Textos más populares esta semana de Vicente Blasco Ibáñez disponibles | pág. 7

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autor: Vicente Blasco Ibáñez textos disponibles


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La Cigarra y la Hormiga

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Reverbera en las blancas fachadas el sol de las primeras horas de la tarde. Procuramos, en nuestros paseos por la plaza de un pequeño pueblo valenciano, no salirnos de las islas de sombra que trazan los plátanos sobre la tierra rojiza y ardiente.

Silencio de sueño, calma profunda de siesta veraniega. Los únicos que vivimos en este ambiente exuberante de luz somos mi amigo y yo, que conversamos bajo los árboles de la plaza, los niños que ganguean á gritos sus lecciones en la escuela próxima, siguiendo el venerable método morisco, y los enjambres de insectos que aletean, zumban y trepan en torno de los plátanos.

Calla de pronto el coro escolar, y por las ventanas abiertas llega hasta nosotros la voz de un niño, el más aplicado tal vez, que recita una fábula: La cigarra y la hormiga.

Como el griterío de una muchedumbre alborotada que contesta á ultrajantes alusiones, suena el chín-chín de numerosas cigarras moviendo sus cimbalillos entre las cortinas del follaje.

Mi amigo el naturalista se indigna mientras la voz infantil va desarrollando la acción de la conocida fábula, la cigarra imprevisora y alegre que canta sin pensar en el porvenir, y cuando llega el invierno, transida de frío y vacilante de hambre, va en busca de la hormiga para implorar un préstamo. El animal ordenado y económico, que tiene en torno los sacos llenos de cosecha y se prepara á invernar en opípara abundancia, no quiere oír la súplica de la bohemia y añade á su negativa la burla cruel: «¿No has pasado cantando el verano mientras yo trabajaba? Pues bien; ahora, baila.»


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Dominio público
6 págs. / 12 minutos / 123 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Sol de los Muertos

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

Cuando hablaban a Montalbo de su celebridad universal, el famoso escritor francés quedaba pensativo o sonreía melancólicamente.

¡La gloria!... Alguien la había sintetizado diciendo que es simplemente «un apellido que repiten muchas bocas». Un novelista admirado por Montalbo le daba otro título. La gloria era «el sol de los muertos».

Todos los hombres cuyo recuerdo guarda la Historia, célebres en vida y después de su muerte, o desconocidos mientras vivieron y elogiados cuando ya no podían oír sus alabanzas, perduraban, con una existencia inmaterial, bajo la luz de este sol que sólo alumbra a los que ya no tienen ojos para verlo.

Montalbo sentía un escalofrío de pavor al pensar en el astro que sólo existe para unos cuantos. Deseaba que iluminase muchos siglos su tumba. En realidad, todo lo que llevaba hecho era para conseguir esta distinción póstuma. Pero al mismo tiempo veía imaginariamente la gloria como una estrella roja y mate, de luz aguda y glacial, semejante a esos rayos descompuestos en los laboratorios, que deslumbran y no emiten ningún calor.

El sol de los muertos le hacía descubrir nuevos encantos en el vulgar sol de los vivos, astro que alumbra infinitas miserias, pero trae también en su curso impasible muchos días de corta felicidad. ¡Y pensar que por obtener un rayo de este sol de las tumbas los hombres crean interminables guerras, oprimen a sus semejantes, viven sordos y ciegos ante las magnificencias de la Naturaleza, y dan a la ambición el sitio del amor!...


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Dominio público
39 págs. / 1 hora, 8 minutos / 61 visitas.

Publicado el 18 de enero de 2022 por Edu Robsy.

El Lujo

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


—La tenía sobre mis rodillas —dijo el amigo Martínez—, y comenzaba a fatigarme la tibia pesadez de su cuerpo de buena moza.

Decoración... la de siempre en tales sitios. Espejos de empañada luna con nombres grabados, semejantes a las telarañas; divanes de terciopelo desteñido, con muelles que chillaban escandalosamente; la cama, con teatrales colgaduras, limpia y vulgar como una acera, impregnada de ese lejano olor de ajo de los cuerpos acariciados; y en las paredes, retratos de toreros, cromos baratos con púdicas señoritas oliendo una rosa o contemplando lánguidamente a un gallardo cazador.

