I
Nadie podía comprender la enfermedad que minaba
lentamente a Octave de Saville. No guardaba cama y llevaba un tren de
vida normal; jamás una queja salía de sus labios, y sin embargo se
desmejoraba a ojos vistas. Examinado por los médicos que le obligaba a
consultar la solicitud de sus parientes y amigos, no acusaba dolencia
concreta alguna, y la ciencia no descubría en él ningún síntoma
alarmante: su pecho, al ser auscultado, emitía un sonido normal, y el
oído aplicado a su corazón apenas sorprendía algún latido demasiado
lento o demasiado precipitado; no tosía, no tenía fiebre, pero la vida
se alejaba de él y huía por una de esas rendijas invisibles de que el
hombre está lleno, según Terencio.
A veces un extraño síncope le hacía palidecer y quedarse frío como
el mármol. Durante uno o dos minutos se le podía creer muerto; luego su
mecanismo de relojería, detenido por un dedo misterioso, recobraba, ya
sin obstáculo que lo impidiera, su movimiento y Octave parecía despertar
de un sueño. Le mandaron a tomar las aguas; pero las ninfas termales no
pudieron hacer nada por él. Un viaje que hizo a Nápoles no produjo
mejores resultados. Su hermoso y famoso sol le había parecido negro como
el del grabado de Alberto Durero; el murciélago que lleva escrita en su
ala esta palabra: melancolía, azotaba aquel resplandeciente
cielo azul con sus polvorientas membranas y revoloteaba entre la luz y
él; se le heló el corazón en el muelle de la Mergellina, donde los lazzaroni medio desnudos se tuestan y dan a su piel una pátina de bronce.
Entonces volvió a su pequeño apartamento de la calle Saint-Lazare y recuperó, aparentemente, sus antiguas costumbres.
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