Textos más descargados de Vicente Blasco Ibáñez etiquetados como Cuento disponibles | pág. 3

Mostrando 21 a 30 de 63 textos encontrados.


Buscador de títulos

autor: Vicente Blasco Ibáñez etiqueta: Cuento textos disponibles


12345

Noche de Bodas

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Fué aquel jueves, para Benimaclet, un verdadero día de fiesta.

No se tiene con frecuencia la satisfacción de que un hijo del pueblo, un arrapiezo, al que se ha visto corretear por las calles descalzo y con la cara sucia, se convierta, tras años y estudios, en todo un señor cura: por esto, pocos fueron los que dejaron de asistir a la primera misa que cantaba Visantet, digo mal, don Vicente, el hijo de la siñá Pascuala y el tio Nelo, conocido por el Bollo.

Desde la plaza, inundada por el tibio sol de primavera, en cuya atmósfera luminosa moscas y abejorros trazaban sus complicadas contradanzas brillando como chispas de oro, la puerta de la iglesia, enorme boca por la que escapaba el vaho de la multitud, parecia un trozo de negro cielo, en el que se destacaban como simétricas constelaciones los puntos luminosos de los cirios.

¡Qué derroche de cera! Bien se conocia que era la madrina aquella señora de Valencia, de la que los Bollos eran arrendatarios, la cual habia costeado la carrera del chico.

En toda la iglesia no quedaba capillita ni hueco donde no ardiesen cirios; las arañas, cargadas de velas, centelleaban con irisados reflejos, y al humo de la cera uniase el perfume de las flores, que formaban macizos sobre la mesa del altar, festoneaban las comisas y pendian de las lámparas en apretados manojos.

Era antigua la amistad entre la familia de los Bollos y la siñá Tona y su hija, famosas floristas que tenian su puesto en el mercado de Valencia, y nada más natural que las dos mujeres hubiesen pasado a cuchillo su huerto, matando la venta de una semana para celebrar dignamente la primera misa del hijo de la siñá Pascuala.


Leer / Descargar texto

Dominio público
20 págs. / 35 minutos / 130 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Marinoni

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


A mi amigo Ramón Ortega.

I

José no tenía otro amor ni otra familia en el mundo que aquella máquina, junto a la cual había pasado casi toda su existencia.

Todas las mañanas, cuando a las ocho atravesaba el portal de la imprenta y entraba en aquel patio sucio y húmedo, a cuyo fondo a través de la claraboya de ennegrecidos cristales jamás llegaban los rayos solares y en el centro del cual alzaba orgulloso aquel ser de complicada organización nacido en los talleres de la casa Marinoni, lo primero que hacía era plantarse junto al centro de ella, contemplarla repetidas veces de un extremo a otro con verdadera fruición, y por fin darle una palmadita como el jockey que acaricia al caballo antes de empezar la carrera.

Aquel organismo de hierro, como antes hemos dicho, lo era todo para José. Una parte de su espíritu estaba en la máquina.

El no tenía familia alguna ni amaba a nadie, excepción hecha de su Marinoni; no defendía ninguna clase de ideal; los hombres eminentes sólo le inspiraban indiferencia, y si profesaba respeto y veneración a alguien era al que había fabricado aquel complicado mecanismo.

Cuando hablaba con alguien de su máquina, lo hacía con la fruición propia del libertino que describe a una beldad.

—¡Oh! Es una hermosa máquina, una verdadera Marinoni, dulce y sumisa, que siempre está dispuesta a obedecer, y que puede manejarla un niño. Yo la cuido mucho.

Y si esto lo decía allí junto a la máquina, hacía que su interlocutor se fijara en lo coruscantes que estaban las piezas doradas; la fijeza de los tornillos en sus tuercas, lo engrasadas que se encontraban las ruedas y lo bien puestas que aparecían las cintas.

No era de extrañar el buen estado en que se encontraba la máquina: todas las mañanas, apenas llegaba él a la imprenta, hacía poner en movimiento a todo el departamento que tenía bajo sus órdenes.


Leer / Descargar texto

Dominio público
12 págs. / 22 minutos / 43 visitas.

Publicado el 17 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

Los Cuatro Hijos de Eva

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

Iba á terminar la siega en la gran estancia argentina llamada «La Nacional». Los hombres venidos de todas partes para recoger la cosecha huían del amontonamiento en las casas de los peones y en las dependencias donde estaban guardadas las máquinas de labranza con los fardos de alfalfa seca. Preferían dormir al aire libre, teniendo por almohada el saco que contenía todos sus bienes terrenales y les había acompañado en sus peregrinaciones incesantes.

