonía cuyas enormes olas al romperse en los arcos de los puentes hacían el bajo: a aquella noche no le faltaban ninguna de las rigurosas poesías del invierno.

Resultaba difícil, a lo largo de aquel muelle desierto, distinguir entre la masa de edificios oscuros, la casa que buscaba; sin embargo mi cochero, irguiéndose sobre su asiento, consiguió leer en una placa de mármol el nombre borroso del viejo hotel, lugar de reunión de los adeptos.

Levanté el aldabón esculpido, pues el uso de los timbres con botón de cobre todavía no se había introducido en esos apartados lugares, y oí varias veces cómo el tirador chirriaba sin éxito; por fin, cediendo a un impulso más vigoroso, el viejo pestillo roñoso se abrió, y la puerta de madera maciza pudo girar sobre sus goznes.


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19 págs. / 34 minutos / 277 visitas.

Publicado el 20 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Jettatura

Théophile Gautier


Novela corta


I

El Leopoldo, magnífico barco de vapor toscano que hace el trayecto de Marsella a Nápoles, acababa de doblar la punta de Procida. Todos los pasajeros estaban en el puente, curados del mal de mar ante la vista de la tierra, remedio más eficaz que los dulces de Malta y otras recetas utilizadas en tales casos.


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99 págs. / 2 horas, 53 minutos / 120 visitas.

Publicado el 20 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Cafetera

Théophile Gautier


Cuento


Cuento fantástico

I

El año pasado me invitaron, junto a dos de mis compañeros de trabajo, Arrigo Cohic y Pedrino Borgnioli, a pasar unos días en un lugar remoto de Normandía.

El tiempo que, cuando nos pusimos en marcha, prometía ser excelente, cambió de repente, y cayó tanta lluvia, que los tortuosos caminos por los que avanzábamos eran como el lecho de un torrente.

Nos hundimos en el cieno hasta las rodillas, una capa espesa de tierra resbaladiza se pegó a la suela de nuestras botas, y su peso aminoró de tal modo nuestros pasos, que llegamos a nuestro lugar de destino una hora después de la puesta del sol.

Estábamos agotados; así es que nuestro anfitrión, al comprobar los esfuerzos que hacíamos para reprimir los bostezos y mantener los ojos abiertos, una vez que hubimos cenado, mandó que nos condujeran a cada uno a nuestra habitación.

La mía era muy amplia; sentí, al entrar en ella, como un estremecimiento febril, porque me pareció que entraba en un mundo nuevo.

Realmente, uno podía creerse en tiempos de la Regencia, viendo los dinteles de Boucher que representaban las cuatro Estaciones, los muebles de estilo rococó del peor gusto, y los marcos de los espejos torpemente tallados.

Nada estaba desordenado. El tocador cubierto de estuches de peines, de borlas para los polvos, parecía haber sido utilizado la víspera. Dos o tres vestidos de colores tornasolados, un abanico sembrado de lentejuelas de plata alfombraban el entarimado bien encerado y, ante mi gran asombro, una tabaquera de concha, abierta sobre la chimenea, estaba llena de tabaco todavía fresco.


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7 págs. / 13 minutos / 239 visitas.

Publicado el 20 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Ónfala

Théophile Gautier


Cuento


Historia rococó

Mi tío, el caballero de T***, vivía en una pequeña casa que daba por un lado a la triste calle de Tournelles y por el otro al triste boulevard Saint-Antoine. Entre el boulevard y el cuerpo de la vivienda, viejos arbustos, devorados por los insectos y el musgo, estiraban lamentablemente sus brazos descarnados al fondo de una especie de cloaca encajada entre negras y altas murallas. Algunas pobres flores marchitas doblaban lánguidamente la cabeza como muchachas tísicas, esperando que un rayo de sol fuera a secar sus hojas medio podridas. Los hierbajos habían irrumpido en los senderos, que se reconocían con dificultad, pues hacía mucho tiempo que el rastrillo no había pasado por ellos. Uno o dos peces rojos flotaban más que nadaban en un estanque cubierto de lentejas de agua y de plantas de pantano.

Mi tío llamaba a eso su jardín.

En el jardín de mi tío, aparte de las bellezas que acabamos de describir, había un pabellón bastante desapacible, al que, sin duda por antífrasis, le había dado el nombre de Delicias. Se hallaba en un estado de completa degradación. Las paredes estaban combadas; grandes placas de argamasa se habían desprendido y yacían por la tierra entre las ortigas y la avena loca; un moho pútrido verdeaba las partes inferiores; la madera de los postigos y de las puertas se había dilatado, y ya no cerraban o lo hacían muy mal. Una especie de enorme puchero de resplandecientes efluvios formaba la decoración de la entrada principal; porque en tiempos de Luis XV, época de la construcción de las Delicias, había siempre, por precaución, dos entradas. Óvolos, hojas esculpidas y volutas recargaban la cornisa totalmente arrasada por la infiltración de las aguas pluviales. En resumen, las Delicias de mi tío el caballero de T*** era una construcción lamentable.


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10 págs. / 17 minutos / 72 visitas.

Publicado el 20 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

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