Textos más vistos de Vicente Blasco Ibáñez etiquetados como Cuento disponibles publicados el 22 de octubre de 2020

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autor: Vicente Blasco Ibáñez etiqueta: Cuento textos disponibles fecha: 22-10-2020


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El Dragón del Patriarca

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Todos los valencianos hemos temblado de niños ante el monstruo enclavado en el atrio del Colegio del Patriarca, la iglesia fundada por el beato Juan de Ribera. Es un cocodrilo relleno de paja, con las cortas y rugosas patas pegadas al muro y entreabierta la enorme boca, con una expresión de repugnante horror que hace retroceder a los pequeños, hundiéndose en las faldas de sus madres.

Dicen algunos que está allí como símbolo del silencio, y con igual significado aparece en otras iglesias del reino de Aragón, imponiendo recogimiento a los fieles; pero el pueblo valenciano no cree en tales explicaciones, sabe mejor que nadie el origen del espantoso animalucho, la historia verídica e interesante del famoso “dragón del Patriarca”, y todos los nacidos en Valencia la recordamos como se recuerdan los cuentos “de miedo” oídos en la niñez.

Era cuando Valencia tenía un perímetro no mucho más grande que los barrios tranquilos, soñolientos y como muertos que rodean la Catedral. La Albufera, inmensa laguna casi confundida con el mar, llegaba hasta las murallas; la huerta era una enmarañada marjal de juncos y cañas que aguardaba en salvaje calma la llegada de los árabes que la cruzasen de acequias grandes y pequeñas, formando la maravillosa red que transmite la sangre de la fecundidad; y donde hoy es el Mercado extendíase el río, amplio, lento, confundiendo y perdiendo su corriente en las aguas muertas y cenagosas.

Las puertas de la ciudad inmediatas al Turia permanecían cerradas los más de los días, o se entreabrían tímidamente para chocar con el estrépito de la alarma apenas se movían los vecinos cañaverales. A todas horas había gente en las almenas, pálida de emoción y curiosidad, con el gesto del que desea contemplar de lejos algo horrible y al mismo tiempo teme verlo.


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Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Dimoni

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Desde Cullera a Sagunto, en toda la valenciana vega no había pueblo ni poblado donde no fuese conocido. Apenas su dulzaina sonaba en la plaza, los muchachos corrían desalados, las comadres llamábanse unas a otras con ademán gozoso y los hombres abandonaban la taberna. —¡Dimoni!… ¡Ya está ahí Dimoni! Y él, con los carrillos hinchados, la mirada vaga perdida en lo alto y resoplando sin cesar en la picuda dulzaina, acogía la rústica ovación con la indiferencia de un ídolo. Era popular y compartía la general admiración con aquella dulzaina vieja, resquebrajada, la eterna compañera de sus correrías, la que, cuando no rodaba en los pajares o bajo las mesas de las tabernas, aparecía siempre cruzada bajo el sobaco, como si fuera un nuevo miembro creado por la Naturaleza en un acceso de filarmonía. Las mujeres que se burlaban de aquel insigne perdido habían hecho un descubrimiento. Dimoni era guapo. Alto, fornido, con la cabeza esférica, la frente elevada, el cabello al rape y la nariz de curva audaz, tenía en su aspecto reposado y majestuoso algo que recordaba al patricio romano, pero no de aquellos que en el período de austeridad vivían a la espartana y se robustecían en el campo de Marte, sino de los otros, de aquellos de la decadencia, que en las orgías imperiales afeaban la hermosura de la raza colorando su nariz con el bermellón del vino y deformado su perfil con la colgante sotabarba de la glotonería. Dimoni era un borracho. Los prodigios de su dulzaina, que, por lo maravillosos, le habían valido el apodo, no llamaban tanto la atención como las asombrosas borracheras que pillaba en las grandes fiestas.


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Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Loca de la Casa

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

Todos los viajeros, antes de abandonar la vieja ciudad de la Flandes francesa, oían la misma pregunta:

—¿Ha visto usted al señor Simoulin?...

