Textos más populares esta semana de Vicente Blasco Ibáñez publicados por Edu Robsy | pág. 6

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autor: Vicente Blasco Ibáñez editor: Edu Robsy


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Las Vírgenes Locas

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

Eran dos hermanas, Berta y Julieta, huérfanas de un diplomático que había hecho desarrollarse su niñez en lejanos países del Extremo Oriente y la América del Sur; dos hermanas libres de toda vigilancia de familia, jóvenes, de escasa renta y numerosas relaciones, que figuraban en todas las fiestas de París. Los tés de la tarde que se convierten en bailes las veían llegar con exacta puntualidad. Una ráfaga alegre parecía seguir el revoloteo de sus faldas.

—Ya están aquí las señoritas de Maxeville.

Y los violines sonaban con más dulzura, las luces adquirían mayor brillo en el crepúsculo invernal, los hombres entornaban los ojos acariciándose el bigote, y algunas matronas corrían instintivamente sus sillas atrás, apartando los ojos como si viesen de pronto, formando montón, todas las perversiones de la época.

Ninguna joven osaba imitar los vestidos audaces, los ademanes excéntricos, las palabras de sentido ambiguo que formaban el encanto picante y perturbador de las dos hermanas. Todos los atrevimientos perturbadores del gran mundo encontraban su apoyo. Habían dado los primeros pasos hacía la gloria bailando el cake-walk en los salones, hace muchos años, ¡muchos! cinco ó seis cuando menos, en la época remota que la humanidad gustaba aún de tales vejeces. Después apadrinaron la «danza del oso», el tango, la machicha y la furlana.

Su inconsciente regocijo, al ir más allá de los límites permitidos, escandalizaba á las señoras viejas. Luego, hasta las más adustas acababan por perdonarlas. «Unas locas estas Maxeville.... ¡Pero tan buenas!»


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7 págs. / 12 minutos / 85 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Maniquí

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Nueve años habían transcurrido desde que Luis Santurce se separó de su mujer. Después la había visto envuelta en sedas y tules en el fondo de elegante carruaje, pasando ante él como un relámpago de belleza, o la había adivinado desde el paraíso del Real, allá abajo, en un palco, rodeada de señores que se disputaban el murmurar algo a su oído para hacer gala de una intimidad sonriente.

Estos encuentros removían en él todo el sedimento de la pasada ira: había huido siempre de su mujer como enfermo que teme el recrudecimiento de sus dolencias, y sin embargo, ahora iba a su encuentro, a verla y hablarla en aquel hotel de la Castellana, cuyo lujo insolente era el testimonio de su deshonra.


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7 págs. / 12 minutos / 85 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

En la Boca del Horno

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Como en agosto Valencia entera desfallece de calor, los trabajadores del homo se asfixiaban junto a aquella boca, que exhalaba el ardor de un incendio.

Desnudos, sin otra concesión a la decencia que un blanco mandil, trabajaban cerca de las abiertas rejas, y aun así, su piel inflamada parecía liquidarse con la transpiración, y el sudor caía a gotas sobre la pasta, sin duda para que, cumpliéndose a medias la maldición bíblica, los parroquianos, ya que no con el sudor propio, se comieran el pan empapado en el ajeno.

Cuando se descorría la mampara de hierro que tapaba el homo, las llamas enrojecían las paredes, y, su reflejo, resbalando por los tableros cargados de masa, coloreaba los blancos taparrabos y aquellos pechos atléticos y bíceps de gigante que, espolvoreados de harina y brillantes de sudor, tenían cierta apariencia de femenil.

Las palas se arrastraban dentro del homo, dejando sobre las ardientes piedras los pedazos de pasta, o sacando los panes cocidos, de rubia corteza, que esparcían un humillo fragante de vida; y, mientras tanto, los cinco panaderos, inclinados sobre las largas mesas, aporreaban la masa, la estrujaban como si fuese un lío de ropa mojada y retorcida y la cortaban en piezas; todo sin levantar la cabeza, hablando con voz entrecortada por la fatiga y entonando canciones lentas y monótonas, que muchas veces quedaban sin terminar.

