La oía una tarde de invierno, tumbado en la arena, junto a una barca
vieja, sintiendo en los pies los últimos estremecimientos de la inmensa
sábana de agua que espumaba colérica bajo un cielo frío, ceniciento y
entoldado.
Nazaret, con su extenso rosario de blancas casuchas, estaba a
nuestras espaldas, y a mi lado un viejo pescador, momia acartonada, que
parecía bailar dentro de su traje de bayeta amarilla, hinchado de aire.
Echábase la gorrilla de seth sobre una oreja y chupaba su pipa con la
gravedad de un moro, en cuclillas, trazando con la mano, como un manojo
de sarmientos, complicados arabescos en la arena.
Había llovido fuerte allá por las montañas de Teruel: el río arrojaba
en el mar su agua arcillosa fría, y todo el golfo teñíase de un
amarillo rabioso, que a lo lejos debilitábase hasta tomar tonos de rosa.
La estrecha faja verde que recortaba el límite del horizonte delataba
que era un mar lo que parecía inundación de tisana.
Y mientras mirábamos la rojiza extensión, en cuyo límite se marcaba
como ligera nubecilla el cabo de San Antonio, la arremangath gente de
Nazaret tiraba de los bolichones o se arrojaba en el agua sucia.
El viejo adivinaba el éxito de la pesca. Aquél era un buen día. Iban a caer los esparrellóns como moscas.
Y eso que el esparrelló era el bicho más ladino y malicioso que paseaba por el golfo.
¿Que no lo sabía yo? Pues atención, que para comprender cómo las
gastaba el tal animalito, iba a contarme un cuento, que indudablemente
sería un sucedido, pues de no ser así, no se lo habría contado a él su
padre.
Y el buen viejo, siempre en cuclillas, sin soltar la pipa, comenzó a
contarme un sucedido con su seriedad de lobo de playa, en un valenciano
pintoresco, cuyas palabras silbaban al pasar por entre las desdentadas
encías.
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