No importaba que hubiesen invertido varias horas en la visita de la catedral, cuyas sombrías capillas están llenas de cuadros antiguos. Tampoco era bastante para conocer la ciudad haber recorrido sus iglesias y conventos de la época de la dominación española, así como las hermosas viviendas de los burgueses de otros siglos. El conocimiento quedaba incompleto si los curiosos prescindían de visitar el Museo-Biblioteca, y en él á su famoso director, que unos llamaban simplemente «el señor Simoulin», como si no fuese necesario añadir nada para que el mundo entero se inclinase respetuosamente, y otros designaban con mayor simplicidad aún, diciendo «nuestro poeta».

De todas las curiosidades de la urbe flamenca, la más notable, la que indudablemente le envidiaban las demás ciudades de la tierra, era Simoulin, «nuestro poeta». En esto se mostraban acordes todos los vecinos y los tres periódicos de la población, completamente antagónicos é irreconciliables en las demás cuestiones referentes á la política municipal.

Sin embargo, nadie podía enseñar la casa natalicia de esta gloria de la localidad. El gran Simoulin era del Sur de Francia, un meridional del país de los olivos y las cigarras, que había llegado siendo muy joven á la ciudad, para encargarse del Museo-Biblioteca en formación. Pero en ella había contraído matrimonio, en ella habían nacido sus hijos y sus nietos, y la gente acabó por olvidar su origen, viendo en él á un compatriota que era motivo de orgullo para la provincia.


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16 págs. / 29 minutos / 343 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Femater

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


El primer dia que a Nelet le enviaron solo a la ciudad, su inteligencia de chicuelo torpe adivinó vagamente que iba a entrar en un nuevo periodo de su vida.

Comenzaba a ser hombre. Su madre se quejaba de verle jugar a todas horas, sin servir para otra cosa, y el hecho de colgarle el capazo a la espalda, enviándolo a Valencia a recoger estiércol, equivalia a la sentencia de que, en adelante, tendria que ganarse el mendrugo negro y la cucharada de arroz haciendo algo más que saltar acequias, cortar flautas en los verdes cañares o formar coronas de flores rojas y amarillas con los tupidos dompedros que adornaban la puerta de la barraca.

Las cosas iban mal. El padre, cuando no trabajaba los cuatro terrones en arriendo, iba con el viejo carro a cargar vino en Utiel; las hermanas estaban en la fábrica de sedas hilando capullo; la madre trabajaba como una bestia todo el dia, y el pequeñin, que era el gandul de la familia, debia contribuir con sus diez años, aunque no fuera más que agarrándose a la espuerta, como otros de su edad, y aumentando aquel estercolero inmediato a la barraca, tesoro que fortalecia las entrañas de la tierra, vivificando su producción.

Salió de madrugada, cuando por entre las moreras y los olivos marcábase el dia con resplandor de lejano incendio. En la espalda, sobre la burda camisa, bailoteaban al compás de la marcha el flotante rabo de su pañuelo anudado a las sienes y el capazo de esparto, que parecia una joroba. Aquel dia estrenaba ropa: unos pantalones de pana de su padre, que podian ir solos por todos los caminos de la provincia sin riesgo de perderse, y que, acortados por la tia Pascuala, se sostenian merced a un tirante cruzado a la bandolera.

Corrió un poco al pasar por frente al cementerio de Valencia, por antojársele que a aquella hora podian salir los muertos a tomar el fresco, y cuando se vió lejos de la fúnebre plazoleta de palmeras, moderó su paso hasta ser éste un trotecillo menudo.


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15 págs. / 26 minutos / 174 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Madre Tierra

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


El padre Sol y la madre Tierra y la hermana Agua forman la verdadera familia del hombre. Sin estos parientes bondadosos, que cuidan de su manutención y de su vida, el hombre, débil niño, no hubiese podido subsistir sobre el planeta.

En esta familia natural ocurre lo mismo que en las familias humanas. La madre excede en cariño al padre y a los hermanos, y el hombre, su hijo, ama a la Tierra con especial predilección.