Era el aparato escénico de la celda de preferencia en el convento del vicio; el gabinete elegante, reservado para los señores distinguidos; y ella, una muchachota dura, fornida, que parecía traer el puro aire de los montes a aquel pesado ambiente de casa cerrada, saturado de colonia barata, polvos de arroz y vaho de palanganas sucias.

Al hablarme acariciaba con infantil complacencia las cintas de su bata: una soberbia pieza de raso, de amarillo rabioso, algo estrecha para su cuerpo, y que yo recordaba haber visto meses antes sobre los fláccidos encantos de otra pupila muerta, según noticias, en el hospital.

¡Pobre muchacha! Estaba hecha un mamarracho: los duros y abundantes cabellos peinados a la griega con hilos de cuentas de vidrio; las mejillas lustrosas por el roclo del sudor, cubiertas de espesa capa de velutina; y como para revelar su origen, los brazos de hombruna robustez, morenos y duros, se escapaban de las amplias mangas de su vestidura de corista.

Al verme seguir con mirada atenta todos los detalles de su extravagante adorno creyóse objeto de admiración, y echó atrás su cabeza con petulante gesto.


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 61 visitas.

Publicado el 29 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Novelas de Amor y de Muerte

Vicente Blasco Ibáñez


Novela corta, colección


Al lector

De las seis novelas que recojo bajo este mismo título general, cinco son recientes, pues las escribí en el curso del año último. La sexta, El despertar del Buda, tiene más de treinta años de vida, pero creo que muy pocos de mis lectores la conocen. Casi resulta tan nueva como sus cinco hermanas ya mencionadas. Después de haberla escrito en 1896 y de aparecer en una modesta publicación de Valencia, no me he preocupado hasta ahora de darla al lector en una forma más durarera.

No significa esto que la haya olvidado durante tantos años. Precisamente el recuerdo de cómo la escribí va unido a uno de los períodos menos agradables y más novelescos de mi vida.

En el mencionado año de 1896 comparecí ante un Consejo de guerra reunido en Valencia para juzgarme. El fiscal militar pidió que me condenasen a catorce años de presidio. El Consejo rebajó dicha petición a cuatro años, y de ellos pasé encerrado catorce meses, hasta que me conmutaron la prisión por destierro, y el pueblo de Valencia suprimió este destierro eligiéndome diputado por primera vez.

Ya no existe el penal en que pasé los catorce meses. Era un convento viejo, situado en el centro de Valencia. Tenia capacidad para unos trescientos penados y éramos cerca de mil. Fácil es imaginarse lo que sería tal amontonamiento de carne humana, con sus hedores, sus miserias y sus rebeldías. Sólo una disciplina severísima hacía posible la existencia en esta cárcel angosta.


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Dominio público
214 págs. / 6 horas, 15 minutos / 50 visitas.

Publicado el 15 de mayo de 2024 por Edu Robsy.

El Último León

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Apenas se reunió la junta del respetable gremio de los blanquers en su capilla, inmediata a las torres de Serranos, el señor Vicente pidió la palabra. Era el más viejo de los curtidores de Valencia. Muchos maestros, siendo aprendices, lo habían conocido igual que ahora con su bigote blanco en forma de cepillo, la cara hecha un sol de arrugas, los ojos agresivos y una delgadez esquelética, como si todo el jugo de su vida se hubiese perdido en el diario remojón de los pies y los brazos en las tinas del curtido.

Él era el único representante de las glorias del gremio, el último superviviente de aquellos blanquers, honra de la historia valenciana. Los nietos de sus antiguos camaradas se habían pervertido con el progreso de los tiempos: eran dueños de grandes fábricas con centenares de obreros, pero se verían apurados si les obligaban a curtir una piel con sus manos blandas de comerciantes. Sólo él podía llamarse blanquer, trabajando diariamente en su casucha, cercana a la casa gremial; maestro y obrero a un tiempo, sin otros auxiliares que los hijos y los nietos; el taller a la antigua usanza, con un dulce ambiente de familia, sin amenazas de huelga ni disgustos por la cuantía del jornal.


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Dominio público
8 págs. / 14 minutos / 30 visitas.

Publicado el 29 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Sónnica la Cortesana

Vicente Blasco Ibáñez


Novela


Al lector

Esta obra la escribí en 1901, para completar con ella la serie de mis novelas que tienen por escenario la tierra valenciana.

