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En la Puerta del Cielo

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Sentado en el umbral de la puerta de la taberna, el tío Beseroles, de Alboraya, trazaba con su hoz rayas en el suelo, mirando de reojo a la gente de Valencia que, en derredor de la mesilla de hojalata, empinaba el porrón y metía mano al plato de morcillas en aceite.

Todos los días abandonaba su casa con el propósito de trabajar en el campo; pero siempre hacía el demonio que encontrase algún amigo en la taberna del Ratat, y vaso va, copa viene, lanzaban las campanas el toque de mediodía, si era de mañana, o cerraba la noche sin que él hubiese salido del pueblo.

Allí estaba en cuclillas, con la confianza de un parroquiano antiguo, buscando entablar conversación con los forasteros y esperando que le convidasen a un trago, con las demás atenciones que se usan entre personas finas.

Aparte de que le gustaba menos el trabajo que la visita a la taberna, el viejo era un hombre de mérito. ¡Lo que sabía aquel hombre, Señor!... ¿Y cuentos?... Por algo le llamaban Beseroles (Abecedario) porque no caía en sus manos un trozo de periódico que no lo leyera de principio a fin, cantando las palabras letra por letra.

La gente lazaba carcajadas oyendo sus cuentos, especialmente aquellos en los que figuraban capellanes y monjas; y el Ratat, detrás del mostrador, reía también, contento de ver que los parroquianos, para celebrar los relatos, le hacían abrir las espitas con frecuencia.

El tío Beseroles, agradeciendo un trago de la gente de Valencia, deseaba contar algo, y apenas oyó que uno nombraba a los frailes, se apresuró a decir:

—¡Esos sí que son listos!... ¡Quien se la dé a ellos...! Una vez un fraile engañó a San Pedro.

Y animado por la curiosa mirada de los forasteros, comenzó su cuento.

Era un fraile de aquí cerca, del convento de San Miguel de los Reyes; el padre Salvador, muy apreciado de todos por lo listo y campechano.


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4 págs. / 7 minutos / 204 visitas.

Publicado el 8 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

El Parásito del Tren

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


–Sí –dijo el amigo Pérez a todos sus contertulios de café–; en este periódico acabo de leer la noticia de la muerte de un amigo. Sólo lo vi una vez, y, sin embargo, lo he recordado en muchas ocasiones. ¡Vaya un amigo!

Lo conocí una noche viniendo a Madrid en el tren correo de Valencia. Iba yo en el departamento de primera. En Albacete bajo el único viajero que me acompañaba, y al yerme solo, como había dormido mal la noche anterior, me estremecí voluptuosamente contemplando los almohadones grises.

¡Todos para mí! ¡Podía extenderme con libertad!

¡Flojo sueño echar hasta Alcázar de San Juan!

Con el velo verde de la lámpara y el departamento quedó en deliciosa penumbra. Envuelto en mi manta, me tendí de espaldas, estirando mis piernas cuanto pude con la deliciosa seguridad de no molestar a nadie.

El tren corría por las llanuras de la Mancha, áridas y desoladas. Las estaciones estaban a largas distancias: la locomotora extremaba su velocidad, y mi coche gemía y temblaba como una vieja diligencia. Balanceándome sobre la espalda, impulsado por el terrible traqueteo; las franjas de los almohadones arremolinábanse; saltaban las maletas sobre las comisas de red; temblaban los cristales en sus alvéolos de las ventanillas, y un espantoso rechinar de hierro viejo venia de abajo. Las ruedas y frenos gruñían; pero conforme se cerraban mis ojos, encontraba yo en su mido nuevas modulaciones, y tan pronto me creía mecido por las olas como me imaginaba que había retrocedido hasta la niñez y me arrullaba una nodriza de bronca voz.

Pensando tales tonterías, me dormí, oyendo siempre el mismo estrépito y sin que el tren se detuviera.

Una impresión de frescura me despertó.


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6 págs. / 10 minutos / 143 visitas.

Publicado el 15 de mayo de 2020 por Edu Robsy.

El Dragón del Patriarca

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Todos los valencianos hemos temblado de niños ante el monstruo enclavado en el atrio del Colegio del Patriarca, la iglesia fundada por el beato Juan de Ribera. Es un cocodrilo relleno de paja, con las cortas y rugosas patas pegadas al muro y entreabierta la enorme boca, con una expresión de repugnante horror que hace retroceder a los pequeños, hundiéndose en las faldas de sus madres.

