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autor: Théophile Gautier


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Arria Marcella, Recuerdo de Pompeya

Théophile Gautier


Cuento


Tres jóvenes, tres amigos que habían viajado juntos a Italia, visitaban el año pasado el museo Studii de Nápoles donde se hallan reunidos los diversos objetos antiguos exhumados de las excavaciones de Pompeya y Herculano.

Se habían dividido a través de las salas y contemplaban los mosaicos, los bronces, los frescos de las paredes de la ciudad muerta, según les dictaba su capricho, y cuando uno de ellos había hecho un descubrimiento curioso, llamaba a sus compañeros con gritos de alegría, escandalizando a los taciturnos ingleses y a los tranquilos burgueses dedicados a hojear su catálogo.

Pero el más joven de los tres, detenido ante una vitrina, parecía no oír las exclamaciones de sus amigos, absorto como estaba en una contemplación profunda. Lo que examinaba con tanta atención, era un fragmento de ceniza negra solidificada que tenía una forma especial: era como un pedazo de molde de estatua roto por la fundición; la mirada experta de un artista hubiera reconocido fácilmente la silueta de un seno admirable y de un costado de estilo tan puro como el de una estatua griega. Se sabe, y la más sencilla guía del viajero lo indica, que la lava, endurecida alrededor del cuerpo de una mujer, ha conservado su maravilloso contorno, Gracias al capricho de la erupción que destruyó cuatro ciudades, aquella noble forma, reducida a polvo desde hace casi dos mil años, ha llegado hasta nosotros; la curva de una garganta ha atravesado los siglos cuando tantos imperios desaparecidos no han dejado ni rastro… Aquel sello de belleza, puesto por el azar sobre la escoria de un volcán, no se ha borrado.

Al ver que se obstinaba en su contemplación, los dos amigos de Octavien se dirigieron hacia él, y Max, tocándole en el hombro, le hizo estremecerse como a un hombre sorprendido en su secreto. Evidentemente Octavien no había oído llegar a Max ni a Fabio.


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34 págs. / 59 minutos / 317 visitas.

Publicado el 20 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Cafetera

Théophile Gautier


Cuento


Cuento fantástico

I

El año pasado me invitaron, junto a dos de mis compañeros de trabajo, Arrigo Cohic y Pedrino Borgnioli, a pasar unos días en un lugar remoto de Normandía.

El tiempo que, cuando nos pusimos en marcha, prometía ser excelente, cambió de repente, y cayó tanta lluvia, que los tortuosos caminos por los que avanzábamos eran como el lecho de un torrente.

Nos hundimos en el cieno hasta las rodillas, una capa espesa de tierra resbaladiza se pegó a la suela de nuestras botas, y su peso aminoró de tal modo nuestros pasos, que llegamos a nuestro lugar de destino una hora después de la puesta del sol.

Estábamos agotados; así es que nuestro anfitrión, al comprobar los esfuerzos que hacíamos para reprimir los bostezos y mantener los ojos abiertos, una vez que hubimos cenado, mandó que nos condujeran a cada uno a nuestra habitación.

La mía era muy amplia; sentí, al entrar en ella, como un estremecimiento febril, porque me pareció que entraba en un mundo nuevo.

Realmente, uno podía creerse en tiempos de la Regencia, viendo los dinteles de Boucher que representaban las cuatro Estaciones, los muebles de estilo rococó del peor gusto, y los marcos de los espejos torpemente tallados.

Nada estaba desordenado. El tocador cubierto de estuches de peines, de borlas para los polvos, parecía haber sido utilizado la víspera. Dos o tres vestidos de colores tornasolados, un abanico sembrado de lentejuelas de plata alfombraban el entarimado bien encerado y, ante mi gran asombro, una tabaquera de concha, abierta sobre la chimenea, estaba llena de tabaco todavía fresco.


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7 págs. / 13 minutos / 239 visitas.

Publicado el 20 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Mademoiselle de Maupin

Théophile Gautier


Novela


PREFACIO DEL AUTOR

Una de las cosas más burlescas de la gloriosa época en que tenemos la suerte de vivir es, sin lugar a dudas, la incontestable rehabilitación de la virtud emprendida por todos los periódicos, sean del color que fueren: rojo, verde o tricolor.

