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autor: Vicente Blasco Ibáñez editor: Edu Robsy textos disponibles


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El Ogro

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


En todo el barrio del Pacífico era conocido aquel endiablado carretero, que alborotaba las calles con sus gritos y los furiosos chasquidos de su tralla.

Los vecinos de la gran casa en cuyo bajo vivía habían contribuido a formar su mala reputación. ¡Hombre más atroz y malhablado! ¡Y luego dicen los periódicos que la policía detiene por blasfemos!

Pepe el carretero hacía méritos diariamente, según algunos vecinos, para que le cortaran la lengua y le llenasen la boca de plomo ardiendo, como en los mejores tiempos del Santo Oficio. Nada dejaba en paz, ni humano ni divino. Se sabía de memoria todos los nombres venerables del almanaque, únicamente por el gusto de faltarles, y así que se enfadaba con sus bestias y levantaba el látigo, no quedaba santo, por arrinconado que estuviese en alguna de las casillas del mes, al que no profanase con las más sucias expresiones. En fin, ¡un horror! Y lo más censurable era que, al encararse con sus tozudos animales, azuzándoles con blasfemias mejor que con latigazos, los chiquillos del barrio acudían para escucharle con perversa atención, regodeándose ante la fecundidad inagotable del maestro.

Los vecinos, molestados a todas horas por aquella interminable sarta de maldiciones, no sabían cómo librarse de ellas.

Acudían al del piso principal, un viejo avaro, que había alquilado la cochera a Pepe no encontrando mejor inquilino.

—No hagan ustedes caso—contestaba—. Consideren que es un carretero, y que para este oficio no se exigen exámenes de urbanidad. Tiene mala lengua, eso sí; pero es hombre muy formal y paga sin retrasarse un solo día. Un poco de caridad, señores.

A la mujer del maldito blasfemo la compadecían en toda la casa.


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Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 89 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Bocetos y Apuntes

Vicente Blasco Ibáñez


Crónica, artículo, colección


El amor y la muerte

Con gran frecuencia ocurren los llamados crímenes de amor. Relatan los periódicos casi a diario sucesos dramáticos, en los que hiere la mano a impulso de los celos; describen suicidios, en los cuales una vida se suprime fríamente, abandonando las filas humanas por miedo a la soledad, después de las dulzuras del idilio, por el desesperado convencimiento de que ya no podrá marchar sintiendo el contacto de la carne amada, roce embriagador que mantiene lo que algunos filósofos llaman estado de ilusión y ayuda a soportar la monotonía de la existencia.

¡El Amor y la Muerte!… Nada tan antitético, tan opuesto, y, sin embargo, los dos caminan juntos, en estrecho maridaje, desde los primeros siglos de la Humanidad, tirando uno del otro, cual inseparables cónyuges, como marchan a través del tiempo la noche y el día, el invierno y la primavera, el dolor y el placer, no pudiendo existir el uno sin el otro.

«Te amo más que a mi vida», dice el jovenzuelo, despreciando su existencia, apenas formula los primeros juramentos de amor.. «¡Morir!, ¡morir por tí!», murmura el hombre junto a una oreja sonrosada, cuando, agotadas las frases de adoración, se esfuerza por concentrar en una definitiva y suprema frase todo su apasionamiento. «¡No volver a la vida! ¡Quedar así por siempre!», suspiran los enamorados, mirándose en el fondo de los ojos, mientras corre por sus nervios el estremecimiento del más dulce de los calofríos; y este deseo de anularse, de no despertar jamás del grato nirvana, surge inevitablemente, como si el amor sólo pudiera crecer y esparcirse a costa de la vida.

Tal vez reconoce su fragilidad, y adivinando que puede desvanecerse antes que acabe la existencia de los enamorados, implora, por instinto de conservación, el auxilio de la muerte.


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Dominio público
29 págs. / 51 minutos / 23 visitas.

Publicado el 16 de mayo de 2024 por Edu Robsy.

Un Funcionario

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Tendido de espaldas en el camastro y siguiendo con vaga mirada las grietas del techo, el periodista Juan Yáñez, único huésped de la sala de políticos, pensaba que había entrado aquella noche en el tercer mes de su encierro.

Las nueve... La corneta había lanzado en el patio las prolongadas notas del toque de silencio; en los corredores sonaban con monótona igualdad los pasos de los vigilantes, y de las cerradas cuadras, repletas de carne humana, salía un rumor acompasado, semejante al soplo de una fragua lejana o a la respiración de un gigante dormido: parecía imposible que en aquel viejo convento, tan silencioso, cuya ruina resultaba más visible a la cruda luz del gas, durmiesen mil hombres.