Dicen algunos que está allí como símbolo del silencio, y con igual significado aparece en otras iglesias del reino de Aragón, imponiendo recogimiento a los fieles; pero el pueblo valenciano no cree en tales explicaciones, sabe mejor que nadie el origen del espantoso animalucho, la historia verídica e interesante del famoso “dragón del Patriarca”, y todos los nacidos en Valencia la recordamos como se recuerdan los cuentos “de miedo” oídos en la niñez.

Era cuando Valencia tenía un perímetro no mucho más grande que los barrios tranquilos, soñolientos y como muertos que rodean la Catedral. La Albufera, inmensa laguna casi confundida con el mar, llegaba hasta las murallas; la huerta era una enmarañada marjal de juncos y cañas que aguardaba en salvaje calma la llegada de los árabes que la cruzasen de acequias grandes y pequeñas, formando la maravillosa red que transmite la sangre de la fecundidad; y donde hoy es el Mercado extendíase el río, amplio, lento, confundiendo y perdiendo su corriente en las aguas muertas y cenagosas.

Las puertas de la ciudad inmediatas al Turia permanecían cerradas los más de los días, o se entreabrían tímidamente para chocar con el estrépito de la alarma apenas se movían los vecinos cañaverales. A todas horas había gente en las almenas, pálida de emoción y curiosidad, con el gesto del que desea contemplar de lejos algo horrible y al mismo tiempo teme verlo.


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5 págs. / 9 minutos / 254 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Establo de Eva

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Siguiendo con mirada famélica el hervor del arroz en la paella, los segadores de la masía, escuchaban al tío Correchola, un vejete huesudo que enseñaba por la entreabierta camisa un matorral de pelos grises.

Las caras rojas, barnizadas por el sol, brillaban con el reflejo de las llamas del hogar: los cuerpos rezumaban el sudor de la penosa jornada, saturando de grosera vitalidad la atmósfera ardiente de la cocina, y a través de la puerta de la masía, bajo un cielo de color violeta en el que comenzaban a brillar las estrellas, veíanse los campos pálidos e indecisos en la penumbra del crepúsculo, unos segados ya, exhalando por las resquebrajaduras de su corteza el calor del día, otros con ondulantes mantos de espigas, estremeciéndose bajo los primeros soplos de la brisa nocturna.

El viejo se quejaba del dolor de sus huesos. ¡Cuánto costaba ganarse el pan! ... Y este mal no tenía remedio: siempre existían pobres y ricos, y el que nace para víctima tiene que resignarse. Ya lo decía su abuela: la culpa era de Eva, de la primera mujer... ¿De qué no tendrán culpa ellas?

Y al ver que sus compañeros de trabajo —muchos de los cuales lo conocían poco tiempo— mostraban curiosidad por enterarse de la culpa de Eva, el tío Correchola comenzó a contar, con pintoresco valenciano, la mala partida jugada a los pobres por la primera mujer.

El suceso se remontaba nada menos que a algunos años después de haber sido arrojado del Paraíso el rebelde matrimonio, con la sentencia de ganarse el pan trabajando.

Adán se pasaba los días destripando terrones y temblando por sus cosechas; Eva arreglaba, en la puerta de su masía, sus zagalejos de hojas..., y cada año un chiquillo más formándose en tomo de ellos un enjambre de bocas que sólo sabían pedir pan, poniendo en un apuro al pobre padre.


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4 págs. / 8 minutos / 223 visitas.

Publicado el 8 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

La Vieja del Cinema

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

El comisario de Policía miró duramente á la mujer de pelo blanco que se había sentado ante su escritorio sin que él la invitase. Luego bajó la cabeza para leer el papel que le presentaba un agente puesto de pie al lado de su sillón.

—Escándalo en un cinema—dijo, al mismo tiempo que leía—; insultos á la autoridad; atentado de hecho contra un agente.... ¿Qué tiene usted que alegar?

La vieja, que había permanecido hasta entonces mirando fijamente al comisario y á su subordinado tal vez sin verlos, hizo un movimiento de sorpresa, lo mismo que si despertase.

—Yo, señor comisario, vendo hortalizas por las mañanas en la rue Lepic. No soy de tienda; llevo mis verduras en un carrito. Todos los del barrio me conocen. Hace cuarenta años que tengo allí mi puesto ambulante, y....

El funcionario quiso interrumpirla, pero ella se enojó.

—¡Si el señor comisario no me deja hablar!... Cada uno se expresa como puede y contesta como su inteligencia se lo permite.

