De toda la contornada acudían los vecinos de la huerta a la barraca
de Caldera, entrando en ella con cierto encogimiento, mezcla de emoción y
de miedo.
¿Cómo estaba el chico? ¿Iba mejorando?... El tío Pascual, rodeado de
su mujer, sus cuñadas y hasta los más remotos parientes, congregados por
la desgracia, acogía con melancólica satisfacción este interés del
vecindario por la salud de su hijo. Sí: estaba mejor. En dos días no le
había dado aquella «cosa» horripilante que ponía en conmoción a la
barraca. Y los taciturnos labradores amigos de Caldera, las buenas comadres vociferantes en sus emociones, asomábanse a la puerta del cuarto, preguntando con timidez: «¿Cóm estás?».
El único hijo de Caldera estaba allí, unas veces acostado,
por imposición de su madre, que no podía concebir enfermedad alguna sin
la taza de caldo y la permanencia entre sábanas; otras veces sentado,
con la quijada entre las manos, mirando obstinadamente al rincón más
oscuro del cuarto. El padre, frunciendo sus cejas abultadas y canosas,
paseábase bajo el emparrado de la puerta al quedar solo, o a impulsos de
la costumbre iba a echar un vistazo a los campos inmediatos, pero sin
voluntad para encorvarse y arrancar una mala hierba de las que
comenzaban a brotar en los surcos. ¡Lo que a él le importaba ahora
aquella tierra, en cuyas entrañas había dejado el sudor de su cuerpo y
la energía de sus músculos!... Sólo tenía aquel hijo, producto de un
tardío matrimonio, y era un robusto mozo, trabajador y taciturno como
él; un soldado de la tierra, que no necesitaba mandatos y amenazas para
cumplir sus deberes; pronto a despertar a medianoche, cuando llegaba el
turno del riego y había que dar de beber a los campos bajo la luz de las
estrellas; ágil para saltar de su cama de soltero en el duro banco de
la cocina, repeliendo zaleas y mantas y calzándose las alpargatas al oír
la diana del gallo madrugador.
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