El pobre Yáñez, obligado a acostarse a las nueve, con una perpetua luz ante los ojos y sumido en un silencio aplastante que hacía creer en la posibilidad del mundo muerto, pensaba en lo duramente que iba saldando su cuenta con las instituciones. ¡Maldito artículo! Cada línea iba a costarle una semana de encierro; cada palabra un día.

Y Yáñez, recordando que aquella noche comenzaba la temporada de ópera con Lohengrin, su ópera predilecta, veía los palcos cargados de hombros desnudos y nucas adorables, entre destellos de pedrería, reflejos de sedas y airoso ondear de rizadas plumas.

—Las nueve... Ahora habrá salido el cisne, y el hijo de Parsifal lanzará sus primeras notas entre los siseos de expectación del público... ¡Y yo aquí! ¡Cristo! No tengo mala ópera...


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Dominio público
9 págs. / 17 minutos / 90 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Primavera Triste

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


El viejo Tòfol y la chicuela vivían esclavos de su huerto, fatigado por una incesante producción.

Eran dos árboles más, dos plantas de aquel pedazo de tierra—no mayor que un pañuelo, según decían los vecinos—, y del cual sacaban su pan a costa de fatigas.

Vivían como lombrices de tierra, siempre pegados al surco, y la chica, a pesar de su desmedrada figura, trabajaba como un peón.

La apodaban la Borda, porque la difunta mujer del tío Tòfol, en su afán de tener hijos que alegrasen su esterilidad, la había sacado de la Inclusa. En aquel huertecillo había llegado a los diez y siete años, que parecían once, a juzgar por lo enclenque de su cuerpo, afeado aun más por la estrechez de unos hombros puntiagudos, que se curvaban hacia fuera, hundiendo el pecho e hinchando la espalda.

Era fea: angustiaba a sus vecinas y compañeras de mercado con su tosecilla continua y molesta, pero todas la querían. ¡Criatura más trabajadora!... Horas antes de amanecer ya temblaba de frío en el huerto cogiendo fresas o cortando flores; era la primera que entraba en Valencia para ocupar su puesto en el mercado; en las noches que correspondía regar, agarraba valientemente el azadón, y con las faldas remangadas ayudaba al tío Tòfol a abrir bocas en los ribazos, por donde se derramaba el agua roja de la acequia, que la tierra sedienta y requemada engullía con un glu-glu de satisfacción, y los días que había remesa para Madrid, corría como loca por el huerto saqueando los bancales, trayendo a brazadas los claveles y rosas, que los embaladores iban colocando en cestos.


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Dominio público
6 págs. / 10 minutos / 67 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Novelas de Amor y de Muerte

Vicente Blasco Ibáñez


Novela corta, colección


Al lector

De las seis novelas que recojo bajo este mismo título general, cinco son recientes, pues las escribí en el curso del año último. La sexta, El despertar del Buda, tiene más de treinta años de vida, pero creo que muy pocos de mis lectores la conocen. Casi resulta tan nueva como sus cinco hermanas ya mencionadas. Después de haberla escrito en 1896 y de aparecer en una modesta publicación de Valencia, no me he preocupado hasta ahora de darla al lector en una forma más durarera.

No significa esto que la haya olvidado durante tantos años. Precisamente el recuerdo de cómo la escribí va unido a uno de los períodos menos agradables y más novelescos de mi vida.

En el mencionado año de 1896 comparecí ante un Consejo de guerra reunido en Valencia para juzgarme. El fiscal militar pidió que me condenasen a catorce años de presidio. El Consejo rebajó dicha petición a cuatro años, y de ellos pasé encerrado catorce meses, hasta que me conmutaron la prisión por destierro, y el pueblo de Valencia suprimió este destierro eligiéndome diputado por primera vez.

Ya no existe el penal en que pasé los catorce meses. Era un convento viejo, situado en el centro de Valencia. Tenia capacidad para unos trescientos penados y éramos cerca de mil. Fácil es imaginarse lo que sería tal amontonamiento de carne humana, con sus hedores, sus miserias y sus rebeldías. Sólo una disciplina severísima hacía posible la existencia en esta cárcel angosta.


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Dominio público
214 págs. / 6 horas, 15 minutos / 46 visitas.

Publicado el 15 de mayo de 2024 por Edu Robsy.