El comisario se reclinó en un brazo del sillón, y poniendo los ojos en alto empezó á juguetear con el cortapapeles. Estaba acostumbrado á los delincuentes verbosos que no acaban de hablar nunca. ¡Paciencia!...

—En 1870, cuando la otra guerra—continuó la vieja—, tenía yo veintidós años. Mi marido fué guardia nacional durante el sitio de París y yo cantinera de su batallón. En una de las salidas contra los prusianos hirieron á mi hombre, y le salvé la vida. Luego tuve que trabajar mucho para mantener á un marido inválido y á una hija única.... Mi marido murió; mi hija murió también, dejándome dos nietos.

Hizo una pausa para darse cuenta de si la escuchaban. No lo supo con certeza. El agente permanecía rígido y silencioso, como un buen soldado, junto al comisario. Éste silbaba ligeramente, moviendo el cuchillo de madera y mirando al techo.


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21 págs. / 38 minutos / 57 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Venganza Moruna

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Casi todos los que ocupaban aquel vagón de tercera conocían a Marieta, una buena moza vestida de luto, que, con un niño de pechos en el regazo, estaba junto a una ventanilla, rehuyendo las miradas y la conversación de sus vecinas.

Las viejas labradoras la miraban, unas con curiosidad y otras con odio, a través de las asas de sus enormes cestas y de los fardos que descansaban sobre sus rodillas, con todas las compras hechas en Valencia. Los hombres, mascullando la tagarnina, lanzábanla ojeadas de ardoroso deseo.

En todos los extremos del vagón hablábase de ella relatando su historia.

Era la primera vez que Marieta se atrevía a salir de casa después de la muerte de su marido. Tres meses habían pasado desde entonces. Sin duda sentía miedo a Teulaí, el hermano menor de su marido, un sujeto que a los veinticinco años era el terror del distrito; un amante loco de la escopeta y la valentía que, naciendo rico, había abandonado los campos para vivir unas veces en los pueblos, por la tolerancia de los alcaldes, y otras en la montaña, cuando se atrevían a acusarle los que le querían mal.

Marieta parecía satisfecha y tranquila. ¡Oh, la mala piel! Con un alma tan negra, y miradla qué guapetona, qué majestuosa; parecía una reina.

Los que nunca la habían visto se extasiaban ante su hermosura. Era como las vírgenes patronas de los pueblos: la tez, con pálida transparencia de cera, bañada a veces por un oleaje de rosa; los ojos negros, rasgados, de largas pestañas; el cuello soberbio, con dos líneas horizontales que marcaban la tersura de la blanca carnosidad; alta, majestuosa, con firmes redondeces, que al menor movimiento poníanse de relieve bajo el negro vestido.

Sí, era muy guapa. Así se comprendía la locura de su pobre marido.


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7 págs. / 13 minutos / 108 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Femater

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


El primer dia que a Nelet le enviaron solo a la ciudad, su inteligencia de chicuelo torpe adivinó vagamente que iba a entrar en un nuevo periodo de su vida.

Comenzaba a ser hombre. Su madre se quejaba de verle jugar a todas horas, sin servir para otra cosa, y el hecho de colgarle el capazo a la espalda, enviándolo a Valencia a recoger estiércol, equivalia a la sentencia de que, en adelante, tendria que ganarse el mendrugo negro y la cucharada de arroz haciendo algo más que saltar acequias, cortar flautas en los verdes cañares o formar coronas de flores rojas y amarillas con los tupidos dompedros que adornaban la puerta de la barraca.

Las cosas iban mal. El padre, cuando no trabajaba los cuatro terrones en arriendo, iba con el viejo carro a cargar vino en Utiel; las hermanas estaban en la fábrica de sedas hilando capullo; la madre trabajaba como una bestia todo el dia, y el pequeñin, que era el gandul de la familia, debia contribuir con sus diez años, aunque no fuera más que agarrándose a la espuerta, como otros de su edad, y aumentando aquel estercolero inmediato a la barraca, tesoro que fortalecia las entrañas de la tierra, vivificando su producción.

Salió de madrugada, cuando por entre las moreras y los olivos marcábase el dia con resplandor de lejano incendio. En la espalda, sobre la burda camisa, bailoteaban al compás de la marcha el flotante rabo de su pañuelo anudado a las sienes y el capazo de esparto, que parecia una joroba. Aquel dia estrenaba ropa: unos pantalones de pana de su padre, que podian ir solos por todos los caminos de la provincia sin riesgo de perderse, y que, acortados por la tia Pascuala, se sostenian merced a un tirante cruzado a la bandolera.

