I. EL HOTEL PIMODAN
Una noche de diciembre, obedeciendo a una
misteriosa convocatoria redactada en enigmáticos términos sólo
comprensibles para los afiliados e ininteligibles para los demás, llegué
a un barrio lejano, especie de oasis de soledad en el centro de París,
al que el río, que lo rodea con ambos brazos, parece defender contra las
intrusiones de la civilización, porque era en una vieja casa de la isla
de Saint-Louis, el hotel Pimodan, construido por Lauzun, donde el
extraño club al que yo pertenecía desde hacía poco tenía sus sesiones
mensuales y a donde iba a asistir por primera vez.
Aunque apenas eran las seis, era completamente de noche.
La bruma, más espesa aún por la proximidad del Sena, difuminaba
todos los objetos en una especie de guata desgarrada y agujereada por el
cerco rojizo de las farolas y los hilillos de luz que se escapaban de
las ventanas iluminadas.
El pavimento, inundado de lluvia, brillaba bajo las farolas como el
agua que refleja la luz; un viento desapacible, cargado de partículas
heladas, azotaba la cara y sus guturales silbidos constituían el alto de
una sinfonía cuyas enormes olas al romperse en los arcos de los puentes
hacían el bajo: a aquella noche no le faltaban ninguna de las rigurosas
poesías del invierno.
Resultaba difícil, a lo largo de aquel muelle desierto, distinguir
entre la masa de edificios oscuros, la casa que buscaba; sin embargo mi
cochero, irguiéndose sobre su asiento, consiguió leer en una placa de
mármol el nombre borroso del viejo hotel, lugar de reunión de los
adeptos.
Levanté el aldabón esculpido, pues el uso de los timbres con botón
de cobre todavía no se había introducido en esos apartados lugares, y oí
varias veces cómo el tirador chirriaba sin éxito; por fin, cediendo a
un impulso más vigoroso, el viejo pestillo roñoso se abrió, y la puerta
de madera maciza pudo girar sobre sus goznes.
Información texto 'El Club del Hachís'