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autor: Vicente Blasco Ibáñez etiqueta: Cuento


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La Tumba de Alí-Bellús

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


—Era en aquel tiempo —dijo el escultor García— en que me dedicaba, para conquistar el pan, a restaurar imágenes y dorar altares, corriendo de este modo casi todo el reino de Valencia.

Tenía un encargo de importancia: restaurar el altar mayor de la iglesia de Bellús, obra pagada con cierta manda de una vieja señora, y allá fuí con dos aprendices, cuya edad no se difenrenciaba mucho de la mía. Vivíamos en casa del cura, un señor incapaz de reposo, que apenas terminaba su misa ensillaba el macho para visitar a los compañeros de las vecinas parroquias, o empuñaba la escopeta, y con balandrán y gorro de seda, salía a despoblar de pájaros la huerta. Y mientras él andaba por el mundo, yo con mis dos compañeros metidos en la iglesia, sobre los andamios del altar mayor, complicada fábrica del siglo XVII, sacando brillo a los dorados o alegrándoles los mofletes a todo un tropel de angelitos que asomaban entre la hojarasca como chicuelos juguetones.


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Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 83 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Condenada

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Catorce meses llevaba Rafael en la estrecha celda.

Tenía por mundo aquellas cuatro paredes, de un triste blanco de hueso, cuyas grietas y desconchaduras se sabía de memoria; su sol era el alto ventanillo cruzado por hierros que cortaban la azul mancha del cielo; y del suelo de ocho pasos apenas si era suya la mitad, por culpa de aquella cadena escandalosa y chillona, cuya argolla, incrustándosele en el tobillo, había llegado casi a amalgamarse con su carne.

Estaba condenado a muerte, y mientras en Madrid hojeaban por última vez los papelotes de su proceso, él se pasaba allí meses y meses enterrado en vida, pudriéndose, como animado cadáver, en aquel ataúd de argamasa, deseando, como un mal momentáneo que pondría fin a otros mayores, que llegase pronto la hora en que le apretaran el cuello, terminando todo de una vez.

Lo que más le molestaba era la limpieza; aquel suelo barrido todos los días y bien fregado, para que la humedad, filtrándose a través del petate, se le metiera en los huesos; aquellas paredes, en las que no se dejaba tener ni una mota de polvo. Hasta la compañía de la suciedad le quitaban al preso. Soledad completa. Si allí entrasen ratas, tendría el consuelo de partir con ellas la escasa comida y hablarlas como buenas compañeras; si en los rincones hubiera encontrado una araña, se habría entretenido domesticándola.


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5 págs. / 10 minutos / 222 visitas.

Publicado el 20 de abril de 2016 por Edu Robsy.

La Vieja del Cinema

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

El comisario de Policía miró duramente á la mujer de pelo blanco que se había sentado ante su escritorio sin que él la invitase. Luego bajó la cabeza para leer el papel que le presentaba un agente puesto de pie al lado de su sillón.

—Escándalo en un cinema—dijo, al mismo tiempo que leía—; insultos á la autoridad; atentado de hecho contra un agente.... ¿Qué tiene usted que alegar?

La vieja, que había permanecido hasta entonces mirando fijamente al comisario y á su subordinado tal vez sin verlos, hizo un movimiento de sorpresa, lo mismo que si despertase.

—Yo, señor comisario, vendo hortalizas por las mañanas en la rue Lepic. No soy de tienda; llevo mis verduras en un carrito. Todos los del barrio me conocen. Hace cuarenta años que tengo allí mi puesto ambulante, y....

El funcionario quiso interrumpirla, pero ella se enojó.

—¡Si el señor comisario no me deja hablar!... Cada uno se expresa como puede y contesta como su inteligencia se lo permite.

El comisario se reclinó en un brazo del sillón, y poniendo los ojos en alto empezó á juguetear con el cortapapeles. Estaba acostumbrado á los delincuentes verbosos que no acaban de hablar nunca. ¡Paciencia!...

