Todos los valencianos hemos temblado de niños ante
el monstruo enclavado en el atrio del Colegio del Patriarca, la
iglesia fundada por el beato Juan de Ribera. Es un cocodrilo
relleno de paja, con las cortas y rugosas patas pegadas al muro y
entreabierta la enorme boca, con una expresión de repugnante horror
que hace retroceder a los pequeños, hundiéndose en las faldas de
sus madres.
Dicen algunos que está allí como símbolo del
silencio, y con igual significado aparece en otras iglesias del
reino de Aragón, imponiendo recogimiento a los fieles; pero el
pueblo valenciano no cree en tales explicaciones, sabe mejor que
nadie el origen del espantoso animalucho, la historia verídica e
interesante del famoso “dragón del Patriarca”, y todos los nacidos
en Valencia la recordamos como se recuerdan los cuentos “de miedo”
oídos en la niñez.
Era cuando Valencia tenía un perímetro no
mucho más grande que los barrios tranquilos, soñolientos y como
muertos que rodean la Catedral. La Albufera, inmensa laguna casi
confundida con el mar, llegaba hasta las murallas; la huerta era
una enmarañada marjal de juncos y cañas que aguardaba en salvaje
calma la llegada de los árabes que la cruzasen de acequias grandes
y pequeñas, formando la maravillosa red que transmite la sangre de
la fecundidad; y donde hoy es el Mercado extendíase el río, amplio,
lento, confundiendo y perdiendo su corriente en las aguas muertas y
cenagosas.
Las puertas de la ciudad inmediatas al Turia
permanecían cerradas los más de los días, o se entreabrían
tímidamente para chocar con el estrépito de la alarma apenas se
movían los vecinos cañaverales. A todas horas había gente en las
almenas, pálida de emoción y curiosidad, con el gesto del que desea
contemplar de lejos algo horrible y al mismo tiempo teme
verlo.
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