A lo lejos sonaba la hora cantada por los serenos, rasgando vibrante la bochornosa calma de la noche estival; y los trasnochadores que volvían del café o del teatro deteníanse un instante ante las rejas para ver en su antro a los panaderos, que, desnudos, y teniendo por fondo la llameante boca del homo, parecían ánimas en pena de un retablo del Purgatorio; pero el calor, el intenso perfume del pan y el vaho de aquellos cuerpos dejaban pronto las rejas libres de curiosos y se restablecía la calma en el obrador.


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7 págs. / 13 minutos / 84 visitas.

Publicado el 15 de mayo de 2020 por Edu Robsy.

La Familia del Doctor Pedraza

Vicente Blasco Ibáñez


Novela corta


I

—Yo también—dijo Serrano—conocí, como algunos de ustedes, al doctor Rómulo Pedraza. No siempre he vivido en París, pasando mis noches en los restaurants de Montmartre. Para reunir la modesta fortuna que me permite llevar mi existencia presente, anduve muchos años por América ejerciendo diversos oficios y conociendo los más rudos altibajos de la suerte.

Estando en Argentina hablé por primera vez con el doctor Pedraza. Yo no vivía en Buenos Aires. Me había metido en empresas de colonización y roturaba muy lejos de dicha ciudad unas tierras que estaban esperando desde el principio del planeta al hombre que se preocupase de hacerlas productivas.

La necesidad de adquirir dinero me obligaba a visitar con frecuencia la capital de la República. Pero como los Bancos se negaron finalmente a hacerme más préstamos dudando del éxito de mi colonización, tuve que buscar, para seguir adelante en mi negocio, el auxilio del Banco Hipotecario Nacional. Con lo que me diesen los altos y poderosos directores de este establecimiento, dependiente del Gobierno, podría pagar la mayor parte de mis deudas a los Bancos particulares, recobrando mi prestigio financiero, y terminaría, igualmente, los trabajos de roturación, que iban a centuplicar el valor de mis tierras.

Me quedé en Buenos Aires por mucho tiempo, dispuesto a no volver a mi propiedad hasta ver aceptadas mis pretensiones por el Banco Hipotecario. No era empresa fácil, ni rápida. Como muchos de ustedes no han estado allá, ignoran cómo se hacen los negocios en la mayor parte de los países americanos de habla española.


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36 págs. / 1 hora, 4 minutos / 83 visitas.

Publicado el 12 de julio de 2021 por Edu Robsy.

La Devoradora

Vicente Blasco Ibáñez


Novela corta


I

Cuando entraba en el Casino de Montecarlo, los porteros la acogían con la misma reverencia que a los personajes célebres. Luego, mientras ella iba alejándose, hacían comentarios sobre el aspecto y los adornos de su persona.

—Todavía le queda mucho que jugar. Las joyas que trae hoy no las habíamos visto nunca.

Otros empleados más jóvenes preferían discutir, entre ellos, sobre la belleza de esta bailarina célebre.

—La Balabanova aún parece una niña, y debe de haber cumplido los cuarenta. Tal vez tiene más.

Vista a cierta distancia no resultaba fácil adivinar la edad de esta mujer, pequeña, ágil, de graciosos y sueltos movimientos, vestida siempre con una elegancia juvenil. Era preciso que los viejos concurrentes al Casino, atraídos por el brillo de sus alhajas, se fijasen en ella, recordando su historia.

Todos conocían a Olga Balabanova, la célebre bailarina del teatro Imperial de San Petersburgo, por haber tenido amoríos con varios individuos de la familia reinante, y hasta se murmuraba que, durante unos meses, logró monopolizar los deseos del último de los zares, frío y distraído en sus afecciones.

La ruina del Imperio y el triunfo de la revolución la habían sorprendido en su magnífica casa de Cap d'Ail, regalo de un gran duque. Lo mismo que tantos príncipes, generales y altos funcionarios de la Corte rusa refugiaddos en la Costa Azul, había visto desaparecer instantáneamente su riqueza. Era un náufrago más del buque imperial, enorme y majestuoso, perdido para siempre.


