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autor: Vicente Blasco Ibáñez editor: Edu Robsy etiqueta: Cuento


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El Femater

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


El primer dia que a Nelet le enviaron solo a la ciudad, su inteligencia de chicuelo torpe adivinó vagamente que iba a entrar en un nuevo periodo de su vida.

Comenzaba a ser hombre. Su madre se quejaba de verle jugar a todas horas, sin servir para otra cosa, y el hecho de colgarle el capazo a la espalda, enviándolo a Valencia a recoger estiércol, equivalia a la sentencia de que, en adelante, tendria que ganarse el mendrugo negro y la cucharada de arroz haciendo algo más que saltar acequias, cortar flautas en los verdes cañares o formar coronas de flores rojas y amarillas con los tupidos dompedros que adornaban la puerta de la barraca.

Las cosas iban mal. El padre, cuando no trabajaba los cuatro terrones en arriendo, iba con el viejo carro a cargar vino en Utiel; las hermanas estaban en la fábrica de sedas hilando capullo; la madre trabajaba como una bestia todo el dia, y el pequeñin, que era el gandul de la familia, debia contribuir con sus diez años, aunque no fuera más que agarrándose a la espuerta, como otros de su edad, y aumentando aquel estercolero inmediato a la barraca, tesoro que fortalecia las entrañas de la tierra, vivificando su producción.

Salió de madrugada, cuando por entre las moreras y los olivos marcábase el dia con resplandor de lejano incendio. En la espalda, sobre la burda camisa, bailoteaban al compás de la marcha el flotante rabo de su pañuelo anudado a las sienes y el capazo de esparto, que parecia una joroba. Aquel dia estrenaba ropa: unos pantalones de pana de su padre, que podian ir solos por todos los caminos de la provincia sin riesgo de perderse, y que, acortados por la tia Pascuala, se sostenian merced a un tirante cruzado a la bandolera.

Corrió un poco al pasar por frente al cementerio de Valencia, por antojársele que a aquella hora podian salir los muertos a tomar el fresco, y cuando se vió lejos de la fúnebre plazoleta de palmeras, moderó su paso hasta ser éste un trotecillo menudo.


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15 págs. / 26 minutos / 157 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Golpe Doble

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Al abrir la puerta de su barraca encontró Sento un papel en el ojo de la cerradura.

Era un anónimo destilando amenazas. Le pedían cuarenta duros, y debía dejarlos aquella noche en el horno que tenía frente a su barraca.

Toda la huerta estaba aterrada por aquellos bandidos. Si alguien se negaba a obedecer tales demandas, sus campos aparecían talados, las cosechas perdidas, y hasta podía despertar a medianoche sin tiempo apenas para huir de la techumbre de paja que se venía abajo entre llamas y asfixiando con su humo nauseabundo.

Gafarró, que era el mejor mozo mejor plantado de la huerta de Ruzafa, juró descubrirlos, y se pasaba las noches emboscado en los cañares, rondando por las sendas, con la escopeta al brazo; pero una mañana lo encontraron en una acequia, con el vientre acribillado y la cabeza deshecha..., y adivina quién te dió.

Hasta los papeles de Valencia hablaban de lo que sucedía en la huerta, donde, al anochecer, se cerraban las barracas y reinaba un pánico egoísta, buscando cada cual su salvación, olvidando al vecino. Y a todo esto, el tío Batiste, el alcalde de aquel distrito de la huerta, echando rayos por la boca cada vez que las autoridades, que le respetaban como potencia electoral, hablábanle del asunto, y asegurando que él y su fiel alguacil, el Sigró, se bastaban para acabar aquella calamidad.

A pesar de esto, Sento no pensaba acudir al alcalde. ¿Para qué? No quería oír en balde baladronadas y mentiras.


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4 págs. / 8 minutos / 147 visitas.

Publicado el 17 de mayo de 2020 por Edu Robsy.