Se encontraban allí hombres de casi todos los países de Europa. Algunos eternos vagabundos se habían lanzado á correr la tierra entera para saciar su sed de aventuras, y estaban temporalmente en la pampa argentina, unos cuantos meses nada más, antes de trasladar su existencia inquieta á la Australia ó al Cabo de Buena Esperanza. Otros, simples labriegos, españoles ó italianos, habían atravesado el Atlántico atraídos por la estupenda novedad de ganar seis pesos diarios por el mismo trabajo que en su país era pagado con unos cuantos céntimos.

Los más de los segadores pertenecían á la clase de emigrantes que los propietarios argentinos llaman «golondrinas»; pájaros humanos que cada año, cuando las primeras nieves cubren el suelo de su país, abandonan las costas de Europa, levantando el vuelo hacia el clima más cálido del hemisferio meridional. Trabajan duramente verano y otoño, y cuando el viento pampero empieza á azotar las llanuras, asustados por la proximidad del invierno, regresan á los lugares de procedencia, donde la tierra empieza á despertar entonces bajo las primeras caricias primaverales.


Leer / Descargar texto

Dominio público
27 págs. / 48 minutos / 74 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Lobos de Mar

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Retirado de los negocios después de cuarenta años de navegación con toda clase de riesgos y aventuras el capitán Llovet era el vecino más importante del Cabañal, una población de casas blancas de un solo piso, de calles anchas, rectas y ardientes de sol, semejante a una pequeña ciudad americana.

La gente de Valencia que veraneaba allí miraba con curiosidad al viejo lobo de mar, sentado en un gran sillón bajo el toldo de listada lona que sombreaba la puerta de su casa. Cuarenta años pasados a la intemperie, en la cubierta de un buque, sufriendo la lluvia y los rociones del oleaje, le habían infiltrado la humedad hasta los mismos huesos, y esclavo del reuma, permanecía en su sillón, prorrumpiendo en quejidos y juramentos cada vez que se ponía en pie. Alto, musculoso, con el vientre hinchado y caído sobre las piernas, la cara bronceada por el sol y cuidadosamente afeitada, el capitán parecía un cura en vacaciones, tranquilo y bonachón en la puerta de su casa. Sus ojos grises, de mirada fija e imperativa, ojos de hombre habituado al mando, eran lo único que justificaba la fama del capitán Llovet, la leyenda sombría que flotaba en torno de su nombre.

Había pasado su vida en continua lucha con la Marina Real inglesa, burlando la persecución de los cruceros en su famoso bergantín repleto de carne negra que transportaba desde la costa de Guinea a las Antillas. Audaz y de una frialdad inalterable, jamás le vieron oscilar sus marineros.


Leer / Descargar texto

Dominio público
5 págs. / 8 minutos / 185 visitas.

Publicado el 28 de mayo de 2020 por Edu Robsy.

Las Vírgenes Locas

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

Eran dos hermanas, Berta y Julieta, huérfanas de un diplomático que había hecho desarrollarse su niñez en lejanos países del Extremo Oriente y la América del Sur; dos hermanas libres de toda vigilancia de familia, jóvenes, de escasa renta y numerosas relaciones, que figuraban en todas las fiestas de París. Los tés de la tarde que se convierten en bailes las veían llegar con exacta puntualidad. Una ráfaga alegre parecía seguir el revoloteo de sus faldas.

—Ya están aquí las señoritas de Maxeville.

Y los violines sonaban con más dulzura, las luces adquirían mayor brillo en el crepúsculo invernal, los hombres entornaban los ojos acariciándose el bigote, y algunas matronas corrían instintivamente sus sillas atrás, apartando los ojos como si viesen de pronto, formando montón, todas las perversiones de la época.

Ninguna joven osaba imitar los vestidos audaces, los ademanes excéntricos, las palabras de sentido ambiguo que formaban el encanto picante y perturbador de las dos hermanas. Todos los atrevimientos perturbadores del gran mundo encontraban su apoyo. Habían dado los primeros pasos hacía la gloria bailando el cake-walk en los salones, hace muchos años, ¡muchos! cinco ó seis cuando menos, en la época remota que la humanidad gustaba aún de tales vejeces. Después apadrinaron la «danza del oso», el tango, la machicha y la furlana.

