Textos por orden alfabético inverso de Vicente Blasco Ibáñez publicados el 22 de octubre de 2020 | pág. 2

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autor: Vicente Blasco Ibáñez fecha: 22-10-2020


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Las Plumas del Caburé

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

Morales iba á seguir disparando su mauser, pero Jaramillo, que estaba, como él, con una rodilla en tierra y la cara apoyada en la culata del fusil, le dijo á gritos, para dominar con su voz el estruendo de las descargas:

—Es inútil que tires; no lo matarás. Ese hombre tiene un payé de gran poder.

Habían desembarcado, cerca de media noche, en el muelle de la ciudad. Dos vaporcitos los habían transbordado de la otra orilla del río Paraná. Eran poco más de cien hombres, reclatados en el Paraguay ó en la gobernación del Chaco, casi todos ellos hijos del Estado de Corrientes, que andaban errantes, fuera de su país, por aventuras políticas ó de amor. Mezclados con estos rebeldes autóctonos iban unos cuantos hombres de acción, amadores del peligro por el peligro, que se trasladaban de una á otra de las provincias excéntricas de la Argentina, allí donde era posible que surgiesen revoluciones.

Confiando en la audacia inverosímil que representaba este golpe de mano, en la sorpresa que iban á sufrir los adversarios, avanzaron por las calles como por un terreno conocido, dirigiéndose al cuartel de la policía. Los vecinos que tomaban el fresco ante sus casas saltaban de las sillas y desaparecían, adivinando lo que significaba este rápido avance de hombres armados.

Cuando los invasores llegaron frente al cuartel, vieron cómo se cerraban sus puertas y cómo salían de sus ventanas los primeros fogonazos. ¡Golpe errado! Pero nadie pensó en huir. Porque la sorpresa fracasase, no iban á privarse del gusto de seguir cambiando tiros con los aborrecidos contrarios.

—¡Viva el doctor Sepúlveda! ¡Abajo el gobierno usurpador!

Y repartidos en grupos ocuparon todas las bocacalles que daban á la plaza, disparando contra el cuartel.


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Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Vieja del Cinema

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

El comisario de Policía miró duramente á la mujer de pelo blanco que se había sentado ante su escritorio sin que él la invitase. Luego bajó la cabeza para leer el papel que le presentaba un agente puesto de pie al lado de su sillón.

—Escándalo en un cinema—dijo, al mismo tiempo que leía—; insultos á la autoridad; atentado de hecho contra un agente.... ¿Qué tiene usted que alegar?

La vieja, que había permanecido hasta entonces mirando fijamente al comisario y á su subordinado tal vez sin verlos, hizo un movimiento de sorpresa, lo mismo que si despertase.

—Yo, señor comisario, vendo hortalizas por las mañanas en la rue Lepic. No soy de tienda; llevo mis verduras en un carrito. Todos los del barrio me conocen. Hace cuarenta años que tengo allí mi puesto ambulante, y....

El funcionario quiso interrumpirla, pero ella se enojó.

—¡Si el señor comisario no me deja hablar!... Cada uno se expresa como puede y contesta como su inteligencia se lo permite.

El comisario se reclinó en un brazo del sillón, y poniendo los ojos en alto empezó á juguetear con el cortapapeles. Estaba acostumbrado á los delincuentes verbosos que no acaban de hablar nunca. ¡Paciencia!...

—En 1870, cuando la otra guerra—continuó la vieja—, tenía yo veintidós años. Mi marido fué guardia nacional durante el sitio de París y yo cantinera de su batallón. En una de las salidas contra los prusianos hirieron á mi hombre, y le salvé la vida. Luego tuve que trabajar mucho para mantener á un marido inválido y á una hija única.... Mi marido murió; mi hija murió también, dejándome dos nietos.

Hizo una pausa para darse cuenta de si la escuchaban. No lo supo con certeza. El agente permanecía rígido y silencioso, como un buen soldado, junto al comisario. Éste silbaba ligeramente, moviendo el cuchillo de madera y mirando al techo.


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Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Vejez

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


¿Qué es lo que los hombres tememos y deseamos al mismo tiempo en el curso de nuestra vida?…

La vejez.

La tememos porque es signo de debilidad y decadencia, heraldo que pre-gona un próximo fin, mensaje de la destrucción y de la nada.

Nos sonrie la esperanza de ver llegar a esta huéspeda importuna, porque es una garantía de que nuestra existencia no se cortará brusca e inesperadamente. La animosidad con que pensamos en esta viajera odiada y deseada a la vez, que ha de llegar puntualmente cuando suene su hora, es producto, en gran parte, de un error.

Confundimos lamentablemente la vejez con la decrepitud.

Hombres hay que a los treinta años son decrépitos y agonizan lentamente. En cambio, viejos de ochenta gozan de la santa alegría de vivir.

—¿Qué es la vejez?…

La Humanidad ha pasado miles de años sin pensar en esto, como en tantos fenómenos de su existencia que ve de cerca todos los días con la distracción de la costumbre, sin sentir curiosidad ni preguntarse sus causas.