La virtud es, con certeza, algo muy respetable, y no es nuestra intención faltarle. ¡Dios nos libre! ¡La buena y digna señora! Encontramos cierto brillo en sus ojos a través de los impertinentes, que lleva las medias bien puestas, que toma el tabaco de su cajita de oro con toda la gracia imaginable y que su caniche hace las reverencias como un maestro de baile. Así la vemos. Hasta estamos de acuerdo en que no está tan mal para su edad y lleva sus años de un modo inmejorable. Es una abuela muy agradable, pero una abuela. Me parece natural que se prefiera, sobre todo si se tienen veinte años, alguna pequeña inmoralidad ligera, pimpante, coqueta, buena chica, con cabello mal rizado, la falda más corta que larga, el pie y el ojo impacientes, la mejilla ligeramente encendida, la risa en la boca y el corazón en la mano. Los periodistas más monstruosamente virtuosos no sabrían pronunciarse de manera diferente, y si dicen lo contrario es muy probable que no lo piensen. Pensar una cosa y escribir otra es algo que sucede todos los días, sobre todo entre gente virtuosa.

Me acuerdo de las pullas lanzadas antes de la revolución (me refiero a la de julio) contra aquel desdichado y virginal vizconde Sosthène de La Rochefoucauld, que tuvo la ocurrencia de alargar los vestidos de las bailarinas de la Ópera y aplicó con sus manos patricias un púdico emplasto en el centro de todas las estatuas. El señor vizconde Sosthène de La Rochefoucauld ha quedado superado. El pudor se ha perfeccionado mucho desde aquel entonces, y ahora alcanza refinamientos que ni siquiera él hubiese imaginado.


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376 págs. / 10 horas, 59 minutos / 226 visitas.

Publicado el 20 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

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Théophile Gautier


Novela corta


I

Nadie podía comprender la enfermedad que minaba lentamente a Octave de Saville. No guardaba cama y llevaba un tren de vida normal; jamás una queja salía de sus labios, y sin embargo se desmejoraba a ojos vistas. Examinado por los médicos que le obligaba a consultar la solicitud de sus parientes y amigos, no acusaba dolencia concreta alguna, y la ciencia no descubría en él ningún síntoma alarmante: su pecho, al ser auscultado, emitía un sonido normal, y el oído aplicado a su corazón apenas sorprendía algún latido demasiado lento o demasiado precipitado; no tosía, no tenía fiebre, pero la vida se alejaba de él y huía por una de esas rendijas invisibles de que el hombre está lleno, según Terencio.

A veces un extraño síncope le hacía palidecer y quedarse frío como el mármol. Durante uno o dos minutos se le podía creer muerto; luego su mecanismo de relojería, detenido por un dedo misterioso, recobraba, ya sin obstáculo que lo impidiera, su movimiento y Octave parecía despertar de un sueño. Le mandaron a tomar las aguas; pero las ninfas termales no pudieron hacer nada por él. Un viaje que hizo a Nápoles no produjo mejores resultados. Su hermoso y famoso sol le había parecido negro como el del grabado de Alberto Durero; el murciélago que lleva escrita en su ala esta palabra: melancolía, azotaba aquel resplandeciente cielo azul con sus polvorientas membranas y revoloteaba entre la luz y él; se le heló el corazón en el muelle de la Mergellina, donde los lazzaroni medio desnudos se tuestan y dan a su piel una pátina de bronce.

Entonces volvió a su pequeño apartamento de la calle Saint-Lazare y recuperó, aparentemente, sus antiguas costumbres.


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101 págs. / 2 horas, 57 minutos / 210 visitas.

Publicado el 20 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

El Club del Hachís

Théophile Gautier


Cuento


I. EL HOTEL PIMODAN

Una noche de diciembre, obedeciendo a una misteriosa convocatoria redactada en enigmáticos términos sólo comprensibles para los afiliados e ininteligibles para los demás, llegué a un barrio lejano, especie de oasis de soledad en el centro de París, al que el río, que lo rodea con ambos brazos, parece defender contra las intrusiones de la civilización, porque era en una vieja casa de la isla de Saint-Louis, el hotel Pimodan, construido por Lauzun, donde el extraño club al que yo pertenecía desde hacía poco tenía sus sesiones mensuales y a donde iba a asistir por primera vez.

Aunque apenas eran las seis, era completamente de noche.

La bruma, más espesa aún por la proximidad del Sena, difuminaba todos los objetos en una especie de guata desgarrada y agujereada por el cerco rojizo de las farolas y los hilillos de luz que se escapaban de las ventanas iluminadas.

El pavimento, inundado de lluvia, brillaba bajo las farolas como el agua que refleja la luz; un viento desapacible, cargado de partículas heladas, azotaba la cara y sus guturales silbidos constituían el alto de una sinfonía cuyas enormes olas al romperse en los arcos de los puentes hacían el bajo: a aquella noche no le faltaban ninguna de las rigurosas poesías del invierno.

