El amor y la muerte
Con gran frecuencia ocurren los llamados crímenes de amor. Relatan
los periódicos casi a diario sucesos dramáticos, en los que hiere la
mano a impulso de los celos; describen suicidios, en los cuales una vida
se suprime fríamente, abandonando las filas humanas por miedo a la
soledad, después de las dulzuras del idilio, por el desesperado
convencimiento de que ya no podrá marchar sintiendo el contacto de la
carne amada, roce embriagador que mantiene lo que algunos filósofos
llaman estado de ilusión y ayuda a soportar la monotonía de la
existencia.
¡El Amor y la Muerte!… Nada tan antitético, tan opuesto, y, sin
embargo, los dos caminan juntos, en estrecho maridaje, desde los
primeros siglos de la Humanidad, tirando uno del otro, cual inseparables
cónyuges, como marchan a través del tiempo la noche y el día, el
invierno y la primavera, el dolor y el placer, no pudiendo existir el
uno sin el otro.
«Te amo más que a mi vida», dice el jovenzuelo, despreciando su
existencia, apenas formula los primeros juramentos de amor.. «¡Morir!,
¡morir por tí!», murmura el hombre junto a una oreja sonrosada, cuando,
agotadas las frases de adoración, se esfuerza por concentrar en una
definitiva y suprema frase todo su apasionamiento. «¡No volver a la
vida! ¡Quedar así por siempre!», suspiran los enamorados, mirándose en
el fondo de los ojos, mientras corre por sus nervios el estremecimiento
del más dulce de los calofríos; y este deseo de anularse, de no
despertar jamás del grato nirvana, surge inevitablemente, como si el
amor sólo pudiera crecer y esparcirse a costa de la vida.
Tal vez reconoce su fragilidad, y adivinando que puede desvanecerse
antes que acabe la existencia de los enamorados, implora, por instinto
de conservación, el auxilio de la muerte.
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