Ocurre con la vejez lo que con la muerte. Sabemos que ha de llegar, pero la vemos tan lejos, ¡tan lejos!, durante una gran parte de nuestra vida, que sólo nos inspira la falsa emoción de una catástrofe ocurrida en un lugar lejano del globo. Nos lamentamos, pero nuestro egoísmo, al ver que no nos toca de cerca el peligro, hace que las palabras no tengan eco en el pensamiento. También estamos seguros de que algún día ha de llegar el fin del mundo, la muerte de nuestro planeta; pero esto es tan remoto, que no turba ni por un instante la paz de nuestros días.


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La Tumba de Alí-Bellús

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


—Era en aquel tiempo —dijo el escultor García— en que me dedicaba, para conquistar el pan, a restaurar imágenes y dorar altares, corriendo de este modo casi todo el reino de Valencia.

Tenía un encargo de importancia: restaurar el altar mayor de la iglesia de Bellús, obra pagada con cierta manda de una vieja señora, y allá fuí con dos aprendices, cuya edad no se difenrenciaba mucho de la mía. Vivíamos en casa del cura, un señor incapaz de reposo, que apenas terminaba su misa ensillaba el macho para visitar a los compañeros de las vecinas parroquias, o empuñaba la escopeta, y con balandrán y gorro de seda, salía a despoblar de pájaros la huerta. Y mientras él andaba por el mundo, yo con mis dos compañeros metidos en la iglesia, sobre los andamios del altar mayor, complicada fábrica del siglo XVII, sacando brillo a los dorados o alegrándoles los mofletes a todo un tropel de angelitos que asomaban entre la hojarasca como chicuelos juguetones.


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La Sublevación de Martínez

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

Después que triunfó la revolución, y sus caudillos, instalados definitivamente en la capital de Méjico, se repartieron los principales cargos—desde presidente de la República hasta rector de la Universidad—, el valeroso Doroteo Martínez empezó á sentirse aburrido, sin atinar con la causa.

En verdad, no podía quejarse de su suerte. Seis años antes era segundo capataz en la hacienda de un gran señor que pasaba la mayor parte del tiempo en París.

Un día montó a caballo para seguir á los vengadores de Madero y derribar a su asesino Huerta. ¿Por qué no había de ser revolucionario, á semejanza de otros mejicanos de tan humilde origen como él, que llegaban á ministros y hasta presidentes?... Guadalupe su mujer, carácter despótico, opuesto sistemáticamente á todas sus decisiones, aceptó esta vez con entusiasmo el proyecto de dedicarse á la guerra.

—A ver si llegas a general—le dijo—. ¡Está una tan cansada de ver generalas que empezaron siendo criadas!...

El miedo a la mujer, una buena suerte incansable y el afán de que su nombre apareciese en letras de imprenta y fuese cantado en verso con acompañamiento de guitarra, le empujaron en su ascensión gloriosa. A los treinta años se vió general de brigada, sin haber tropezado con grandes obstáculos. Su astucia de campesino le hizo saltar oportunamente de un grupo á otro en las contiendas civiles que surgieron al final de la revolución, adivinando quién iba á triunfar y quién iba á sumirse para siempre en la desgracia y el olvido.

Su primer jefe y maestro fué Pancho Villa. A sus órdenes hizo la mayor parte de la guerra; pero al verlo en lucha con Carranza, presintió que este antiguo «ranchero», de porte solemne y aseñorado, al que llamaban «el viejo barbón», tenía más aspecto de presidente que el antiguo bandido, y se fué con él.


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Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Pared

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Siempre que los nietos del tío Rabosa se encontraban con los hijos de la viuda de Casporra en las sendas de la huerta o en las calles de Campanar, todo el vecindario comentaba el suceso. ¡Se habían mirado!... ¡Se insultaban con el gesto!... Aquello acabaría mal, y el día menos pensado el pueblo sufriría un nuevo disgusto.

El alcalde con los vecinos más notables predicaban paz a los mocetones de las dos familias enemigas, y allá iba el cura, un vejete de Dios, de una casa a otra recomendando el olvido de las ofensas.


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La Paella del «Roder»

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Fue un día de fiesta para la cabeza del distrito la repentina visita del diputado, un señorón de Madrid, tan poderoso para aquellas buenas gentes, que hablaban de él como de la Santísima Providencia. Hubo gran paella en el huerto del alcalde; un festín pantagruélico, amenizado por la banda del pueblo y contemplado por todas las mujeres y chiquillos, que asomaban curiosos tras las tapias.

La flor del distrito estaba allí: los curas de cuatro o cinco pueblos, pues el diputado era defensor del orden y los sanos principios; los alcaldes y todos los muñidores que en tiempos de elección trotaban por los caminos trayéndole a don José las actas incólumes para que manchase su blanca virginidad con cifras monstruosas.

Entre las sotanas nuevas y los trajes de fiesta oliendo a alcanfor y con los pliegues del arca, destacábanse majestuosos los lentes de oro y el negro chaqué del diputado; pero a pesar de toda su prosopopeya, la Providencia del distrito apenas si llamaba la atención.