La historia de ésta es su historia. Mientras el hombre vaga en los remotos siglos prehistóricos sobre la tierra cubierta de matorrales, aprovechando sus frutos espontáneos, como un parásito inútil, no existen sociedad, historia ni familia; el día en que, bajando los ojos al suelo, piensa por primera vez en los pechos inagotables de la gran madre y araña su superficie en busca del yugo de sus entrañas, empieza la gran epopeya de la bestia convertida en ser humano.

Del primer surco recién abierto nacieron, triunfadoras, nuestra civilización y la gloria regia de nuestra especie. El primer palo de punta aguzada que sirvió para arañar la tierra fue el cetro más poderoso que vieron los siglos, la espada conquistadora que sirvió para someter a la autoridad del hombre la Naturaleza entera, con sus fuerzas productoras y sus bestias inferiores.


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Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Pared

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Siempre que los nietos del tío Rabosa se encontraban con los hijos de la viuda de Casporra en las sendas de la huerta o en las calles de Campanar, todo el vecindario comentaba el suceso. ¡Se habían mirado!... ¡Se insultaban con el gesto!... Aquello acabaría mal, y el día menos pensado el pueblo sufriría un nuevo disgusto.

El alcalde con los vecinos más notables predicaban paz a los mocetones de las dos familias enemigas, y allá iba el cura, un vejete de Dios, de una casa a otra recomendando el olvido de las ofensas.


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3 págs. / 6 minutos / 157 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Vejez

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


¿Qué es lo que los hombres tememos y deseamos al mismo tiempo en el curso de nuestra vida?…

La vejez.

La tememos porque es signo de debilidad y decadencia, heraldo que pre-gona un próximo fin, mensaje de la destrucción y de la nada.

Nos sonrie la esperanza de ver llegar a esta huéspeda importuna, porque es una garantía de que nuestra existencia no se cortará brusca e inesperadamente. La animosidad con que pensamos en esta viajera odiada y deseada a la vez, que ha de llegar puntualmente cuando suene su hora, es producto, en gran parte, de un error.

Confundimos lamentablemente la vejez con la decrepitud.

Hombres hay que a los treinta años son decrépitos y agonizan lentamente. En cambio, viejos de ochenta gozan de la santa alegría de vivir.

—¿Qué es la vejez?…

La Humanidad ha pasado miles de años sin pensar en esto, como en tantos fenómenos de su existencia que ve de cerca todos los días con la distracción de la costumbre, sin sentir curiosidad ni preguntarse sus causas.

Ocurre con la vejez lo que con la muerte. Sabemos que ha de llegar, pero la vemos tan lejos, ¡tan lejos!, durante una gran parte de nuestra vida, que sólo nos inspira la falsa emoción de una catástrofe ocurrida en un lugar lejano del globo. Nos lamentamos, pero nuestro egoísmo, al ver que no nos toca de cerca el peligro, hace que las palabras no tengan eco en el pensamiento. También estamos seguros de que algún día ha de llegar el fin del mundo, la muerte de nuestro planeta; pero esto es tan remoto, que no turba ni por un instante la paz de nuestros días.


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Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Primavera Triste

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


El viejo Tòfol y la chicuela vivían esclavos de su huerto, fatigado por una incesante producción.

Eran dos árboles más, dos plantas de aquel pedazo de tierra—no mayor que un pañuelo, según decían los vecinos—, y del cual sacaban su pan a costa de fatigas.

Vivían como lombrices de tierra, siempre pegados al surco, y la chica, a pesar de su desmedrada figura, trabajaba como un peón.

La apodaban la Borda, porque la difunta mujer del tío Tòfol, en su afán de tener hijos que alegrasen su esterilidad, la había sacado de la Inclusa. En aquel huertecillo había llegado a los diez y siete años, que parecían once, a juzgar por lo enclenque de su cuerpo, afeado aun más por la estrechez de unos hombros puntiagudos, que se curvaban hacia fuera, hundiendo el pecho e hinchando la espalda.

