A las dos de la mañana llamaron a la puerta de la barraca.
—¡Antonio! ¡Antonio!
Y Antonio saltó de la cama. Era su compadre, el compañero de pesca, que le avisaba para hacerse a la mar.
Había dormido poco aquella noche. A las once todavía charlaba con
Rufina, su pobre mujer, que se revolvía inquieta en la cama, hablando de
los negocios. No podían marchar peor. ¡Vaya un verano!
En el anterior, los atunes habían corrido el Mediterráneo en bandadas
interminables. El día que menos, se mataban doscientas o trescientas
arrobas; el dinero circulaba como una bendición de Dios, y los que, como
Antonio, guardaron buena conducta e hicieron sus ahorrillos, se
emanciparon de la condición de simples marineros, comprándose una barca
para pescar por cuenta propia.
El puertecillo estaba lleno. Una verdadera flota lo ocupaba todas las
noches, sin espacio apenas para moverse; pero con el aumento de barcas
había venido la carencia de pesca.
Las redes sólo sacaban algas o pez menudo, morralla de la que se
deshace en la sartén. Los atunes habían tomado este año otro camino, y
nadie conseguía izar uno sobre su barca.
Rufina estaba aterrada por esta situación. No había dinero en casa:
debían en el homo y en la tienda, y el señor Tomás, un patrón retirado,
dueño del pueblo por sus judiadas, los amenazaba continuamente si no
entregaban algo de los cincuenta duros con
intereses que le había prestado para la terminación de aquella barca tan
esbelta y tan velera que consumió todos sus ahorros.
Antonio, mientras se vestía, despertó a su hijo, un grumete de nueve
años que le acompañaba en la pesca y hacía el trabajo de un hombre.
—A ver si hoy tenéis más fortuna —murmuró la mujer desde la cama—.
En la cocina encontraréis el capazo de las provisiones... Ayer ya no
querían fiarme en la tienda. ¡Ay, Señor, y qué oficio tan perro!
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