Todas las miradas eran para un hombrecillo con calzones de pana y negro pañuelo en la cabeza, enjuto, bronceado, de fuertes quijadas, y que tenía al lado un pesado retaco, no cambiando de asiento sin llevar tras sí la vieja arma, que parecía un adherente de su cuerpo.

Era el famoso Quico Bolsón, el héroe del distrito, un roder con treinta años de hazañas, al que miraba la gente joven con terror casi supersticioso, recordando su niñez, cuando las madres decían para hacerles callar: «¡Que viene Bolsón!»


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La Madre Tierra

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


El padre Sol y la madre Tierra y la hermana Agua forman la verdadera familia del hombre. Sin estos parientes bondadosos, que cuidan de su manutención y de su vida, el hombre, débil niño, no hubiese podido subsistir sobre el planeta.

En esta familia natural ocurre lo mismo que en las familias humanas. La madre excede en cariño al padre y a los hermanos, y el hombre, su hijo, ama a la Tierra con especial predilección.

La historia de ésta es su historia. Mientras el hombre vaga en los remotos siglos prehistóricos sobre la tierra cubierta de matorrales, aprovechando sus frutos espontáneos, como un parásito inútil, no existen sociedad, historia ni familia; el día en que, bajando los ojos al suelo, piensa por primera vez en los pechos inagotables de la gran madre y araña su superficie en busca del yugo de sus entrañas, empieza la gran epopeya de la bestia convertida en ser humano.

Del primer surco recién abierto nacieron, triunfadoras, nuestra civilización y la gloria regia de nuestra especie. El primer palo de punta aguzada que sirvió para arañar la tierra fue el cetro más poderoso que vieron los siglos, la espada conquistadora que sirvió para someter a la autoridad del hombre la Naturaleza entera, con sus fuerzas productoras y sus bestias inferiores.


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La Loca de la Casa

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

Todos los viajeros, antes de abandonar la vieja ciudad de la Flandes francesa, oían la misma pregunta:

—¿Ha visto usted al señor Simoulin?...

No importaba que hubiesen invertido varias horas en la visita de la catedral, cuyas sombrías capillas están llenas de cuadros antiguos. Tampoco era bastante para conocer la ciudad haber recorrido sus iglesias y conventos de la época de la dominación española, así como las hermosas viviendas de los burgueses de otros siglos. El conocimiento quedaba incompleto si los curiosos prescindían de visitar el Museo-Biblioteca, y en él á su famoso director, que unos llamaban simplemente «el señor Simoulin», como si no fuese necesario añadir nada para que el mundo entero se inclinase respetuosamente, y otros designaban con mayor simplicidad aún, diciendo «nuestro poeta».

De todas las curiosidades de la urbe flamenca, la más notable, la que indudablemente le envidiaban las demás ciudades de la tierra, era Simoulin, «nuestro poeta». En esto se mostraban acordes todos los vecinos y los tres periódicos de la población, completamente antagónicos é irreconciliables en las demás cuestiones referentes á la política municipal.

Sin embargo, nadie podía enseñar la casa natalicia de esta gloria de la localidad. El gran Simoulin era del Sur de Francia, un meridional del país de los olivos y las cigarras, que había llegado siendo muy joven á la ciudad, para encargarse del Museo-Biblioteca en formación. Pero en ella había contraído matrimonio, en ella habían nacido sus hijos y sus nietos, y la gente acabó por olvidar su origen, viendo en él á un compatriota que era motivo de orgullo para la provincia.


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La Corrección

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


A las cinco, la corneta de la cárcel lanzaba en el patio su escandalosa diana, compuesta de sonidos discordantes y chillones, que repetían como poderoso eco las cuadras silenciosas, cuyo suelo parecía enladrillado con carne humana.

Levantábanse de la almohada trescientas caras soñolientas, sonaba un verdadero concierto de bostezos, caían arrolladas las mugrientas mantas, dilatábanse con brutal desperezamiento los robustos e inactivos brazos, liábanse los tísicos colchones conocidos por «petates» en el mísero antro, y comenzaba la agitación, la diaria vida en el edificio antes muerto.

En las extensas piezas, junto a las ventanas abarrotadas, por donde entraba el fresco matinal renovando el ambiente cargado por el vaho del amontonamiento de la carne, formábanse los grupos, las tertulias de la desgracia, buscándose los hombres por la identidad de sus hechos: los delincuentes por sangre eran los más, inspirando confianza y simpatía con sus rostros enérgicos, sus ademanes resueltos y su expresión de pundonor salvaje; los ladrones, recelosos, solapados, con sonrisa hipócrita; entre unos y otros, cabezas con todos los signos de la locura o la imbecilidad, criminales instintivos, de mirada verdosa y vaga, frente deprimida y labios delgados fruncidos por cierta expresión de desdén; testas de labriego extremadamente rapadas, con las enormes orejas despegadas del cráneo; peinados aceitosos con los bucles hasta las cejas; enormes mandíbulas, de esas que sólo se encuentran en las especies feroces inferiores al hombre; blusas rotas y zurcidas; pantalones deshilachados y muchos pies gastando la dura piel sobre los rojos ladrillos.


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