Resultaba difícil, a lo largo de aquel muelle desierto, distinguir entre la masa de edificios oscuros, la casa que buscaba; sin embargo mi cochero, irguiéndose sobre su asiento, consiguió leer en una placa de mármol el nombre borroso del viejo hotel, lugar de reunión de los adeptos.

Levanté el aldabón esculpido, pues el uso de los timbres con botón de cobre todavía no se había introducido en esos apartados lugares, y oí varias veces cómo el tirador chirriaba sin éxito; por fin, cediendo a un impulso más vigoroso, el viejo pestillo roñoso se abrió, y la puerta de madera maciza pudo girar sobre sus goznes.


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19 págs. / 34 minutos / 280 visitas.

Publicado el 20 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Muerta Enamorada

Théophile Gautier


Cuento


Me preguntas, hermano, si he amado; sí. Es una historia singular y terrible, y, a pesar de mis sesenta y seis años, apenas me atrevo a remover las cenizas de este recuerdo. No quiero negarte nada, pero no referiría una historia semejante a otra persona menos experimentada que tú. Se trata de acontecimientos tan extraordinarios que apenas puedo creer que hayan sucedido. Fui, durante más de tres años, el juguete de una ilusión singular y diabólica. Yo, un pobre cura rural, he llevado todas las noches en sueños (quiera Dios que fuera un sueño) una vida de condenado, una vida mundana y de Sardanápalo. Una sola mirada demasiado complaciente a una mujer pudo causar la perdición de mi alma; pero, con la ayuda de Dios y de mi santo patrón, pude desterrar al malvado espíritu que se había apoderado de mí. Mi vida se había complicado con una vida nocturna completamente diferente. Durante el día yo era un sacerdote del Señor, casto, ocupado en la oración y en las cosas santas. Durante la noche, en el momento en que cerraba los ojos, me convertía en un joven caballero, experto en mujeres, perros y caballos, jugador de dados, bebedor y blasfemo. Y cuando, al llegar el alba, me despertaba, me parecía lo contrario, que me dormía y soñaba que era sacerdote. Me han quedado recuerdos de objetos y palabras de esta vida sonámbula, de los que no puedo defenderme y, a pesar de no haber salido nunca de mi parroquia, se diría al oírme que soy más bien un hombre que lo ha probado todo, y que, desengañado del mundo, ha entrado en religión queriendo terminar en el seno de Dios días tan agitados, que un humilde seminarista que ha envejecido en una ignorada casa de cura, en medio del bosque y sin ninguna relación con las cosas del siglo.

Sí, he amado como no ha amado nadie en el mundo, con un amor insensato y violento, tan violento que me asombra que no haya hecho estallar mi corazón. ¡Oh, qué noches! ¡Qué noches!


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34 págs. / 59 minutos / 191 visitas.

Publicado el 20 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Novela de la Momia

Théophile Gautier


Novela


Señor Ernest Feydeau

Le dedico este libro, que por derecho le pertenece; al permitirme acceder a su erudición y a su biblioteca, me ha hecho creer usted que yo era sabio y que conocía el antiguo Egipto lo bastante para poder describirlo; siguiendo sus pasos, me he paseado por los templos, los palacios, los hipogeos, por la ciudad de los vivos y la ciudad de los muertos; usted levantó ante mí el velo de la misteriosa Isis y resucitó una gigantesca civilización desaparecida. La historia es suya, la novela mía; sólo he tenido que engastar con mi estilo, como con el cemento de un mosaico, las piedras preciosas que usted me proporcionó.

Th. G

Prólogo

—Tengo el presentimiento de que encontraremos en el valle de Biban al-Moluk una tumba inviolada —decía a un joven inglés de porte aristocrático un personaje mucho más humilde, mientras secaba con un gran pañuelo a cuadros azules su frente calva perlada de gotas de sudor, lo que hacía que pareciese una vasija de arcilla de Tebas a la que hubiesen llenado de agua.

—Que Osiris le oiga —respondió al doctor alemán el joven lord—. Es una invocación que podemos permitirnos delante de la antigua Diospolis Magna; pero son ya muchas las veces en que acabamos frustrados; los ladrones de tumbas siempre se nos han adelantado.

—Una tumba que no haya sido excavada ni por los reyes pastores, ni por los medos de Cambises, ni por los griegos, ni por los romanos, ni por los árabes, y que reserve para nosotros sus riquezas intactas y su misterio —continuó el sabio con un entusiasmo que hacía relucir sus pupilas detrás de los cristales azules de sus gafas.