La Maja Desnuda

Vicente Blasco Ibáñez


Novela


PRIMERA PARTE

I

Eran las once de la mañana cuando Mariano Renovales llegó al Museo del Prado. Algunos años iban transcurridos sin que el famoso pintor entrase en él. No le atraían los muertos: muy interesantes, muy dignos de respeto, bajo la gloriosa mortaja de los siglos, pero el arte marchaba por nuevos caminos y no era alli donde él podía estudiar, á la falsa luz de las claraboyas, viendo la realidad á través de otros temperamentos. Un pedazo de mar, una ladera de monte, un grupo de gente desarrapada, una cabeza expresiva, le atraían más que aquel palacio de amplias escalinatas, blancas columnas y estatuas de bronce y alabastro, solemne panteón del arte, donde titubeaban los neófitos, en la más estéril de las confusiones, sin saber qué camino seguir.

El maestro Renovales detúvose unos instantes al pie de la escalinata. Contemplaba con cierta emoción—como se contempla después de larga ausencia los lugares de la juventud—la hondonada que da acceso al palacio, con sus declives de césped fresco, adornados á trechos por débiles arbolillos. En lo alto de estos desmontes, la antigua iglesia de los Jerónimos, de gótica mampostería, marcaba sobre el espacio azul sus torres gemelas y sus arcadas ruinosas. El invernal ramaje del Retiro servia de fondo á la blanca masa del Casón. Renovales pensó en los frescos de Giordano que adornaban sus techos interiores. Después se fijó en un edificio de muros rojos y portada de piedra que cerraba el espacio pretenciosamente, en primer término, al borde de la pendiente verdosa. ¡Puá! ¡La Academia! Y el gesto despreciativo del artista encerró en una misma repugnancia la Academia de la Lengua y las demás Academias; la pintura, la literatura, todas las manifestaciones del pensamiento, amojamadas y agarrotadas, con una inmortalidad de momia, en los vendajes de la tradición, las reglas y el respeto á los precedentes.


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Dominio público
297 págs. / 8 horas, 40 minutos / 499 visitas.

Publicado el 20 de abril de 2016 por Edu Robsy.

El Milagro de San Antonio

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Hacía años que Luis no había visto las calles de Madrid a las nueve de la mañana.

A esta hora comenzaban a dormir todos los amigos del Casino; pero él, en vez de meterse en la cama, había cambiado de traje y se dirigía a la Florida, mecido por el dulce vaivén de su elegante carruaje.

Al volver a su casa, después de amanecido, le habían entregado una carta traida en la noche anterior. Era de aquella desconocida que mantenía con él extraña correspondencia durante dos semanas. Una inicial por firma y la letra de carácter inglés, fina, correcta e igual a las de todas las que han sido pensionista del Sacre Coeur. Hasta su mujer la tenia así. Parecía que era ella la que le escribía, citándole a las diez en la Florida, frente a la iglesia de San Antonio. ¡Qué disparate!

Hacíale gracia pensar, mientras marchaba a una cita de amor, en su mujer, aquella Ernestina, cuyo recuerdo raras veces venía a turbar las alegrías de su vida de soltero, o, como decia él, de marido emancipado. ¿Qué haría ella a tales horas? Cinco años que no se veían, y apenas sí tenía noticias suyas. Unas veces viajaba por el extranjero; otras sabía que estaba en provincias, en casa de viejos parientes, y aunque residia largas temporadas en Madrid, nunca se habían encontrado. Esto no es París ni Londres; pero resulta suficientemente grande para que no se tropiecen nunca dos personas, cuando una hace la vida de mujer abandonada, visitando más las iglesias que los teatros, y la otra se agita en el mundo de noche y vuelve a casa todos los días a la hora en que, el frac arrugado y la pechera abombada, se impregnan del polvo que levantan los barrenderos y del humo de las buñolerías.


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Dominio público
9 págs. / 15 minutos / 161 visitas.

Publicado el 8 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

Dimoni

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Desde Cullera a Sagunto, en toda la valenciana vega no había pueblo ni poblado donde no fuese conocido. Apenas su dulzaina sonaba en la plaza, los muchachos corrían desalados, las comadres llamábanse unas a otras con ademán gozoso y los hombres abandonaban la taberna. —¡Dimoni!… ¡Ya está ahí Dimoni! Y él, con los carrillos hinchados, la mirada vaga perdida en lo alto y resoplando sin cesar en la picuda dulzaina, acogía la rústica ovación con la indiferencia de un ídolo. Era popular y compartía la general admiración con aquella dulzaina vieja, resquebrajada, la eterna compañera de sus correrías, la que, cuando no rodaba en los pajares o bajo las mesas de las tabernas, aparecía siempre cruzada bajo el sobaco, como si fuera un nuevo miembro creado por la Naturaleza en un acceso de filarmonía. Las mujeres que se burlaban de aquel insigne perdido habían hecho un descubrimiento. Dimoni era guapo. Alto, fornido, con la cabeza esférica, la frente elevada, el cabello al rape y la nariz de curva audaz, tenía en su aspecto reposado y majestuoso algo que recordaba al patricio romano, pero no de aquellos que en el período de austeridad vivían a la espartana y se robustecían en el campo de Marte, sino de los otros, de aquellos de la decadencia, que en las orgías imperiales afeaban la hermosura de la raza colorando su nariz con el bermellón del vino y deformado su perfil con la colgante sotabarba de la glotonería. Dimoni era un borracho. Los prodigios de su dulzaina, que, por lo maravillosos, le habían valido el apodo, no llamaban tanto la atención como las asombrosas borracheras que pillaba en las grandes fiestas.


