I
Cuando Alejandro se despertó tuvo un ligero sobresalto.
Abrió los ojos, incorporóse sobre la cama y contempló con asombro aquella estancia que le era desconocida.
Poco a poco la realidad fué disipando las nieblas que el sueño habla
amontonado sobre su cerebro, y conoció que ya no se hallaba en el tren,
sino en el cuarto de la modesta posada.
Su cuerpo se hallaba todavía resentido por el largo viaje, y en sus
oídos zumbaban el ronco silbido de la locomotora, el trepidar de los
vagones, los chasquidos de las ruedas y el murmullo producido por las
insulsas conversaciones de los compañeros de viaje.
Su mirada soñolienta y nublada paseóse rápidamente por todos los rincones del mezquino cuarto.
Alejandro, la noche anterior, no había tenido tiempo para fijarse en
aquel, pues apenas se encontró solo tendióse rendido sobre la cama, y a
los pocos momentos fué presa del sueño.
La habitación que ocupaba el joven no se diferenciaba en nada de las de todas las posadas rusas.
El techo, el pavimento y las paredes eran de madera reforzada con
argamasa, y la estancia sólo recibía la luz a través de una irregular y
mezquina ventana con vidrieras compuestas de cristales de diferentes
colores.
Los muebles eran escasos y malos: una cama de álamo vieja y
desvencijada, dos taburetes de la misma madera, y un arcón lleno de
remiendos y clavos, que lo mismo podía servir para guardar objetos que
como mesa o confidente.
Las paredes estaban desnudas de todo adorno, y sólo en un rincón y
pegado con engrudo veíase el retrato del Czar grotescamente
pintarrajeado y envuelto en el tradicional manto imperial.
Todo este aspecto que presentaba la habitación lo abarcó Alejandro de una sola ojeada.
Después permaneció inmóvil sobre la cama, hasta que comprendiendo por
la luz que atravesaba las vidrieras que debía ser algo tarde, levantóse
de aquélla de un salto.
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