—En 1870, cuando la otra guerra—continuó la vieja—, tenía yo veintidós años. Mi marido fué guardia nacional durante el sitio de París y yo cantinera de su batallón. En una de las salidas contra los prusianos hirieron á mi hombre, y le salvé la vida. Luego tuve que trabajar mucho para mantener á un marido inválido y á una hija única.... Mi marido murió; mi hija murió también, dejándome dos nietos.

Hizo una pausa para darse cuenta de si la escuchaban. No lo supo con certeza. El agente permanecía rígido y silencioso, como un buen soldado, junto al comisario. Éste silbaba ligeramente, moviendo el cuchillo de madera y mirando al techo.


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Dominio público
21 págs. / 38 minutos / 65 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Rey de las Praderas

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

Durante su último año en la Universidad de mujeres donde hacía sus estudios, la impetuosa Mina Graven expresó siempre el mismo deseo.

Sus compañeras las senior, instaladas en el mismo cuerpo de edificio que ella, hablaban de la nueva vida que iban á encontrar al salir del colegio; y las junior, que empezaban sus estudios, las oían en un silencio respetuoso de seres inferiores.

Una de las amigas de Mina pensaba casarse apenas volviese á su casa; era asunto convenido por las familias de los dos novios. Y este matrimonio de estudianta apenas emancipada de la vida escolar daba motivo para que todas las otras soñasen despiertas, á la hora del té, describiendo cada una de ellas la posición social y el aspecto físico del futuro esposo que aún se mantenía oculto en el misterio del porvenir.

—Yo quiero casarme con un millonario que me pague los mayores lujos.

—Yo, con un hombre que me quiera mucho y me obedezca en todo.... ¿Y tú, Mina?

La intrépida señorita Graven daba siempre la misma respuesta:

—Yo me casaré con un hombre célebre.

Ella no necesitaba soñar con un millonario. Todas sabían que allá, en el Oeste, existen minas de oro y pozos de petróleo cuyo valor figura en forma de pedazos de papel, y que muchas de tales acciones estaban á su nombre en los libros del millonario James Foster (padre), su tutor.

El viejo Craven había empezado su caza del dólar, como simple peón de mina, en California. La fortuna pareció divertirse siguiendo los pasos de este hombre que apenas sabía leer ni escribir. Un espíritu diabólico salido de las entrañas de la tierra le hablaba al oído, guiando sus manos.


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Dominio público
20 págs. / 35 minutos / 68 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Compasión

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


A las diez de la noche, el conde de Sagreda entró en su Círculo del bulevar de los Capuchinos. Gran movimiento de los criados para tomarle el bastón, el sombrero de innumerables reflejos y el gabán de ricas pieles, que, al separarse de sus hombros, dejó al descubierto la pechera de inmaculada nitidez, la gardenia de una solapa, todo el uniforme negro y blanco, discreto y brillante, de un gentleman que viene de comer.

La noticia de su ruina era conocida en el Círculo. Su fortuna, que quince años antes había despertado cierta resonancia en París, desparramándose fastuosamente a los cuatro vientos, estaba agotada. El conde vivía de los restos de su opulencia, como esos náufragos que subsisten sobre los despojos del buque, retardando entre angustias la llegada de la última hora. Los mismos criados que se agitaban en torno de él como esclavos de frac, conocían su desgracia y comentaban sus apuros vergonzosos; pero ni el más leve reflejo de insolencia turbaba el agua incolora de sus ojos, petrificada por la servidumbre. ¡Era tan gran señor! ¡Había tirado su dinero con tanta majestad!… Además, era un noble de veras, con esa nobleza secular cuyo rancio tufillo inspira cierta gravedad ceremoniosa a muchos ciudadanos cuyos abuelos hicieron la Revolución. No era un conde polaco de los que se dejan entretener por señoras, ni un marqués italiano que acaba haciendo trampas en el juego, ni un gran señor ruso que muchas veces vive de los fondos de la Policía; era un hidalgo, un grande de España. Tal vez alguno de sus abuelos figuraba en El Cid, en Ruy Blas o cualquiera otra de las piezas heroicas que se dan en la Comedia Francesa.

El conde entró en los salones del Círculo alta la frente, arrogante el paso, saludando a los amigos con una sonrisa fina y alegre, mezcla de altivez y frivolidad.


