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autor: Vicente Blasco Ibáñez editor: Edu Robsy textos disponibles


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La Caperuza

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Vivía yo entonces en el piso segundo, y tenía por vecino, en el primero, a don Andrés García, fiscal de profesión, figura arrogante, con muchas canas en la barba, el más buen mozo de cuantos vestían toga con vuelillos en la Audiencia: un hombre, en fin, que realizaba en su aspecto fisico ese ideal de la justicia serena, majestuosa e imponente.

Todas las tardes, al bajar la escalera, oía los mismos gritos a través de la puerta: «Pillín! ¡Vida mía..., rey de los pillos! ... ¡Ven aquí, príncipe de Asturias!»

Era la familia, que se entregaba en cuerpo y alma al culto de su ídolo. El fiscal, que acababa de llegar hambriento, anonadado por sus derroches de elocuencia que enviaban gente a presidio, abrazaba a su mujer, y ambos reían y gritaban como unos locos en tomo de la niñera, que mantenía en sus brazos al tirano de la casa, al único señor, a Pillín, un granuja que apenas tenía un año y a quien bastaba un leve grito para que los padres palideciesen de inquietud y las criadas corriesen aturdidas, no sabiendo cómo cumplir a un tiempo tantas órdenes contradictorias.

¡Vaya un matrimonio especial! La mujer era casi una niña, una señorita algo boba que aún no había salido de su asombro al verse madre. Miraba a su marido con respeto: era tímida, de carácter dúctil, y como siempre sucede en los matrimonios desiguales por la edad, donde la amistad suple al amor, don Andrés era padre y esposo a un tiempo, cuidando tanto de la madre como del niño.


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8 págs. / 14 minutos / 111 visitas.

Publicado el 16 de mayo de 2020 por Edu Robsy.

La Barca Abandonada

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Era la playa de Torresalinas, con sus numerosas barcas en seco, el lugar de reunión de toda la gente marinera. Los chiquillos, tendidos sobre el vientre, jugaban a la capeta a la sombra de las embarcaciones, y los viejos, fumando sus pipas de barro traídas de Argel, hablaban de la pesca o de las magnificas expediciones que se hacían en otros tiempos a Gibraltar y a la costa de África, antes que al demonio se le ocurriera inventar eso que llaman la Tabacalera.

Los botes ligeros, con sus vientres blancos y azules y el mástil graciosamente inclinado, formaban una fila avanzada al borde de la playa, donde se deshacían las olas, y una delgada lámina de agua bruñía el suelo, cual se fuese de cristal; detrás, con la embetunada panza sobre la arena, estaban las negras barcas del bou, las parejas que aguardaban el invierno para lanzarse al mar, barriéndolo con su cola de redes; y, en último término, los laúdes en reparación, los abuelos, junto a los cuales agitábanse los calafates, embadurnándoles los flancos con caliente alquitrán, para que otra vez volviesen a emprender sus penosas y monótonas navegaciones por el Mediterráneo: unas veces a las Baleares, con sal; a la costa de Argel, con frutas de la huerta levantina, y muchas, con melones y patatas para los soldados rojos de Gibraltar.

En el curso de un año, la playa cambiaba de vecinos; los laúdes ya reparados se hacían a la mar y las embarcaciones de pesca eran armadas y lanzadas al agua; sólo una barca abandonada y sin arboladura permanecía enclavada en la arena, triste, solitaria, sin otra compañía que la del carabinero que se sentaba a su sombra.


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7 págs. / 13 minutos / 98 visitas.

Publicado el 16 de mayo de 2020 por Edu Robsy.

Guapeza Valenciana

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

Buenos parroquianos tuvo aquella mañana el cafetín del Cubano. La flor de la guapeza, los valientes más valientes que campaban en Valencia por sus propios méritos; todos cuantos vivían a su estilo de caballero andante por la fuerza de su brazo, los que formaban la guardia de puertas en las timbas, los que llevaban la parte de tenor en la banca, los que iban a tiros o cuchilladas en las calles, sin tropezar nunca, en virtud de secretas inmunidades, con la puerta del presidio, estaban allí, bebiendo a sorbos la copita matinal de aguardiente, con la gravedad de buenos burgueses que van a sus negocios.

El dueño del cafetín les servía con solicitud de admirador entusiasta, mirando de reojo todas aquellas caras famosas, y no faltaban chicuelos de la vecindad que asomaban curiosos, a la puerta, señalando con el dedo a los más conocidos.