Corrió un poco al pasar por frente al cementerio de Valencia, por antojársele que a aquella hora podian salir los muertos a tomar el fresco, y cuando se vió lejos de la fúnebre plazoleta de palmeras, moderó su paso hasta ser éste un trotecillo menudo.


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15 págs. / 26 minutos / 135 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Pared

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Siempre que los nietos del tío Rabosa se encontraban con los hijos de la viuda de Casporra en las sendas de la huerta o en las calles de Campanar, todo el vecindario comentaba el suceso. ¡Se habían mirado!... ¡Se insultaban con el gesto!... Aquello acabaría mal, y el día menos pensado el pueblo sufriría un nuevo disgusto.

El alcalde con los vecinos más notables predicaban paz a los mocetones de las dos familias enemigas, y allá iba el cura, un vejete de Dios, de una casa a otra recomendando el olvido de las ofensas.


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3 págs. / 6 minutos / 139 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Cigarra y la Hormiga

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Reverbera en las blancas fachadas el sol de las primeras horas de la tarde. Procuramos, en nuestros paseos por la plaza de un pequeño pueblo valenciano, no salirnos de las islas de sombra que trazan los plátanos sobre la tierra rojiza y ardiente.

Silencio de sueño, calma profunda de siesta veraniega. Los únicos que vivimos en este ambiente exuberante de luz somos mi amigo y yo, que conversamos bajo los árboles de la plaza, los niños que ganguean á gritos sus lecciones en la escuela próxima, siguiendo el venerable método morisco, y los enjambres de insectos que aletean, zumban y trepan en torno de los plátanos.

Calla de pronto el coro escolar, y por las ventanas abiertas llega hasta nosotros la voz de un niño, el más aplicado tal vez, que recita una fábula: La cigarra y la hormiga.

Como el griterío de una muchedumbre alborotada que contesta á ultrajantes alusiones, suena el chín-chín de numerosas cigarras moviendo sus cimbalillos entre las cortinas del follaje.

Mi amigo el naturalista se indigna mientras la voz infantil va desarrollando la acción de la conocida fábula, la cigarra imprevisora y alegre que canta sin pensar en el porvenir, y cuando llega el invierno, transida de frío y vacilante de hambre, va en busca de la hormiga para implorar un préstamo. El animal ordenado y económico, que tiene en torno los sacos llenos de cosecha y se prepara á invernar en opípara abundancia, no quiere oír la súplica de la bohemia y añade á su negativa la burla cruel: «¿No has pasado cantando el verano mientras yo trabajaba? Pues bien; ahora, baila.»


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Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Ogro

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


En todo el barrio del Pacífico era conocido aquel endiablado carretero, que alborotaba las calles con sus gritos y los furiosos chasquidos de su tralla.

Los vecinos de la gran casa en cuyo bajo vivía habían contribuido a formar su mala reputación. ¡Hombre más atroz y malhablado! ¡Y luego dicen los periódicos que la policía detiene por blasfemos!

Pepe el carretero hacía méritos diariamente, según algunos vecinos, para que le cortaran la lengua y le llenasen la boca de plomo ardiendo, como en los mejores tiempos del Santo Oficio. Nada dejaba en paz, ni humano ni divino. Se sabía de memoria todos los nombres venerables del almanaque, únicamente por el gusto de faltarles, y así que se enfadaba con sus bestias y levantaba el látigo, no quedaba santo, por arrinconado que estuviese en alguna de las casillas del mes, al que no profanase con las más sucias expresiones. En fin, ¡un horror! Y lo más censurable era que, al encararse con sus tozudos animales, azuzándoles con blasfemias mejor que con latigazos, los chiquillos del barrio acudían para escucharle con perversa atención, regodeándose ante la fecundidad inagotable del maestro.

Los vecinos, molestados a todas horas por aquella interminable sarta de maldiciones, no sabían cómo librarse de ellas.

Acudían al del piso principal, un viejo avaro, que había alquilado la cochera a Pepe no encontrando mejor inquilino.

—No hagan ustedes caso—contestaba—. Consideren que es un carretero, y que para este oficio no se exigen exámenes de urbanidad. Tiene mala lengua, eso sí; pero es hombre muy formal y paga sin retrasarse un solo día. Un poco de caridad, señores.

A la mujer del maldito blasfemo la compadecían en toda la casa.


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5 págs. / 9 minutos / 89 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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