—Y sobre la que usted publicará un artículo erudito que le situará en la ciencia de la arqueología a la altura de Champollion, de Rosellini, de Wilkinson, de Lepsius y de Belzoni —dijo el joven lord.


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182 págs. / 5 horas, 19 minutos / 275 visitas.

Publicado el 20 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

El Pie de la Momia

Théophile Gautier


Cuento


No tenía otra cosa que hacer y entré en la tienda de uno de esos comerciantes de curiosidades llamados comerciantes de bric-à-brac en el argot parisino, cosa perfectamente ininteligible en el resto de Francia.

Sin duda habéis echado un vistazo, a través de los cristales, en alguna de esas tiendas tan numerosas desde que está de moda comprar muebles antiguos, pues el más insignificante agente de cambio y bolsa se cree obligado a tener una habitación de estilo medieval.

Son algo así como una mezcla del taller del chatarrero, el almacén del tapicero, el laboratorio del alquimista y el estudio del pintor; en esos misteriosos antros donde los postigos filtran una prudente media luz lo más notoriamente antiguo es el polvo; allí las telarañas son más auténticas que los encajes, y el viejo peral más joven que la caoba llegada ayer de América.

La tienda del vendedor de baratillo era un verdadero Cafarnaúm; todos los siglos y todos los países parecían haberse dado cita allí; una lámpara etrusca de barro rojo descansaba sobre un armario de Boule de madera de ébano severamente listada de filamentos de cobre; un canapé de la época de Luis XV estiraba lánguidamente sus patas de ciervo bajo una sólida mesa del reinado de Luis XIII, de pesadas espirales de madera de roble, con relieves de follaje y quimeras entremezclados.

Una armadura damasquinada de Milán hacía resplandecer en un rincón el vientre encintado de su coraza; amorcillos y ninfas de porcelana, figuras de China, cornetas de celedón y cerámica, tazas de Sajorna y de Sévres abarrotaban las estanterías y los rincones.

En las repisas denticuladas de los aparadores, brillaban inmensos platos de Japón, de dibujos rojos y azules, sombreados con trazos de oro, al lado de esmaltes de Bernard Palissy, que representaban culebras, ranas y lagartos en relieve.


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12 págs. / 22 minutos / 422 visitas.

Publicado el 20 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Jettatura

Théophile Gautier


Novela corta


I

El Leopoldo, magnífico barco de vapor toscano que hace el trayecto de Marsella a Nápoles, acababa de doblar la punta de Procida. Todos los pasajeros estaban en el puente, curados del mal de mar ante la vista de la tierra, remedio más eficaz que los dulces de Malta y otras recetas utilizadas en tales casos.


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99 págs. / 2 horas, 53 minutos / 120 visitas.

Publicado el 20 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Pipa de Opio

Théophile Gautier


Cuento


El otro día, encontré a mi amigo Alphonse Karr sentado en su diván, con una vela encendida, aunque era pleno día, y en la mano, un tubo de madera de cerezo provisto de un hongo de porcelana en el que echaba una especie de pasta oscura parecida al lacre; la pasta ardía y chisporroteaba en la chimenea del hongo, y él aspiraba por una pequeña boquilla de ámbar amarillo el humo que al instante se extendía por la habitación con un vago olor a perfume oriental.

Cogí, sin decir nada, el aparato de las manos de mi amigo, y acerqué mis labios a uno de sus extremos; después de varias bocanadas, experimenté una especie de agradable aturdimiento, que se parecía bastante a las sensaciones de la primera borrachera.

Como aquel día no estaba de humor y no tenía tiempo para embriagarme, colgué la pipa de un clavo y bajamos al jardín, a ver las dalias y a jugar un poco con Schutz, dichoso animal que no tiene otra función que la de ser negro sobre una alfombra de verde césped.

Regresé a mi casa, cené y fui al teatro a soportar no sé qué obra. Luego volví y me acosté, porque hay que alcanzar y hacer, mediante la muerte de unas horas, el aprendizaje de la muerte definitiva.

El opio que había fumado, lejos de producir el efecto de somnolencia que esperaba, me sumió en agitaciones nerviosas como si hubiera tomado enormes cantidades de café, y daba vueltas en la cama como una carpa sobre una parrilla o un pollo en un asador, produciendo un perpetuo balanceo de mantas, ante el gran descontento de mi gato que estaba acurrucado en una esquina del edredón.

Por fin el sueño, largo rato esperado, cubrió mis pupilas con su polvo de oro y mis ojos se volvieron cálidos y pesados; me dormí.

Después de una o dos horas completamente inmóviles y negras, tuve un sueño.

Es el siguiente:


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8 págs. / 15 minutos / 106 visitas.

Publicado el 20 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

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