I
Comenzaba á clarear el día cuando despertó el doctor Aresti, sintiéndose
empujado en un hombro. Lo primero que vió fué el rostro de manzana seca,
verdoso y arrugado de Kataliñ, su ama de llaves, y los dos cuernos del
pañuelo que llevaba la vieja arrollado á las sienes.
—Don Luis... despierte. Muerto hay en el camino de Ortuella. El jues
que vaya.
Comenzó á vestirse el doctor, después de largos desperezos y una rebusca
lenta de sus ropas, entre los libros y revistas que, desbordándose de
los estantes de la inmediata habitación, se extendían por su dormitorio
de hombre solo.
Dos médicos tenía á sus órdenes en el hospital de Gallarta, pero aquel
día estaban ausentes: el uno en Bilbao con licencia; el otro en Galdames
desde la noche anterior, para curar á varios mineros heridos por una
explosión de dinamita.
Kataliñ le ayudó á ponerse el recio gabán, y abrió la puerta de la calle
mientras el doctor se calaba la boina y requería su cachaba, grueso
cayado con contera de lanza, que le acompañaba siempre en sus visitas á
las minas.
—Oye, Kataliñ—dijo al trasponer la puerta.—¿Sabes quién es el muerto?
—El Maestrico disen. El que enseñaba por la noche el abesedario á los
pinches y era novio de esa que llaman La Charanga. ¡Cómo está
Gallarta, Señor Dios! Ya se conoce, pues: la iglesia siempre vasía.
—Lo de siempre—murmuró el médico.—El crimen pasional. A estos
bárbaros no les basta con vivir rabiando y se matan por la mujer.
Aresti andaba ya, calle abajo, cuando la vieja le llamó desde la puerta.
—Don Luis, vuelva pronto. No olvide que hoy es San José y que le
esperan en Bilbao. No haga á su primo una de las suyas.
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