El Dragón del Patriarca

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Todos los valencianos hemos temblado de niños ante el monstruo enclavado en el atrio del Colegio del Patriarca, la iglesia fundada por el beato Juan de Ribera. Es un cocodrilo relleno de paja, con las cortas y rugosas patas pegadas al muro y entreabierta la enorme boca, con una expresión de repugnante horror que hace retroceder a los pequeños, hundiéndose en las faldas de sus madres.

Dicen algunos que está allí como símbolo del silencio, y con igual significado aparece en otras iglesias del reino de Aragón, imponiendo recogimiento a los fieles; pero el pueblo valenciano no cree en tales explicaciones, sabe mejor que nadie el origen del espantoso animalucho, la historia verídica e interesante del famoso “dragón del Patriarca”, y todos los nacidos en Valencia la recordamos como se recuerdan los cuentos “de miedo” oídos en la niñez.

Era cuando Valencia tenía un perímetro no mucho más grande que los barrios tranquilos, soñolientos y como muertos que rodean la Catedral. La Albufera, inmensa laguna casi confundida con el mar, llegaba hasta las murallas; la huerta era una enmarañada marjal de juncos y cañas que aguardaba en salvaje calma la llegada de los árabes que la cruzasen de acequias grandes y pequeñas, formando la maravillosa red que transmite la sangre de la fecundidad; y donde hoy es el Mercado extendíase el río, amplio, lento, confundiendo y perdiendo su corriente en las aguas muertas y cenagosas.

Las puertas de la ciudad inmediatas al Turia permanecían cerradas los más de los días, o se entreabrían tímidamente para chocar con el estrépito de la alarma apenas se movían los vecinos cañaverales. A todas horas había gente en las almenas, pálida de emoción y curiosidad, con el gesto del que desea contemplar de lejos algo horrible y al mismo tiempo teme verlo.


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5 págs. / 9 minutos / 279 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Establo de Eva

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Siguiendo con mirada famélica el hervor del arroz en la paella, los segadores de la masía, escuchaban al tío Correchola, un vejete huesudo que enseñaba por la entreabierta camisa un matorral de pelos grises.

Las caras rojas, barnizadas por el sol, brillaban con el reflejo de las llamas del hogar: los cuerpos rezumaban el sudor de la penosa jornada, saturando de grosera vitalidad la atmósfera ardiente de la cocina, y a través de la puerta de la masía, bajo un cielo de color violeta en el que comenzaban a brillar las estrellas, veíanse los campos pálidos e indecisos en la penumbra del crepúsculo, unos segados ya, exhalando por las resquebrajaduras de su corteza el calor del día, otros con ondulantes mantos de espigas, estremeciéndose bajo los primeros soplos de la brisa nocturna.

El viejo se quejaba del dolor de sus huesos. ¡Cuánto costaba ganarse el pan! ... Y este mal no tenía remedio: siempre existían pobres y ricos, y el que nace para víctima tiene que resignarse. Ya lo decía su abuela: la culpa era de Eva, de la primera mujer... ¿De qué no tendrán culpa ellas?

Y al ver que sus compañeros de trabajo —muchos de los cuales lo conocían poco tiempo— mostraban curiosidad por enterarse de la culpa de Eva, el tío Correchola comenzó a contar, con pintoresco valenciano, la mala partida jugada a los pobres por la primera mujer.

El suceso se remontaba nada menos que a algunos años después de haber sido arrojado del Paraíso el rebelde matrimonio, con la sentencia de ganarse el pan trabajando.

Adán se pasaba los días destripando terrones y temblando por sus cosechas; Eva arreglaba, en la puerta de su masía, sus zagalejos de hojas..., y cada año un chiquillo más formándose en tomo de ellos un enjambre de bocas que sólo sabían pedir pan, poniendo en un apuro al pobre padre.


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4 págs. / 8 minutos / 232 visitas.

Publicado el 8 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

El Maniquí

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Nueve años habían transcurrido desde que Luis Santurce se separó de su mujer. Después la había visto envuelta en sedas y tules en el fondo de elegante carruaje, pasando ante él como un relámpago de belleza, o la había adivinado desde el paraíso del Real, allá abajo, en un palco, rodeada de señores que se disputaban el murmurar algo a su oído para hacer gala de una intimidad sonriente.

