I
A las tres de la madrugada comenzaron a llegar los primeros carros de la
sierra al fielato de los Cuatro Caminos.
Habían salido a las nueve de Colmenar, con cargamento de cántaros de
leche, rodando toda la noche bajo una lluvia glacial que parecía el
último adiós del invierno. Los carreteros deseaban llegar a Madrid antes
que rompiese el día, para ser los primeros en el aforo. Alineábanse los
vehículos, y las bestias recibían inmóviles la lluvia, que goteaba por
sus orejas, su cola y los extremos de los arneses. Los conductores
refugiábanse en una tabernilla cercana, la única puerta abierta en todo
el barrio de los Cuatro Caminos, y aspiraban en su enrarecido ambiente
las respiraciones de los parroquianos de la noche anterior. Se quitaban
la boina para sacudirla el agua, dejaban en el suelo el barro de sus
zapatones claveteados, y sorbiéndose una taza de café con toques de
aguardiente, discutían con la tabernera la comida que había de
prepararles para las once, cuando emprendiesen el regreso al pueblo.
En el abrevadero cercano al fielato, varias carretas cargadas de
troncos aguardaban la llegada del día para entrar en la población. Los
boyeros, envueltos en sus mantas, dormían bajo aquéllas, y los bueyes,
desuncidos, con el vientre en el suelo y las patas encogidas, rumiaban
ante los serones de pasto seco.
Comenzó a despertar la vida en los Cuatro Caminos. Chirriaron varias
puertas, marcando al abrirse grandes cuadros de luz rojiza en el barro
de la carretera. Una churrería exhaló el punzante hedor del aceite
frito. En las tabernas, los mozos, soñolientos, alineaban en una mesa,
junto a la entrada, la batería del envenenamiento matinal: frascos
cuadrados de aguardiente con hierbas y cachos de limón.
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