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Dominio público
7 págs. / 13 minutos / 113 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Marinoni

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


A mi amigo Ramón Ortega.

I

José no tenía otro amor ni otra familia en el mundo que aquella máquina, junto a la cual había pasado casi toda su existencia.

Todas las mañanas, cuando a las ocho atravesaba el portal de la imprenta y entraba en aquel patio sucio y húmedo, a cuyo fondo a través de la claraboya de ennegrecidos cristales jamás llegaban los rayos solares y en el centro del cual alzaba orgulloso aquel ser de complicada organización nacido en los talleres de la casa Marinoni, lo primero que hacía era plantarse junto al centro de ella, contemplarla repetidas veces de un extremo a otro con verdadera fruición, y por fin darle una palmadita como el jockey que acaricia al caballo antes de empezar la carrera.

Aquel organismo de hierro, como antes hemos dicho, lo era todo para José. Una parte de su espíritu estaba en la máquina.

El no tenía familia alguna ni amaba a nadie, excepción hecha de su Marinoni; no defendía ninguna clase de ideal; los hombres eminentes sólo le inspiraban indiferencia, y si profesaba respeto y veneración a alguien era al que había fabricado aquel complicado mecanismo.

Cuando hablaba con alguien de su máquina, lo hacía con la fruición propia del libertino que describe a una beldad.

—¡Oh! Es una hermosa máquina, una verdadera Marinoni, dulce y sumisa, que siempre está dispuesta a obedecer, y que puede manejarla un niño. Yo la cuido mucho.

Y si esto lo decía allí junto a la máquina, hacía que su interlocutor se fijara en lo coruscantes que estaban las piezas doradas; la fijeza de los tornillos en sus tuercas, lo engrasadas que se encontraban las ruedas y lo bien puestas que aparecían las cintas.

No era de extrañar el buen estado en que se encontraba la máquina: todas las mañanas, apenas llegaba él a la imprenta, hacía poner en movimiento a todo el departamento que tenía bajo sus órdenes.


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Dominio público
12 págs. / 22 minutos / 45 visitas.

Publicado el 17 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

La Caperuza

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Vivía yo entonces en el piso segundo, y tenía por vecino, en el primero, a don Andrés García, fiscal de profesión, figura arrogante, con muchas canas en la barba, el más buen mozo de cuantos vestían toga con vuelillos en la Audiencia: un hombre, en fin, que realizaba en su aspecto fisico ese ideal de la justicia serena, majestuosa e imponente.

Todas las tardes, al bajar la escalera, oía los mismos gritos a través de la puerta: «Pillín! ¡Vida mía..., rey de los pillos! ... ¡Ven aquí, príncipe de Asturias!»

Era la familia, que se entregaba en cuerpo y alma al culto de su ídolo. El fiscal, que acababa de llegar hambriento, anonadado por sus derroches de elocuencia que enviaban gente a presidio, abrazaba a su mujer, y ambos reían y gritaban como unos locos en tomo de la niñera, que mantenía en sus brazos al tirano de la casa, al único señor, a Pillín, un granuja que apenas tenía un año y a quien bastaba un leve grito para que los padres palideciesen de inquietud y las criadas corriesen aturdidas, no sabiendo cómo cumplir a un tiempo tantas órdenes contradictorias.

¡Vaya un matrimonio especial! La mujer era casi una niña, una señorita algo boba que aún no había salido de su asombro al verse madre. Miraba a su marido con respeto: era tímida, de carácter dúctil, y como siempre sucede en los matrimonios desiguales por la edad, donde la amistad suple al amor, don Andrés era padre y esposo a un tiempo, cuidando tanto de la madre como del niño.


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Dominio público
8 págs. / 14 minutos / 113 visitas.

Publicado el 16 de mayo de 2020 por Edu Robsy.

Golpe Doble

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Al abrir la puerta de su barraca encontró Sento un papel en el ojo de la cerradura.

Era un anónimo destilando amenazas. Le pedían cuarenta duros, y debía dejarlos aquella noche en el horno que tenía frente a su barraca.