Estos encuentros removían en él todo el sedimento de la pasada ira: había huido siempre de su mujer como enfermo que teme el recrudecimiento de sus dolencias, y sin embargo, ahora iba a su encuentro, a verla y hablarla en aquel hotel de la Castellana, cuyo lujo insolente era el testimonio de su deshonra.


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7 págs. / 12 minutos / 84 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Monstruo

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

Durante una semana, de cinco á siete de la tarde, el «todo París» de los té tango y los tés donde simplemente se murmura habló con insistencia del casamiento de Mauricio Delfour—heredero de la casa Delfour y Compañía, 250 millones de capital—con la bella Odette Marsac, nieta de un parlamentario célebre y casi olvidado que había sido candidato dos veces á la presidencia de la República.

El matrimonio de un rey de la industria con una princesa republicana no es un suceso extraordinario en la vida de París, y sólo da motivo para media hora de conversación. ¡Pero estos dos eran tan interesantes!...

Él había cruzado muchos ensueños femeninos como la personificación de todas las gracias y sabidurías humanas: copa de honor en carreras de jinetes chic, copa de honor en innumerables concursos de esgrima y tiro de pichón, copa de honor en la gran lucha de automóviles París-Nápoles. Su despacho iba tomando aspecto de comedor por el número de vasijas gloriosas que se alineaban sobre los muebles.

Ahora añadía á sus triunfos corporales cierto prestigio de hombre de ciencia, dedicándose á la aviación, volando casi todas las semanas, y frunciendo el ceño con aire misterioso cuando alguien hablaba en su presencia de problemas de mecánica.

Ella era Odette para sus amigas, la incomparable Odette, y para el resto del mundo mademoiselle Marsac, un nombre famoso, pues figuraba en todas las crónicas elegantes, en todos los estrenos, en todas las revistas de modas.


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6 págs. / 12 minutos / 132 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

En el Mar

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


A las dos de la mañana llamaron a la puerta de la barraca.

—¡Antonio! ¡Antonio!

Y Antonio saltó de la cama. Era su compadre, el compañero de pesca, que le avisaba para hacerse a la mar.

Había dormido poco aquella noche. A las once todavía charlaba con Rufina, su pobre mujer, que se revolvía inquieta en la cama, hablando de los negocios. No podían marchar peor. ¡Vaya un verano!

En el anterior, los atunes habían corrido el Mediterráneo en bandadas interminables. El día que menos, se mataban doscientas o trescientas arrobas; el dinero circulaba como una bendición de Dios, y los que, como Antonio, guardaron buena conducta e hicieron sus ahorrillos, se emanciparon de la condición de simples marineros, comprándose una barca para pescar por cuenta propia.

El puertecillo estaba lleno. Una verdadera flota lo ocupaba todas las noches, sin espacio apenas para moverse; pero con el aumento de barcas había venido la carencia de pesca.

Las redes sólo sacaban algas o pez menudo, morralla de la que se deshace en la sartén. Los atunes habían tomado este año otro camino, y nadie conseguía izar uno sobre su barca.

Rufina estaba aterrada por esta situación. No había dinero en casa: debían en el homo y en la tienda, y el señor Tomás, un patrón retirado, dueño del pueblo por sus judiadas, los amenazaba continuamente si no entregaban algo de los cincuenta duros con intereses que le había prestado para la terminación de aquella barca tan esbelta y tan velera que consumió todos sus ahorros.

Antonio, mientras se vestía, despertó a su hijo, un grumete de nueve años que le acompañaba en la pesca y hacía el trabajo de un hombre.

—A ver si hoy tenéis más fortuna —murmuró la mujer desde la cama—.

En la cocina encontraréis el capazo de las provisiones... Ayer ya no querían fiarme en la tienda. ¡Ay, Señor, y qué oficio tan perro!


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8 págs. / 14 minutos / 216 visitas.

Publicado el 8 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

La Pared

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Siempre que los nietos del tío Rabosa se encontraban con los hijos de la viuda de Casporra en las sendas de la huerta o en las calles de Campanar, todo el vecindario comentaba el suceso. ¡Se habían mirado!... ¡Se insultaban con el gesto!... Aquello acabaría mal, y el día menos pensado el pueblo sufriría un nuevo disgusto.