Su inconsciente regocijo, al ir más allá de los límites permitidos, escandalizaba á las señoras viejas. Luego, hasta las más adustas acababan por perdonarlas. «Unas locas estas Maxeville.... ¡Pero tan buenas!»


Leer / Descargar texto

Dominio público
7 págs. / 12 minutos / 76 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Vieja del Cinema

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

El comisario de Policía miró duramente á la mujer de pelo blanco que se había sentado ante su escritorio sin que él la invitase. Luego bajó la cabeza para leer el papel que le presentaba un agente puesto de pie al lado de su sillón.

—Escándalo en un cinema—dijo, al mismo tiempo que leía—; insultos á la autoridad; atentado de hecho contra un agente.... ¿Qué tiene usted que alegar?

La vieja, que había permanecido hasta entonces mirando fijamente al comisario y á su subordinado tal vez sin verlos, hizo un movimiento de sorpresa, lo mismo que si despertase.

—Yo, señor comisario, vendo hortalizas por las mañanas en la rue Lepic. No soy de tienda; llevo mis verduras en un carrito. Todos los del barrio me conocen. Hace cuarenta años que tengo allí mi puesto ambulante, y....

El funcionario quiso interrumpirla, pero ella se enojó.

—¡Si el señor comisario no me deja hablar!... Cada uno se expresa como puede y contesta como su inteligencia se lo permite.

El comisario se reclinó en un brazo del sillón, y poniendo los ojos en alto empezó á juguetear con el cortapapeles. Estaba acostumbrado á los delincuentes verbosos que no acaban de hablar nunca. ¡Paciencia!...

—En 1870, cuando la otra guerra—continuó la vieja—, tenía yo veintidós años. Mi marido fué guardia nacional durante el sitio de París y yo cantinera de su batallón. En una de las salidas contra los prusianos hirieron á mi hombre, y le salvé la vida. Luego tuve que trabajar mucho para mantener á un marido inválido y á una hija única.... Mi marido murió; mi hija murió también, dejándome dos nietos.

Hizo una pausa para darse cuenta de si la escuchaban. No lo supo con certeza. El agente permanecía rígido y silencioso, como un buen soldado, junto al comisario. Éste silbaba ligeramente, moviendo el cuchillo de madera y mirando al techo.


Leer / Descargar texto

Dominio público
21 págs. / 38 minutos / 53 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Vejez

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


¿Qué es lo que los hombres tememos y deseamos al mismo tiempo en el curso de nuestra vida?…

La vejez.

La tememos porque es signo de debilidad y decadencia, heraldo que pre-gona un próximo fin, mensaje de la destrucción y de la nada.

Nos sonrie la esperanza de ver llegar a esta huéspeda importuna, porque es una garantía de que nuestra existencia no se cortará brusca e inesperadamente. La animosidad con que pensamos en esta viajera odiada y deseada a la vez, que ha de llegar puntualmente cuando suene su hora, es producto, en gran parte, de un error.

Confundimos lamentablemente la vejez con la decrepitud.

Hombres hay que a los treinta años son decrépitos y agonizan lentamente. En cambio, viejos de ochenta gozan de la santa alegría de vivir.

—¿Qué es la vejez?…

La Humanidad ha pasado miles de años sin pensar en esto, como en tantos fenómenos de su existencia que ve de cerca todos los días con la distracción de la costumbre, sin sentir curiosidad ni preguntarse sus causas.

Ocurre con la vejez lo que con la muerte. Sabemos que ha de llegar, pero la vemos tan lejos, ¡tan lejos!, durante una gran parte de nuestra vida, que sólo nos inspira la falsa emoción de una catástrofe ocurrida en un lugar lejano del globo. Nos lamentamos, pero nuestro egoísmo, al ver que no nos toca de cerca el peligro, hace que las palabras no tengan eco en el pensamiento. También estamos seguros de que algún día ha de llegar el fin del mundo, la muerte de nuestro planeta; pero esto es tan remoto, que no turba ni por un instante la paz de nuestros días.


Leer / Descargar texto

Dominio público
6 págs. / 11 minutos / 64 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Sublevación de Martínez

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

Después que triunfó la revolución, y sus caudillos, instalados definitivamente en la capital de Méjico, se repartieron los principales cargos—desde presidente de la República hasta rector de la Universidad—, el valeroso Doroteo Martínez empezó á sentirse aburrido, sin atinar con la causa.