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5 págs. / 9 minutos / 199 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Un Hallazgo

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


—Yo, señor —dijo Magdalena, el trompeta de la cárcel—, no soy ningún santo; me han condenado muchas veces por robos: unos, verdad; otros, «acumulados». Al lado de usted, que es un caballero y está preso por escribir cosas en los papeles, soy un miserable .. Pero crea que esta vez me veo aquí por bueno.

Y llevándose una mano al pecho e irguiendo la cabeza con cierto orgullo, añadió:

—Robitos nada mas. Yo no soy valiente; yo no he derramado una gota de sangre.

Así que apuntaba el amanecer, la trompeta de Magdalena sonaba en el gran patio, adornando su toque de diana con regocijadas escalas y trinos. Durante el día, con el bélico instrumento colgando de su cuello o acariciándolo con una punta de la blusa para que perdiese el vaho con que lo empañaba la humedad de la cárcel, iba por todo el edificio, antiguo convento en cuyos refectorios, graneros y desvanes amontonábanse con sudorosa confusión cerca de un millar de hombres.

Era el reloj que marcaba la vida y el movimiento a esta masa de carne varonil en perpetua ebullición de odios. Rondaba cerca de los rastrillos para anunciar con sonoros trompetazos la entrada del «señor director» o la visita de las autoridades: adivinaba en el avance de las manchas de sol por las blancas paredes del patio la proximidad de las horas de comunicación, las mejores del día, y pasándose la lengua por los labios, aguardaba impaciente la orden para prorrumpir en alegre toque, que hacía rodar por las escaleras el rebaño prisionero corriendo, ansioso, a los locutorios, donde zumbaba una turba mísera de mujeres y niños: su hambre insaciable le hacía ir y venir por las inmediaciones de la antigua cocina, en la que humeaban las ollas enormes con nauseabundo hervor, doliéndose de la indiferencia del jefe, siempre tardo en ordenar la llamada del rancho.


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7 págs. / 13 minutos / 63 visitas.

Publicado el 29 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Un Beso

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Esto ocurrió á principios de Septiembre, días antes de la batalla del Marne, cuando la invasión alemana se extendía por Francia, llegando hasta las cercanías de París.

El alumbrado empezaba á ser escaso, por miedo á los «taubes», que habían hecho sus primeras apariciones. Cafés y restoranes cerraban sus puertas poco después de ponerse el sol, para evitar las tertulias del gentío ocioso, que comenta, critica y se indigna. El paseante nocturno no encontraba una silla en toda la ciudad; pero á pesar de esto, la muchedumbre seguía en los bulevares hasta la madrugada, esperando sin saber qué, yendo de un extremo á otro en busca de noticias, disputándose los bancos, que en tiempo ordinario están vacíos.

Varias corrientes humanas venían á perderse en la masa estacionada entre la Magdalena y la plaza de la República. Eran los refugiados de los departamentos del Norte, que huían ante el avance del enemigo, buscando amparo en la capital.

Llegaban los trenes desbordándose en racimos de personas. La gente se sostenía fuera de los vagones, se instalaba en las techumbres, escalaba la locomotora, Días enteros invertían estos trenes en salvar un espacio recorrido ordinariamente en pocas horas. Permanecían inmóviles en los apartaderos de las estaciones, cediendo el paso á los convoyes militares. Y cuando al fin, molidos de cansancio, medio asfixiados por el calor y el amontonamiento, entraban los fugitivos en París, á media noche ó al amanecer, no sabían adonde dirigirse, vagaban por las calles y acababan instalando su campamento en una acera, como si estuviesen en pleno desierto.

La una de la madrugada. Me apresuro á sentarme en el vacío todavía caliente que me ofrece un banco del bulevar, adelantándome á otros rivales que también lo desean.


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Dominio público
6 págs. / 11 minutos / 71 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

34567