El alcalde con los vecinos más notables predicaban paz a los mocetones de las dos familias enemigas, y allá iba el cura, un vejete de Dios, de una casa a otra recomendando el olvido de las ofensas.


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3 págs. / 6 minutos / 150 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Lujo

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


—La tenía sobre mis rodillas —dijo el amigo Martínez—, y comenzaba a fatigarme la tibia pesadez de su cuerpo de buena moza.

Decoración... la de siempre en tales sitios. Espejos de empañada luna con nombres grabados, semejantes a las telarañas; divanes de terciopelo desteñido, con muelles que chillaban escandalosamente; la cama, con teatrales colgaduras, limpia y vulgar como una acera, impregnada de ese lejano olor de ajo de los cuerpos acariciados; y en las paredes, retratos de toreros, cromos baratos con púdicas señoritas oliendo una rosa o contemplando lánguidamente a un gallardo cazador.

Era el aparato escénico de la celda de preferencia en el convento del vicio; el gabinete elegante, reservado para los señores distinguidos; y ella, una muchachota dura, fornida, que parecía traer el puro aire de los montes a aquel pesado ambiente de casa cerrada, saturado de colonia barata, polvos de arroz y vaho de palanganas sucias.

Al hablarme acariciaba con infantil complacencia las cintas de su bata: una soberbia pieza de raso, de amarillo rabioso, algo estrecha para su cuerpo, y que yo recordaba haber visto meses antes sobre los fláccidos encantos de otra pupila muerta, según noticias, en el hospital.

¡Pobre muchacha! Estaba hecha un mamarracho: los duros y abundantes cabellos peinados a la griega con hilos de cuentas de vidrio; las mejillas lustrosas por el roclo del sudor, cubiertas de espesa capa de velutina; y como para revelar su origen, los brazos de hombruna robustez, morenos y duros, se escapaban de las amplias mangas de su vestidura de corista.

Al verme seguir con mirada atenta todos los detalles de su extravagante adorno creyóse objeto de admiración, y echó atrás su cabeza con petulante gesto.


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3 págs. / 6 minutos / 66 visitas.

Publicado el 29 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

El Ogro

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


En todo el barrio del Pacífico era conocido aquel endiablado carretero, que alborotaba las calles con sus gritos y los furiosos chasquidos de su tralla.

Los vecinos de la gran casa en cuyo bajo vivía habían contribuido a formar su mala reputación. ¡Hombre más atroz y malhablado! ¡Y luego dicen los periódicos que la policía detiene por blasfemos!

Pepe el carretero hacía méritos diariamente, según algunos vecinos, para que le cortaran la lengua y le llenasen la boca de plomo ardiendo, como en los mejores tiempos del Santo Oficio. Nada dejaba en paz, ni humano ni divino. Se sabía de memoria todos los nombres venerables del almanaque, únicamente por el gusto de faltarles, y así que se enfadaba con sus bestias y levantaba el látigo, no quedaba santo, por arrinconado que estuviese en alguna de las casillas del mes, al que no profanase con las más sucias expresiones. En fin, ¡un horror! Y lo más censurable era que, al encararse con sus tozudos animales, azuzándoles con blasfemias mejor que con latigazos, los chiquillos del barrio acudían para escucharle con perversa atención, regodeándose ante la fecundidad inagotable del maestro.

Los vecinos, molestados a todas horas por aquella interminable sarta de maldiciones, no sabían cómo librarse de ellas.

Acudían al del piso principal, un viejo avaro, que había alquilado la cochera a Pepe no encontrando mejor inquilino.

—No hagan ustedes caso—contestaba—. Consideren que es un carretero, y que para este oficio no se exigen exámenes de urbanidad. Tiene mala lengua, eso sí; pero es hombre muy formal y paga sin retrasarse un solo día. Un poco de caridad, señores.

A la mujer del maldito blasfemo la compadecían en toda la casa.


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Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 96 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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