La baraja estaba completa. ¡Vive Dios! Que era un verdadero acontecimiento ver reunidos en una sola familia bebiendo amigablemente, a todos los guapos que días antes tenían alarmada la ciudad y cada dos noches andaban a tiros por Pescadores o la calle de las Barcas, para provecho de los periódicos noticieros, mayor trabajo de las Casas de Socorro y no menos fatiga de la Policía, que echaba a correr a los primeros rugidos de aquellos leones que se disputaban el privilegio de vivir a costa de un valor más o menos reconocido.


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12 págs. / 22 minutos / 76 visitas.

Publicado el 17 de mayo de 2020 por Edu Robsy.

El Viejo del Paseo de los Ingleses

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

Todas las mañanas, a las once, llegaba invariablemente al Paseo de los Ingleses, cuando mayor era en él la concurrencia. Bajo la doble fila de palmeras inmediata al mar, iban formando grupos las gentes de diversas nacionalidades y lenguas venidas a Niza durante el invierno.

El azul denso e inquieto de la bahía de los Ángeles se interrumpía al reflejar el resplandor del sol, triángulo de oro palpitante que apoyaba su vértice en la orilla, mientras resbalaban por el azul inmóvil del cielo los blancos vellones de las nubes. Una ilusión primaveral rejuvenecía a esta muchedumbre durante las horas solares. Al languidecer la tarde, el viento punzante caído de las cimas de los Alpes hacía recordar la existencia del olvidado invierno; pero en las horas meridianas, las mujeres, vestidas con colores de flor, tenían que abrir sus sombrillas para defenderse de la causticidad del sol, y los hombres sentían el orgullo de haber vencido al tiempo, mirando sus pantalones de franela blanca a través de las gafas ahumadas con que defendían sus ojos de la refracción de la luz sobre el asfalto.

Una alegría egoísta los animaba a todos al hablar del frío que estarían sufriendo a aquellas horas los que tenían la desgracia de haberse quedado en París, en Londres o en Nueva York, lejos de la asoleada Costa Azul.

Ganosos de ver y de ser vistos, se agolpaban en una pequeña sección del Paseo de los Ingleses, que tiene varios kilómetros de longitud. Las gentes colocaban sus sillas de hierro unas junto a otras, buscando hablarse con mayor intimidad, o las avanzaban más allá del vecino. Esto iba estrechando el espacio de que podían disponer los transeúntes en sus continuas idas y venidas, mas no por ello se cortaba su infatigable rosario, y seguían deslizándose entre las tortuosidades de la gente sentada, cruzando con ésta saludos y palabras.


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37 págs. / 1 hora, 5 minutos / 57 visitas.

Publicado el 18 de enero de 2022 por Edu Robsy.

El Último León

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Apenas se reunió la junta del respetable gremio de los blanquers en su capilla, inmediata a las torres de Serranos, el señor Vicente pidió la palabra. Era el más viejo de los curtidores de Valencia. Muchos maestros, siendo aprendices, lo habían conocido igual que ahora con su bigote blanco en forma de cepillo, la cara hecha un sol de arrugas, los ojos agresivos y una delgadez esquelética, como si todo el jugo de su vida se hubiese perdido en el diario remojón de los pies y los brazos en las tinas del curtido.

Él era el único representante de las glorias del gremio, el último superviviente de aquellos blanquers, honra de la historia valenciana. Los nietos de sus antiguos camaradas se habían pervertido con el progreso de los tiempos: eran dueños de grandes fábricas con centenares de obreros, pero se verían apurados si les obligaban a curtir una piel con sus manos blandas de comerciantes. Sólo él podía llamarse blanquer, trabajando diariamente en su casucha, cercana a la casa gremial; maestro y obrero a un tiempo, sin otros auxiliares que los hijos y los nietos; el taller a la antigua usanza, con un dulce ambiente de familia, sin amenazas de huelga ni disgustos por la cuantía del jornal.


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8 págs. / 14 minutos / 29 visitas.

Publicado el 29 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

El Secreto de la Baronesa

Vicente Blasco Ibáñez


Novela corta


I

Al llegar a una cumbre rematada por enorme cruz de piedra, los viajeros que dos horas antes habían abandonado el tren para apretarse en el interior de una diligencia, veían de pronto todo el valle, y en su centro la ciudad.

