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autor: Vicente Blasco Ibáñez etiqueta: Cuento textos disponibles


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Puesta de Sol

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

La duquesa de Pontecorvo dejó su automóvil a la entrada de Roquebrune. Luego, apoyándose en el brazo de un lacayo, empezó a subir las callejuelas de este pueblo de los Alpes Marítimos, estrechas, tortuosas y en pendiente, con pavimentos de losas azules e irregulares, incrustadas unas en otras. A trechos, estas callejuelas se convertían en túneles, al atravesar el piso inferior de una casa blanca que obstruía el paso, lo mismo que en las poblaciones musulmanas.

Todas las tardes de cielo despejado, la vieja señora subía desde la ribera del Mediterráneo para contemplar la puesta de sol sentada en el jardín de la iglesia. Era un lugar descubierto por ella algunas semanas antes, y del que hablaba con entusiasmo a sus amigas.

Una vanidad igual a la de los exploradores de tierras misteriosas la hacía soportar alegremente el cansancio que representaba para sus ochenta años remontar las cuestas de estas calles de villorrio medioeval, por las que nunca había pasado un carro, y que no se prestaban a otro medio de locomoción que el asno o la mula.

Tenía la duquesa la flácida obesidad de una vejez que se resiste a la momificación, y sólo le era posible andar apoyándose en una caña de Indias con puño de oro, recuerdo de su difunto esposo el duque de Pontecorvo, mariscal de Napoleón III y héroe de la guerra de Italia contra los austríacos. A pesar de la hinchazón de sus piernas, se movía con cierta vivacidad juvenil, que delataba las impaciencias de un carácter inquieto y nervioso.


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Dominio público
23 págs. / 40 minutos / 48 visitas.

Publicado el 18 de enero de 2022 por Edu Robsy.

Marinoni

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


A mi amigo Ramón Ortega.

I

José no tenía otro amor ni otra familia en el mundo que aquella máquina, junto a la cual había pasado casi toda su existencia.

Todas las mañanas, cuando a las ocho atravesaba el portal de la imprenta y entraba en aquel patio sucio y húmedo, a cuyo fondo a través de la claraboya de ennegrecidos cristales jamás llegaban los rayos solares y en el centro del cual alzaba orgulloso aquel ser de complicada organización nacido en los talleres de la casa Marinoni, lo primero que hacía era plantarse junto al centro de ella, contemplarla repetidas veces de un extremo a otro con verdadera fruición, y por fin darle una palmadita como el jockey que acaricia al caballo antes de empezar la carrera.

Aquel organismo de hierro, como antes hemos dicho, lo era todo para José. Una parte de su espíritu estaba en la máquina.

El no tenía familia alguna ni amaba a nadie, excepción hecha de su Marinoni; no defendía ninguna clase de ideal; los hombres eminentes sólo le inspiraban indiferencia, y si profesaba respeto y veneración a alguien era al que había fabricado aquel complicado mecanismo.

Cuando hablaba con alguien de su máquina, lo hacía con la fruición propia del libertino que describe a una beldad.

—¡Oh! Es una hermosa máquina, una verdadera Marinoni, dulce y sumisa, que siempre está dispuesta a obedecer, y que puede manejarla un niño. Yo la cuido mucho.

Y si esto lo decía allí junto a la máquina, hacía que su interlocutor se fijara en lo coruscantes que estaban las piezas doradas; la fijeza de los tornillos en sus tuercas, lo engrasadas que se encontraban las ruedas y lo bien puestas que aparecían las cintas.

No era de extrañar el buen estado en que se encontraba la máquina: todas las mañanas, apenas llegaba él a la imprenta, hacía poner en movimiento a todo el departamento que tenía bajo sus órdenes.


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Dominio público
12 págs. / 22 minutos / 45 visitas.

Publicado el 17 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

En la Costa Azul

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I. El Carnaval en Niza

Niza es la heredera de Venecia. Durante varios siglos, los ricos ganosos de divertirse y los aventureros de vida novelesca arrostraron las molestias y peligros de los viajes de entonces para presenciar en la ciudad adriática las fiestas de un Carnaval que duraba meses. Ahora, los medios de comunicación son más fáciles; el placer se ha democratizado, lo mismo que los conocimientos humanos y las comodidades de nuestra existencia, y el ferrocarril y el trasatlántico traen miles de espectadores al Carnaval de Niza.

La Naturaleza gusta de travesear en estos días. Un sol primaveral derrama sus oros sobre la Costa Azul casi todo el invierno, y al llegar la semana carnavalesca raro es el año que no cae una lluvia inoportuna. Pero como Niza necesita defender su célebre fiesta, y la muchedumbre de viajeros llega dispuesta a divertirse, sea como sea, las máscaras arrostran la intemperie, el público abre sus paraguas, y los desfiles continúan bajo esa lluvia violenta y tibia de los países solares, donde los aguaceros son ruidosos pero de corta duración.

El Carnaval de Niza ha acabado por ser algo indispensable para su vida, y ninguna otra ciudad lo puede copiar. Los particulares colaboran con el Municipio; cada nicense aporta su iniciativa. Capitales de mayor importancia podrían organizar desfiles de carrozas más suntuosas; pero creo imposible que encontrasen una ayuda individual, una colaboración «patriótica» como la de los habitantes de esta ciudad. El pueblo nicense considera que es deber suyo engrosar el número de las máscaras, y familias enteras se cubren con el disfraz para gritar en las calles, danzar o ir saltando de una acera a otra, todo para mayor gloria y provecho de su tierra.


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Dominio público
36 págs. / 1 hora, 4 minutos / 43 visitas.

Publicado el 18 de enero de 2022 por Edu Robsy.

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