—La tenía sobre mis rodillas —dijo el amigo Martínez—, y comenzaba a fatigarme la tibia pesadez de su cuerpo de buena moza.
Decoración... la de siempre en tales sitios. Espejos de empañada luna
con nombres grabados, semejantes a las telarañas; divanes de terciopelo
desteñido, con muelles que chillaban escandalosamente; la cama, con
teatrales colgaduras, limpia y vulgar como una acera, impregnada de ese
lejano olor de ajo de los cuerpos acariciados; y en las paredes,
retratos de toreros, cromos baratos con púdicas señoritas oliendo una
rosa o contemplando lánguidamente a un gallardo cazador.
Era el aparato escénico de la celda de preferencia en el convento del
vicio; el gabinete elegante, reservado para los señores distinguidos; y
ella, una muchachota dura, fornida, que parecía traer el puro aire de
los montes a aquel pesado ambiente de casa cerrada, saturado de colonia
barata, polvos de arroz y vaho de palanganas sucias.
Al hablarme acariciaba con infantil complacencia las cintas de su
bata: una soberbia pieza de raso, de amarillo rabioso, algo estrecha
para su cuerpo, y que yo recordaba haber visto meses antes sobre los
fláccidos encantos de otra pupila muerta, según noticias, en el
hospital.
¡Pobre muchacha! Estaba hecha un mamarracho: los duros y abundantes
cabellos peinados a la griega con hilos de cuentas de vidrio; las
mejillas lustrosas por el roclo del sudor, cubiertas de espesa capa de
velutina; y como para revelar su origen, los brazos de hombruna
robustez, morenos y duros, se escapaban de las amplias mangas de su
vestidura de corista.
Al verme seguir con mirada atenta todos los detalles de su
extravagante adorno creyóse objeto de admiración, y echó atrás su cabeza
con petulante gesto.
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