Enfrente se elevaban los Pirineos como los diversos términos de una decoración de teatro: primeramente montañas rojizas o amarillas en progresión ascendente, lo mismo que peldaños de escalera; luego, otras que iban tomando una tonalidad azul, a causa de la distancia, y por encima las últimas, enteramente blancas, de una blancura que las hacía confundirse con las nubes, conservando hasta en los meses de verano los casquetes de nieve de sus cimas con flecos de hielo abrillantados por el sol.

Senderos pedregosos, frecuentados únicamente por comerciantes de mulas y contrabandistas, ponían en precaria comunicación este valle pirenaico de España con Francia, invisible al otro lado de la cordillera. Los carabineros llevaban una existencia de hombres prehistóricos en las anfractuosidades de unas montañas barridas en invierno por el huracán y la nieve.

En lo más hondo del valle, fértil y abrigado, se extendía la parda ciudad junto a un río de aguas frígidas procedentes de los deshielos. Sus techumbres, cubiertas de vegetación parásita, eran a modo de pequeñas selvas en pendiente, donde los gatos podían entregarse a interminables partidas de caza o se desperezaban bajo el sol. Las tejas curvas tenían una costra de moho vegetal. Los muros estaban agrietados, y rara era la fachada que no aparecía sostenida por «eses» de hierro, llamadas anclas en arquitectura.


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37 págs. / 1 hora, 4 minutos / 80 visitas.

Publicado el 5 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

El Réprobo

Vicente Blasco Ibáñez


Novela corta


I

—Yo he conocido un hombre—dijo el doctor Lagos—que quiso ir voluntariamente al infierno. Y debo añadir que no sentía la menor duda sobre la existencia del infierno, por ser creyente fervoroso.

Esto fué hace más de treinta años, cuando empezaba yo a ejercer la profesión de médico. Ún viejo doctor, amigo de mi familia, me cedió, al retirarse, su clientela, en los extramuros de una ciudad histórica, que no juzgo necesario nombrar, situada en el centro de España.

Dicha ciudad vive aún como en aquellos tiempos, hermosa y adormecida, casi sin recibir otras impresiones exteriores que la llegada diaria de unos cuantos viajeros, los cuales, Baedeker en mano, vienen a admirar su catedral del siglo XII, sus templos parroquiales, que empezaron por ser mezquitas o sinagogas; sus palacios del siglo XVI, convertidos en casas de vecindad; sus callejuelas tortuosas, iluminadas al cerrar la noche por bombillas eléctricas, que parecen anacronismos, y lámparas de aceite parpadeantes frente a los altares colocados en sus esquinas. Además, tiene un alcázar, con torres encaperuzadas de pizarra, que ocupa lo más alto de la colina por cuyas laderas se extiende su caserío.

Abajo, en el valle, junto a las caídas del río que lo cruza, existen varias fábricas que empezaron por ser simples molinos. Otras nuevas industrias, activadas por el vapor, se unieron a las primitivas, y en torno de todas ellas la población obrera, compuesta de más mujeres que hombres, ha ido agrandando considerablemente el antiguo suburbio.


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33 págs. / 58 minutos / 78 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

El Préstamo de la Difunta

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

Cuando los vecinos del pequeño valle enclavado entre dos estribaciones de los Andes se enteraron de que Rosalindo Ovejero pensaba bajar á la ciudad de Salta para asistir á la procesión del célebre Cristo llamado «el Señor del Milagro», fueron muchos los que le buscaron para hacerle encomiendas piadosas.

Años antes, cuando los negocios marchaban bien y era activo el comercio entre Salta, las salitreras de Chile y el Sur de Bolivia, siempre había arrieros ricos que por entusiasmo patriótico costeaban el viaje á todos sus convecinos, bajando en masa del empinado valle para intervenir en dicha fiesta religiosa. No iban solos. El escuadrón de hombres y mujeres á caballo escoltaba á una mula brillantemente enjaezada llevando sobre sus lomos una urna con la imagen del Niño Jesús, patrón del pueblecillo.

Abandonando por unos días la ermita que le servía de templo, figuraba entre las imágenes que precedían al Señor del Milagro, esforzándose los organizadores de la expedición para que venciese por sus ricos adornos á los patrones de otros pueblos.