Era fea: angustiaba a sus vecinas y compañeras de mercado con su tosecilla continua y molesta, pero todas la querían. ¡Criatura más trabajadora!... Horas antes de amanecer ya temblaba de frío en el huerto cogiendo fresas o cortando flores; era la primera que entraba en Valencia para ocupar su puesto en el mercado; en las noches que correspondía regar, agarraba valientemente el azadón, y con las faldas remangadas ayudaba al tío Tòfol a abrir bocas en los ribazos, por donde se derramaba el agua roja de la acequia, que la tierra sedienta y requemada engullía con un glu-glu de satisfacción, y los días que había remesa para Madrid, corría como loca por el huerto saqueando los bancales, trayendo a brazadas los claveles y rosas, que los embaladores iban colocando en cestos.


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Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

¡Cosas de Hombres!

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Cuando Visentico, el hijo de la siñá Serafina, volvió de Cuba, la calle de Borrull púsose en conmoción.

En torno de su petaca, siempre repleta de picadura de La Habana, agrupábase la chavalería del barrio, ansiosa de liar pitillos y escuchar las estupendas historias con credulidad asombrosa. —En Matanzas tuve yo una mulatita que quería nos casáramos lueguito… , lueguito. Tenía millones; pero yo no quise, porque me tira esta tierresita.

Y esto era mentira. Seis años había permanecido fuera de Valencia, y decía tener olvidado el valenciano, a pesar de lo mucho que «le tiraba la tierresita». Había salido de allí con lengua, y volvía con un merengue derretido, a través del cual las palabras tomaban el tono empalagoso de una flauta melancólica.

Por su lenguaje y las mentiras de grandiosidad con que asombraba a la crédula chavalería. Visentico era el soberano de la calle, el motivo de conversación de todo el barrio. Su casaquilla de hilo rayado con vivos rojos, el bonete de cuartel, el pañuelo de seda al cuello, la banda dorada al pecho con el canuto de la licencia, la tez descolorida, el bigotillo picudo y la media romana de corista italiano, habíanse metido en el corazón de todas las chavalas y lo hacían latir con un estrépito sólo comparable al frufrú de sus faldas de percal almidonadas en los bajos hasta ser puro cartón.

La siñá Serafina estaba orgullosa de aquel hijo que la llamaba mamá. Ella era la encargada de hacer saber a las vecinas las onzas de oro que Visentico había traído de allá, y al número que marcaba, ya bastante exagerado, la gente añadía ceros sin remordimiento. Además, se hablaba con respeto supersticioso de cierto papelote que el licenciado guardaba, y en el cual el Estado se comprometía a dar tanto y cuanto… cuando mudase de fortuna.


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Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Amor y la Muerte

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Con gran frecuencia ocurren los llamados crímenes de amor. Relatan los periódicos casi a diario sucesos dramáticos, en los que hiere la mano a impulso de los celos; describen suicidios, en los cuales una vida se suprime fríamente, abandonando las filas humanas por miedo a la soledad, después de las dulzuras del idilio, por el desesperado convencimiento de que ya no podrá marchar sintiendo el contacto de la carne amada, roce embriagador que mantiene lo que algunos filósofos llaman estado de ilusión y ayuda a soportar la monotonía de la existencia.

¡El Amor y la Muerte!… Nada tan antitético, tan opuesto, y, sin embargo, los dos caminan juntos, en estrecho maridaje, desde los primeros siglos de la Humanidad, tirando uno del otro, cual inseparables cónyuges, como marchan a través del tiempo la noche y el día, el invierno y la primavera, el dolor y el placer, no pudiendo existir el uno sin el otro.

«Te amo más que a mi vida», dice el jovenzuelo, despreciando su existencia, apenas formula los primeros juramentos de amor.. «¡Morir!, ¡morir por tí!», murmura el hombre junto a una oreja sonrosada, cuando, agotadas las frases de adoración, se esfuerza por concentrar en una definitiva y suprema frase todo su apasionamiento. «¡No volver a la vida! ¡Quedar así por siempre!», suspiran los enamorados, mirándose en el fondo de los ojos, mientras corre por sus nervios el estremecimiento del más dulce de los calofríos; y este deseo de anularse, de no despertar jamás del grato nirvana, surge inevitablemente, como si el amor sólo pudiera crecer y esparcirse a costa de la vida.

Tal vez reconoce su fragilidad, y adivinando que puede desvanecerse antes que acabe la existencia de los enamorados, implora, por instinto de conservación, el auxilio de la muerte.


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Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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