Había publicado ya Arroz y tartana, Flor de Mayo, La barraca y Entre naranjos, que son la novela de la vida en la ciudad, de la vida en el mar, de la vida en la huerta y de la vida en los naranjales. Tenía entonces el proyecto de escribir Cañas y barro, y para ello estudiaba la existencia de los habitantes del lago de la Albufera. Pero antes de producir esta última obra sentí la imperiosa necesidad de resucitar el episodio más heroico de la historia de Valencia, sumiéndome para ello en el pasado, hasta llegar a los primeros albores de la vida nacional. Y abandonando la novela de costumbres contemporáneas, la descripción de lo que podía ver directamente con mis ojos, produje una obra de reconstrucción arqueológica más o menos fiel, una novela de remotas evocaciones.

Con esto realicé un deseo de mi adolescencia, cuando empezaba a sentir las primeras tentaciones de la creación novelesca.

Siendo estudiante, en vez de entrar en la Universidad huía de ella las más de las mañanas para vagar por los campos o por la orilla mediterránea, encontrando a esto mayor seducción que al conocimiento de las verdades muchas veces discutibles del Derecho. Al caminar por los senderos de la huerta valenciana se ve siempre en el horizonte, por encima de las arboledas, una colina roja que es la estribación más avanzada de la sierra de Espadán, el último peldaño de las montañas que se escalonan en descenso hasta el mar. Sobre su cumbre, como amarillentas y sutiles pinceladas, se columbran los muros de un vasto castillo. Allí está Sagunto.


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Dominio público
271 págs. / 7 horas, 55 minutos / 457 visitas.

Publicado el 7 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

El Papa del Mar

Vicente Blasco Ibáñez


Novela


Parte 1. La ciudad de las tres llaves

Capítulo 1. El Caballero Tannhauser

Ella dudó un instante mientras exploraba mentalmente su pasado. Luego se apresuró a decir sonriendo, como si le regocijasen sus propias palabras:

—Lo conozco. Usted es el caballero Tannhäuser, que tuvo amores con Venus.

Esto fue en el «Select Hotel» a las ocho de la noche. Claudio Borja, que la había observado de lejos durante la comida, abandonó su mesa para apostarse junto al hall, y al verla llegar preguntó en español:

—¿No es usted la señora de Pineda?… Tuve el honor de que me presentase en Madrid… Tal vez no se acuerda usted.

Pero ella no lo había olvidado, y después de reír unos instantes pareció pedirle perdón con sus ojos por esta alegría espontánea.

Los dos evocaron en su memoria cómo se habían visto por primera vez. Fue luego de una comida en casa del señor Bustamante, senador español que explotaba por vanidad personal las relaciones entre los pueblos hispanoamericanos.

Los comensales habían hablado en el salón de sus personajes predilectos en la literatura y en la Historia. Cada uno iba manifestando qué héroe hubiese querido ser.

Estela, la hija del dueño de la casa, joven de ademanes encogidos y voz tímida, sentía no haber sido la Ofelia de Shakespeare; su padre, el solemne don Arístides, dudaba entre Licurgo y el cardenal Jiménez de Cisneros; un viejo general optaba por Julio César.


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279 págs. / 8 horas, 9 minutos / 245 visitas.

Publicado el 10 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

En el Mar

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


A las dos de la mañana llamaron a la puerta de la barraca.

—¡Antonio! ¡Antonio!

Y Antonio saltó de la cama. Era su compadre, el compañero de pesca, que le avisaba para hacerse a la mar.

Había dormido poco aquella noche. A las once todavía charlaba con Rufina, su pobre mujer, que se revolvía inquieta en la cama, hablando de los negocios. No podían marchar peor. ¡Vaya un verano!

En el anterior, los atunes habían corrido el Mediterráneo en bandadas interminables. El día que menos, se mataban doscientas o trescientas arrobas; el dinero circulaba como una bendición de Dios, y los que, como Antonio, guardaron buena conducta e hicieron sus ahorrillos, se emanciparon de la condición de simples marineros, comprándose una barca para pescar por cuenta propia.

El puertecillo estaba lleno. Una verdadera flota lo ocupaba todas las noches, sin espacio apenas para moverse; pero con el aumento de barcas había venido la carencia de pesca.

Las redes sólo sacaban algas o pez menudo, morralla de la que se deshace en la sartén. Los atunes habían tomado este año otro camino, y nadie conseguía izar uno sobre su barca.