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32 págs. / 56 minutos / 74 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

Un Idilio Nihilista

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

Cuando Alejandro se despertó tuvo un ligero sobresalto.

Abrió los ojos, incorporóse sobre la cama y contempló con asombro aquella estancia que le era desconocida.

Poco a poco la realidad fué disipando las nieblas que el sueño habla amontonado sobre su cerebro, y conoció que ya no se hallaba en el tren, sino en el cuarto de la modesta posada.

Su cuerpo se hallaba todavía resentido por el largo viaje, y en sus oídos zumbaban el ronco silbido de la locomotora, el trepidar de los vagones, los chasquidos de las ruedas y el murmullo producido por las insulsas conversaciones de los compañeros de viaje.

Su mirada soñolienta y nublada paseóse rápidamente por todos los rincones del mezquino cuarto.

Alejandro, la noche anterior, no había tenido tiempo para fijarse en aquel, pues apenas se encontró solo tendióse rendido sobre la cama, y a los pocos momentos fué presa del sueño.

La habitación que ocupaba el joven no se diferenciaba en nada de las de todas las posadas rusas.

El techo, el pavimento y las paredes eran de madera reforzada con argamasa, y la estancia sólo recibía la luz a través de una irregular y mezquina ventana con vidrieras compuestas de cristales de diferentes colores.

Los muebles eran escasos y malos: una cama de álamo vieja y desvencijada, dos taburetes de la misma madera, y un arcón lleno de remiendos y clavos, que lo mismo podía servir para guardar objetos que como mesa o confidente.

Las paredes estaban desnudas de todo adorno, y sólo en un rincón y pegado con engrudo veíase el retrato del Czar grotescamente pintarrajeado y envuelto en el tradicional manto imperial.

Todo este aspecto que presentaba la habitación lo abarcó Alejandro de una sola ojeada.

Después permaneció inmóvil sobre la cama, hasta que comprendiendo por la luz que atravesaba las vidrieras que debía ser algo tarde, levantóse de aquélla de un salto.


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24 págs. / 42 minutos / 63 visitas.

Publicado el 18 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

El Sol de los Muertos

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

Cuando hablaban a Montalbo de su celebridad universal, el famoso escritor francés quedaba pensativo o sonreía melancólicamente.

¡La gloria!... Alguien la había sintetizado diciendo que es simplemente «un apellido que repiten muchas bocas». Un novelista admirado por Montalbo le daba otro título. La gloria era «el sol de los muertos».

Todos los hombres cuyo recuerdo guarda la Historia, célebres en vida y después de su muerte, o desconocidos mientras vivieron y elogiados cuando ya no podían oír sus alabanzas, perduraban, con una existencia inmaterial, bajo la luz de este sol que sólo alumbra a los que ya no tienen ojos para verlo.

Montalbo sentía un escalofrío de pavor al pensar en el astro que sólo existe para unos cuantos. Deseaba que iluminase muchos siglos su tumba. En realidad, todo lo que llevaba hecho era para conseguir esta distinción póstuma. Pero al mismo tiempo veía imaginariamente la gloria como una estrella roja y mate, de luz aguda y glacial, semejante a esos rayos descompuestos en los laboratorios, que deslumbran y no emiten ningún calor.

El sol de los muertos le hacía descubrir nuevos encantos en el vulgar sol de los vivos, astro que alumbra infinitas miserias, pero trae también en su curso impasible muchos días de corta felicidad. ¡Y pensar que por obtener un rayo de este sol de las tumbas los hombres crean interminables guerras, oprimen a sus semejantes, viven sordos y ciegos ante las magnificencias de la Naturaleza, y dan a la ambición el sitio del amor!...


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39 págs. / 1 hora, 8 minutos / 63 visitas.

Publicado el 18 de enero de 2022 por Edu Robsy.

Piedra de Luna

Vicente Blasco Ibáñez


Novela corta


I

Todos los que van por primera vez a la ciudad de Los Angeles, en California, desean visitar la vecina población de Hollywood.

Existe ésta solamente desde hace unos veinte años, o sea de la época en que el arte cinematográfico, monopolizado por los Estados Unidos, empezó a desarrollarse, hasta el punto de llegar a ser la quinta producción nacional.