En verdad, no podía quejarse de su suerte. Seis años antes era segundo capataz en la hacienda de un gran señor que pasaba la mayor parte del tiempo en París.

Un día montó a caballo para seguir á los vengadores de Madero y derribar a su asesino Huerta. ¿Por qué no había de ser revolucionario, á semejanza de otros mejicanos de tan humilde origen como él, que llegaban á ministros y hasta presidentes?... Guadalupe su mujer, carácter despótico, opuesto sistemáticamente á todas sus decisiones, aceptó esta vez con entusiasmo el proyecto de dedicarse á la guerra.

—A ver si llegas a general—le dijo—. ¡Está una tan cansada de ver generalas que empezaron siendo criadas!...

El miedo a la mujer, una buena suerte incansable y el afán de que su nombre apareciese en letras de imprenta y fuese cantado en verso con acompañamiento de guitarra, le empujaron en su ascensión gloriosa. A los treinta años se vió general de brigada, sin haber tropezado con grandes obstáculos. Su astucia de campesino le hizo saltar oportunamente de un grupo á otro en las contiendas civiles que surgieron al final de la revolución, adivinando quién iba á triunfar y quién iba á sumirse para siempre en la desgracia y el olvido.

Su primer jefe y maestro fué Pancho Villa. A sus órdenes hizo la mayor parte de la guerra; pero al verlo en lucha con Carranza, presintió que este antiguo «ranchero», de porte solemne y aseñorado, al que llamaban «el viejo barbón», tenía más aspecto de presidente que el antiguo bandido, y se fué con él.


Leer / Descargar texto

Dominio público
23 págs. / 41 minutos / 46 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Rabia

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


De toda la contornada acudían los vecinos de la huerta a la barraca de Caldera, entrando en ella con cierto encogimiento, mezcla de emoción y de miedo.

¿Cómo estaba el chico? ¿Iba mejorando?... El tío Pascual, rodeado de su mujer, sus cuñadas y hasta los más remotos parientes, congregados por la desgracia, acogía con melancólica satisfacción este interés del vecindario por la salud de su hijo. Sí: estaba mejor. En dos días no le había dado aquella «cosa» horripilante que ponía en conmoción a la barraca. Y los taciturnos labradores amigos de Caldera, las buenas comadres vociferantes en sus emociones, asomábanse a la puerta del cuarto, preguntando con timidez: «¿Cóm estás?».

El único hijo de Caldera estaba allí, unas veces acostado, por imposición de su madre, que no podía concebir enfermedad alguna sin la taza de caldo y la permanencia entre sábanas; otras veces sentado, con la quijada entre las manos, mirando obstinadamente al rincón más oscuro del cuarto. El padre, frunciendo sus cejas abultadas y canosas, paseábase bajo el emparrado de la puerta al quedar solo, o a impulsos de la costumbre iba a echar un vistazo a los campos inmediatos, pero sin voluntad para encorvarse y arrancar una mala hierba de las que comenzaban a brotar en los surcos. ¡Lo que a él le importaba ahora aquella tierra, en cuyas entrañas había dejado el sudor de su cuerpo y la energía de sus músculos!... Sólo tenía aquel hijo, producto de un tardío matrimonio, y era un robusto mozo, trabajador y taciturno como él; un soldado de la tierra, que no necesitaba mandatos y amenazas para cumplir sus deberes; pronto a despertar a medianoche, cuando llegaba el turno del riego y había que dar de beber a los campos bajo la luz de las estrellas; ágil para saltar de su cama de soltero en el duro banco de la cocina, repeliendo zaleas y mantas y calzándose las alpargatas al oír la diana del gallo madrugador.


Leer / Descargar texto

Dominio público
10 págs. / 17 minutos / 32 visitas.

Publicado el 29 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

La Pared

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Siempre que los nietos del tío Rabosa se encontraban con los hijos de la viuda de Casporra en las sendas de la huerta o en las calles de Campanar, todo el vecindario comentaba el suceso. ¡Se habían mirado!... ¡Se insultaban con el gesto!... Aquello acabaría mal, y el día menos pensado el pueblo sufriría un nuevo disgusto.

El alcalde con los vecinos más notables predicaban paz a los mocetones de las dos familias enemigas, y allá iba el cura, un vejete de Dios, de una casa a otra recomendando el olvido de las ofensas.


Leer / Descargar texto

Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 137 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

12345