PRIMERA PARTE
I
—Los amigos te esperan en el casino. Sólo te han visto un momento esta
mañana: querrán oírte; que les cuentes algo de Madrid.
Y doña Bernarda fijaba en el joven diputado una mirada profunda y
escudriñadora de madre severa que recordaba a Rafael sus inquietudes de
la niñez.
—¿Vas directamente al Casino?...—añadió.—Ahora mismo irá Andrés.
Saludó Rafael a su madre y a don Andrés, que aún quedaban a la mesa
saboreando el café, y salió del comedor.
Al verse en la ancha escalera de mármol rojo, envuelto en el silencio de
aquel caserón vetusto y señorial, experimentó el bienestar voluptuoso
del que entra en un baño tras un penoso viaje.
Después de su llegada, del ruidoso recibimiento en la estación, de los
vítores y música hasta ensordecer, apretones de manos aquí, empellones
allá, y una continua presión de más de mil cuerpos que se arremolinaban
en las calles de Alcira para verle de cerca, era el primer momento en
que se contemplaba solo, dueño de sí mismo, pudiendo andar o detenerse a
voluntad, sin precisión de sonreír automáticamente y de acoger con
cariñosas demostraciones a gentes cuyas caras apenas reconocía.
¿Qué bien respiraba descendiendo por la silenciosa escalera, resonante
con el eco de sus pasos! ¡Qué grande y hermoso le parecía el patio con
sus cajones pintados de verde, en los que crecían los plátanos de anchas
y lustrosas hojas! Allí habían pasado los mejores años de su niñez. Los
chicuelos que entonces le espiaban desde el gran portalón, esperando una
oportunidad para jugar con el hijo del poderoso don Ramón Brull, eran
los mismos que dos horas antes marchaban agitando sus fuertes brazos de
hortelanos, desde la estación a la casa, dando vivas al diputado, al
ilustre hijo de Alcira.
Leer / Descargar texto 'Entre Naranjos'