Establecidas las grandes casas cinematográficas en Nueva York, tuvieron que luchar con la luz gris y brumosa del invierno a orillas del Hudson, y esto les hizo ir en busca de un país de cielo seco, siempre azul, de sol intenso, de atmósfera clara, acabando por fijarse en California, en el antiguo territorio de las Misiones franciscanas, cerca de la mísera parroquia de Nuestra Señora de los Angeles que fundaron los misioneros españoles, y es, en nuestros días, la famosa ciudad de Los Angeles, estación invernal de multimillonarios.

A varios kilómetros de ella, el insignificante pueblecito de Hollywood ha crecido a su vez, en el transcurso de los últimos años, hasta convertirse en la gran metrópoli de la cinematografía.

Todo su vecindario se compone de actores del llamado «séptimo arte» y de los innumerables auxiliares que necesitan éstos para complemento de su trabajo. Artistas célebres en el mundo entero, que ostentan el título de «estrellas», se confunden con numerosos astros secundarios y una nebulosa inconmensurable de figurantes, escultores, decoradores, inventores de nuevas tramoyas, tallistas, carpinteros y audaces manipuladores de la electricidad. Y como único comercio de la población, tiendas de modistas y de sastres, con grandes escaparates ocupados por maniquíes vestidos y largas filas de sombreros de mujer, establecimientos muy visitados por las figurantas en los días de paga.


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29 págs. / 51 minutos / 60 visitas.

Publicado el 6 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

El Sapo

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


—Veraneaba yo en Nazaret—dijo el amigo Orduña—. un pueblecito de pescadores cercano a Valencia. Las mujeres iban a la ciudad a vender el pescado; los hombres navegaban en sus barquitas de vela triangular, o tiraban de las redes en la playa; los veraneantes pasábamos el día durmiendo y la noche en la puerta de nuestras casas, contemplando la fosforescencia de las olas o abofeteándonos al percibir el zumbido de los mosquitos, tormento de las horas de descanso.


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7 págs. / 13 minutos / 49 visitas.

Publicado el 29 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

Bocetos y Apuntes

Vicente Blasco Ibáñez


Crónica, artículo, colección


El amor y la muerte

Con gran frecuencia ocurren los llamados crímenes de amor. Relatan los periódicos casi a diario sucesos dramáticos, en los que hiere la mano a impulso de los celos; describen suicidios, en los cuales una vida se suprime fríamente, abandonando las filas humanas por miedo a la soledad, después de las dulzuras del idilio, por el desesperado convencimiento de que ya no podrá marchar sintiendo el contacto de la carne amada, roce embriagador que mantiene lo que algunos filósofos llaman estado de ilusión y ayuda a soportar la monotonía de la existencia.

¡El Amor y la Muerte!… Nada tan antitético, tan opuesto, y, sin embargo, los dos caminan juntos, en estrecho maridaje, desde los primeros siglos de la Humanidad, tirando uno del otro, cual inseparables cónyuges, como marchan a través del tiempo la noche y el día, el invierno y la primavera, el dolor y el placer, no pudiendo existir el uno sin el otro.

«Te amo más que a mi vida», dice el jovenzuelo, despreciando su existencia, apenas formula los primeros juramentos de amor.. «¡Morir!, ¡morir por tí!», murmura el hombre junto a una oreja sonrosada, cuando, agotadas las frases de adoración, se esfuerza por concentrar en una definitiva y suprema frase todo su apasionamiento. «¡No volver a la vida! ¡Quedar así por siempre!», suspiran los enamorados, mirándose en el fondo de los ojos, mientras corre por sus nervios el estremecimiento del más dulce de los calofríos; y este deseo de anularse, de no despertar jamás del grato nirvana, surge inevitablemente, como si el amor sólo pudiera crecer y esparcirse a costa de la vida.

Tal vez reconoce su fragilidad, y adivinando que puede desvanecerse antes que acabe la existencia de los enamorados, implora, por instinto de conservación, el auxilio de la muerte.


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29 págs. / 51 minutos / 33 visitas.

Publicado el 16 de mayo de 2024 por Edu Robsy.

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