El viaje de ida á la ciudad sólo duraba dos días. Los devotos del valle ansiaban llegar cuanto antes para hacer triunfar á su pequeño Jesús. En cambio, el viaje de vuelta duraba hasta tres semanas, pues los devotos expedicionarios, orgullosos de su éxito, se detenían en todos los poblados del camino.

Organizaban bailes durante las horas de gran calor, que á veces se prolongaban hasta media noche, consumiendo en ellos grandes cantidades de mate y toda clase de mezcolanzas alcohólicas. Los que poseían el don de la improvisación poética cantaban, con acompañamiento de guitarra, décimas, endechas y tristes, mientras sus camaradas bailaban la zamacueca chilena, el triunfo, la refalosa, la mediacaña y el gato, con relaciones intercaladas.


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37 págs. / 1 hora, 6 minutos / 174 visitas.

Publicado el 19 de abril de 2016 por Edu Robsy.

El Paraíso de las Mujeres

Vicente Blasco Ibáñez


Novela


Al Lector

Considero necesario dar una explicación sobre el origen de este libro.

Una casa editorial cinematográfica de los Estados Unidos me pidió hace un año una novela para convertirla en film, recomendándome que fuese muy interesante y se despegase por completo de los convencionalismos y rutinas que hasta ahora vienen observándose en las historias presentadas por medio del cinematógrafo.

Yo admiro el arte cinematográfico—llamado con razón el séptimo arte—, por ser un producto legítimo y noble de nuestra época. Como todo progreso, ha encontrado numerosos enemigos, que fingen despreciarlo; especialmente entre los escritores faltos de las condiciones necesarias para servir á este arte, aunque lo deseasen. La llamada República de las Letras es un estado conservador y misógeno, que se subleva instintivamente ante toda novedad y la repele con sarcasmos que cree aristocráticos.

Cuando se inventó la imprenta, una gran parte de los literatos de entonces también la consideraron como algo populachero y ordinario, que nunca podría gustar á los espíritus escogidos. Fué preciso el transcurso de algunas decenas de años para que todos se convenciesen de que el libro impreso, aunque menos hermoso que el códice escrito á mano y con letras capitulares artísticamente iluminadas, servía mejor á la difusión de las ideas y al mejoramiento intelectual de la humanidad.

Dentro de un siglo las gentes se asombrarán tal vez al enterarse de que hubo escritores que presenciaron el nacimiento de la cinematografía y no hicieron caso de ella, apreciándola como una diversión pueril y frívola, buena únicamente para el vulgo ignorante.


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282 págs. / 8 horas, 14 minutos / 291 visitas.

Publicado el 19 de abril de 2016 por Edu Robsy.

El Despertar de Budha

Vicente Blasco Ibáñez


Novela corta


I

El príncipe Sidarta era el hombre más feliz de la India.

Brahma, el divino soberano de los cielos, habla juntado en su persona el valor de Rama, paladín invencible de las leyendas, con la profunda sabiduría de los poetas solitarios que en las laderas del Himalaya, lejos de los hombres, pasaban su vida componiendo himnos religiosos.

Su padre era Sudhodana, de raza guerrera, rey de Kapila, que sostenía con su espada la conquista del territorio indio realizada por sus antecesores. Su madre, la gentil Maya; y según contaban los poetas de la corte, habíalo concebido en un bosquecillo del palacio de los Cisnes, tendida en lecho de marfil, cubierta por la lluvia de rosas que desde lo alto lanzaban las divinidades absortas ante su belleza y viendo en sueños cómo descendía del cielo un pequeño elefante blanco como la espuma del mar, que dulcemente penetraba por su costado izquierdo.

Murió la hermosa Maya, segura de haber sido escogida por Brahma para dar al mundo un sér que, por su sabiduría, seria adorado por los hombres.

Y el rey Sudhodana casi no pudo llorarla, ocupado únicamente en la educación y cuidado de su hijo.

¡Dichoso príncipe Sidarta! Jamás se vió educación mejor aprovechada ni progresos tan asombrosos.

Aquel muchacho, nacido en el bosquecillo de Lumbini en una noche serena, al susurro de las altas palmeras, entre los suspiros de las rosas y contemplado desde lo más profundo del cielo por los cien mil ojos de Brahma que parpadeaban como inquietas estrellas, sabia todo lo humano, presentía lo desconocido y no abría la boca sin que experimentaran asombro los brahmanes y guerreros de la corte de su padre.


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Dominio público
43 págs. / 1 hora, 15 minutos / 84 visitas.

Publicado el 23 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

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