Textos mejor valorados de Vicente Blasco Ibáñez etiquetados como Cuento disponibles | pág. 7

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autor: Vicente Blasco Ibáñez etiqueta: Cuento textos disponibles


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El Último León

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Apenas se reunió la junta del respetable gremio de los blanquers en su capilla, inmediata a las torres de Serranos, el señor Vicente pidió la palabra. Era el más viejo de los curtidores de Valencia. Muchos maestros, siendo aprendices, lo habían conocido igual que ahora con su bigote blanco en forma de cepillo, la cara hecha un sol de arrugas, los ojos agresivos y una delgadez esquelética, como si todo el jugo de su vida se hubiese perdido en el diario remojón de los pies y los brazos en las tinas del curtido.

Él era el único representante de las glorias del gremio, el último superviviente de aquellos blanquers, honra de la historia valenciana. Los nietos de sus antiguos camaradas se habían pervertido con el progreso de los tiempos: eran dueños de grandes fábricas con centenares de obreros, pero se verían apurados si les obligaban a curtir una piel con sus manos blandas de comerciantes. Sólo él podía llamarse blanquer, trabajando diariamente en su casucha, cercana a la casa gremial; maestro y obrero a un tiempo, sin otros auxiliares que los hijos y los nietos; el taller a la antigua usanza, con un dulce ambiente de familia, sin amenazas de huelga ni disgustos por la cuantía del jornal.


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Dominio público
8 págs. / 14 minutos / 27 visitas.

Publicado el 29 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

El Lujo

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


—La tenía sobre mis rodillas —dijo el amigo Martínez—, y comenzaba a fatigarme la tibia pesadez de su cuerpo de buena moza.

Decoración... la de siempre en tales sitios. Espejos de empañada luna con nombres grabados, semejantes a las telarañas; divanes de terciopelo desteñido, con muelles que chillaban escandalosamente; la cama, con teatrales colgaduras, limpia y vulgar como una acera, impregnada de ese lejano olor de ajo de los cuerpos acariciados; y en las paredes, retratos de toreros, cromos baratos con púdicas señoritas oliendo una rosa o contemplando lánguidamente a un gallardo cazador.

Era el aparato escénico de la celda de preferencia en el convento del vicio; el gabinete elegante, reservado para los señores distinguidos; y ella, una muchachota dura, fornida, que parecía traer el puro aire de los montes a aquel pesado ambiente de casa cerrada, saturado de colonia barata, polvos de arroz y vaho de palanganas sucias.

Al hablarme acariciaba con infantil complacencia las cintas de su bata: una soberbia pieza de raso, de amarillo rabioso, algo estrecha para su cuerpo, y que yo recordaba haber visto meses antes sobre los fláccidos encantos de otra pupila muerta, según noticias, en el hospital.

¡Pobre muchacha! Estaba hecha un mamarracho: los duros y abundantes cabellos peinados a la griega con hilos de cuentas de vidrio; las mejillas lustrosas por el roclo del sudor, cubiertas de espesa capa de velutina; y como para revelar su origen, los brazos de hombruna robustez, morenos y duros, se escapaban de las amplias mangas de su vestidura de corista.

Al verme seguir con mirada atenta todos los detalles de su extravagante adorno creyóse objeto de admiración, y echó atrás su cabeza con petulante gesto.


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 58 visitas.

Publicado el 29 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

La Rabia

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


De toda la contornada acudían los vecinos de la huerta a la barraca de Caldera, entrando en ella con cierto encogimiento, mezcla de emoción y de miedo.

¿Cómo estaba el chico? ¿Iba mejorando?... El tío Pascual, rodeado de su mujer, sus cuñadas y hasta los más remotos parientes, congregados por la desgracia, acogía con melancólica satisfacción este interés del vecindario por la salud de su hijo. Sí: estaba mejor. En dos días no le había dado aquella «cosa» horripilante que ponía en conmoción a la barraca. Y los taciturnos labradores amigos de Caldera, las buenas comadres vociferantes en sus emociones, asomábanse a la puerta del cuarto, preguntando con timidez: «¿Cóm estás?».

El único hijo de Caldera estaba allí, unas veces acostado, por imposición de su madre, que no podía concebir enfermedad alguna sin la taza de caldo y la permanencia entre sábanas; otras veces sentado, con la quijada entre las manos, mirando obstinadamente al rincón más oscuro del cuarto. El padre, frunciendo sus cejas abultadas y canosas, paseábase bajo el emparrado de la puerta al quedar solo, o a impulsos de la costumbre iba a echar un vistazo a los campos inmediatos, pero sin voluntad para encorvarse y arrancar una mala hierba de las que comenzaban a brotar en los surcos. ¡Lo que a él le importaba ahora aquella tierra, en cuyas entrañas había dejado el sudor de su cuerpo y la energía de sus músculos!... Sólo tenía aquel hijo, producto de un tardío matrimonio, y era un robusto mozo, trabajador y taciturno como él; un soldado de la tierra, que no necesitaba mandatos y amenazas para cumplir sus deberes; pronto a despertar a medianoche, cuando llegaba el turno del riego y había que dar de beber a los campos bajo la luz de las estrellas; ágil para saltar de su cama de soltero en el duro banco de la cocina, repeliendo zaleas y mantas y calzándose las alpargatas al oír la diana del gallo madrugador.


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Dominio público
10 págs. / 17 minutos / 32 visitas.

Publicado el 29 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

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