Toda la huerta estaba aterrada por aquellos bandidos. Si alguien se negaba a obedecer tales demandas, sus campos aparecían talados, las cosechas perdidas, y hasta podía despertar a medianoche sin tiempo apenas para huir de la techumbre de paja que se venía abajo entre llamas y asfixiando con su humo nauseabundo.

Gafarró, que era el mejor mozo mejor plantado de la huerta de Ruzafa, juró descubrirlos, y se pasaba las noches emboscado en los cañares, rondando por las sendas, con la escopeta al brazo; pero una mañana lo encontraron en una acequia, con el vientre acribillado y la cabeza deshecha..., y adivina quién te dió.

Hasta los papeles de Valencia hablaban de lo que sucedía en la huerta, donde, al anochecer, se cerraban las barracas y reinaba un pánico egoísta, buscando cada cual su salvación, olvidando al vecino. Y a todo esto, el tío Batiste, el alcalde de aquel distrito de la huerta, echando rayos por la boca cada vez que las autoridades, que le respetaban como potencia electoral, hablábanle del asunto, y asegurando que él y su fiel alguacil, el Sigró, se bastaban para acabar aquella calamidad.

A pesar de esto, Sento no pensaba acudir al alcalde. ¿Para qué? No quería oír en balde baladronadas y mentiras.


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Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 150 visitas.

Publicado el 17 de mayo de 2020 por Edu Robsy.

El Viejo del Paseo de los Ingleses

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

Todas las mañanas, a las once, llegaba invariablemente al Paseo de los Ingleses, cuando mayor era en él la concurrencia. Bajo la doble fila de palmeras inmediata al mar, iban formando grupos las gentes de diversas nacionalidades y lenguas venidas a Niza durante el invierno.

El azul denso e inquieto de la bahía de los Ángeles se interrumpía al reflejar el resplandor del sol, triángulo de oro palpitante que apoyaba su vértice en la orilla, mientras resbalaban por el azul inmóvil del cielo los blancos vellones de las nubes. Una ilusión primaveral rejuvenecía a esta muchedumbre durante las horas solares. Al languidecer la tarde, el viento punzante caído de las cimas de los Alpes hacía recordar la existencia del olvidado invierno; pero en las horas meridianas, las mujeres, vestidas con colores de flor, tenían que abrir sus sombrillas para defenderse de la causticidad del sol, y los hombres sentían el orgullo de haber vencido al tiempo, mirando sus pantalones de franela blanca a través de las gafas ahumadas con que defendían sus ojos de la refracción de la luz sobre el asfalto.

Una alegría egoísta los animaba a todos al hablar del frío que estarían sufriendo a aquellas horas los que tenían la desgracia de haberse quedado en París, en Londres o en Nueva York, lejos de la asoleada Costa Azul.

Ganosos de ver y de ser vistos, se agolpaban en una pequeña sección del Paseo de los Ingleses, que tiene varios kilómetros de longitud. Las gentes colocaban sus sillas de hierro unas junto a otras, buscando hablarse con mayor intimidad, o las avanzaban más allá del vecino. Esto iba estrechando el espacio de que podían disponer los transeúntes en sus continuas idas y venidas, mas no por ello se cortaba su infatigable rosario, y seguían deslizándose entre las tortuosidades de la gente sentada, cruzando con ésta saludos y palabras.


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Dominio público
37 págs. / 1 hora, 5 minutos / 61 visitas.

Publicado el 18 de enero de 2022 por Edu Robsy.

El Sapo

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


—Veraneaba yo en Nazaret—dijo el amigo Orduña—. un pueblecito de pescadores cercano a Valencia. Las mujeres iban a la ciudad a vender el pescado; los hombres navegaban en sus barquitas de vela triangular, o tiraban de las redes en la playa; los veraneantes pasábamos el día durmiendo y la noche en la puerta de nuestras casas, contemplando la fosforescencia de las olas o abofeteándonos al percibir el zumbido de los mosquitos, tormento de las horas de descanso.


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Dominio público
7 págs. / 13 minutos / 52 visitas.

Publicado el 29 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

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