Rufina estaba aterrada por esta situación. No había dinero en casa: debían en el homo y en la tienda, y el señor Tomás, un patrón retirado, dueño del pueblo por sus judiadas, los amenazaba continuamente si no entregaban algo de los cincuenta duros con intereses que le había prestado para la terminación de aquella barca tan esbelta y tan velera que consumió todos sus ahorros.

Antonio, mientras se vestía, despertó a su hijo, un grumete de nueve años que le acompañaba en la pesca y hacía el trabajo de un hombre.

—A ver si hoy tenéis más fortuna —murmuró la mujer desde la cama—.

En la cocina encontraréis el capazo de las provisiones... Ayer ya no querían fiarme en la tienda. ¡Ay, Señor, y qué oficio tan perro!


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Dominio público
8 págs. / 14 minutos / 211 visitas.

Publicado el 8 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

Los Enemigos de la Mujer

Vicente Blasco Ibáñez


Novela


Al Lector

En 1918, casi al final de la guerra europea, caí repentinamente enfermo por exceso de trabajo.

Había realizado un esfuerzo enorme escribiendo para los periódicos de España y América numerosos artículos, un cuaderno todas las semanas de mi Historia de la Guerra y dos novelas, Los cuatro jinetes del Apocalipsis y Mare nostrum. Además hice muchas traducciones y otras labores literarias obscuras para la propaganda en favor de los Aliados.

Durante cuatro años trabajé doce horas diarias, sin ningún día de descanso. Hubo semanas extraordinarias en las que aún fué más larga mi jornada. Á esta tarea excesiva y abrumadora, que lentamente iba agotando mis fuerzas, había que añadir las privaciones é inquietudes de la vida anormal que llevábamos los habitantes de París: mala comida, escasez de carbón, alumbrado defectuoso, noches en vela por las señales de alarma y el bullicio de la gente al anunciarse un ataque aéreo de los «Gothas».

El frío de dos inviernos crudos, pasados casi sin calefacción, y el exceso de trabajo, acabaron con mi salud, y por consejo de los médicos me trasladé á la Costa Azul. No por tal cambio de ambiente dejé de trabajar. Como en París escaseaba el combustible, fuí en busca del calor del sol que nunca falta á orillas del Mediterráneo. Esto fué todo.

Me instalé en Niza, por unas semanas nada más. Como necesitaba seguir trabajando, me sentí atraído por la soledad bravía del Cap-Ferrat, península que avanza en el mar su lomo cubierto de pinos. Durante unos meses viví en el Gran Hotel del Cap Ferrat como en un convento abandonado. Muchos días fuí su único huésped, llevando una vida de familia con su director y sus escasos domésticos.


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478 págs. / 13 horas, 57 minutos / 193 visitas.

Publicado el 8 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Lobos de Mar

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Retirado de los negocios después de cuarenta años de navegación con toda clase de riesgos y aventuras el capitán Llovet era el vecino más importante del Cabañal, una población de casas blancas de un solo piso, de calles anchas, rectas y ardientes de sol, semejante a una pequeña ciudad americana.

La gente de Valencia que veraneaba allí miraba con curiosidad al viejo lobo de mar, sentado en un gran sillón bajo el toldo de listada lona que sombreaba la puerta de su casa. Cuarenta años pasados a la intemperie, en la cubierta de un buque, sufriendo la lluvia y los rociones del oleaje, le habían infiltrado la humedad hasta los mismos huesos, y esclavo del reuma, permanecía en su sillón, prorrumpiendo en quejidos y juramentos cada vez que se ponía en pie. Alto, musculoso, con el vientre hinchado y caído sobre las piernas, la cara bronceada por el sol y cuidadosamente afeitada, el capitán parecía un cura en vacaciones, tranquilo y bonachón en la puerta de su casa. Sus ojos grises, de mirada fija e imperativa, ojos de hombre habituado al mando, eran lo único que justificaba la fama del capitán Llovet, la leyenda sombría que flotaba en torno de su nombre.

Había pasado su vida en continua lucha con la Marina Real inglesa, burlando la persecución de los cruceros en su famoso bergantín repleto de carne negra que transportaba desde la costa de Guinea a las Antillas. Audaz y de una frialdad inalterable, jamás le vieron oscilar sus marineros.


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Dominio público
5 págs. / 8 minutos / 190 visitas.

Publicado el 28 de mayo de 2020 por Edu Robsy.

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