Sentado en el umbral de la puerta de la taberna, el tío Beseroles, de
Alboraya, trazaba con su hoz rayas en el suelo, mirando de reojo a la
gente de Valencia que, en derredor de la mesilla de hojalata, empinaba
el porrón y metía mano al plato de morcillas en aceite.
Todos los días abandonaba su casa con el propósito de trabajar en el
campo; pero siempre hacía el demonio que encontrase algún amigo en la
taberna del Ratat, y vaso va, copa viene, lanzaban las campanas el toque
de mediodía, si era de mañana, o cerraba la noche sin que él hubiese
salido del pueblo.
Allí estaba en cuclillas, con la confianza de un parroquiano antiguo,
buscando entablar conversación con los forasteros y esperando que le
convidasen a un trago, con las demás atenciones que se usan entre
personas finas.
Aparte de que le gustaba menos el trabajo que la visita a la taberna,
el viejo era un hombre de mérito. ¡Lo que sabía aquel hombre, Señor!...
¿Y cuentos?... Por algo le llamaban Beseroles (Abecedario) porque no
caía en sus manos un trozo de periódico que no lo leyera de principio a
fin, cantando las palabras letra por letra.
La gente lazaba carcajadas oyendo sus cuentos, especialmente aquellos
en los que figuraban capellanes y monjas; y el Ratat, detrás del
mostrador, reía también, contento de ver que los parroquianos, para
celebrar los relatos, le hacían abrir las espitas con frecuencia.
El tío Beseroles, agradeciendo un trago de la gente de Valencia,
deseaba contar algo, y apenas oyó que uno nombraba a los frailes, se
apresuró a decir:
—¡Esos sí que son listos!... ¡Quien se la dé a ellos...! Una vez un fraile engañó a San Pedro.
Y animado por la curiosa mirada de los forasteros, comenzó su cuento.
Era un fraile de aquí cerca, del convento de San Miguel de los Reyes;
el padre Salvador, muy apreciado de todos por lo listo y campechano.
Leer / Descargar texto 'En la Puerta del Cielo'