Textos más descargados de Vicente Blasco Ibáñez | pág. 8

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autor: Vicente Blasco Ibáñez


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La Loca de la Casa

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

Todos los viajeros, antes de abandonar la vieja ciudad de la Flandes francesa, oían la misma pregunta:

—¿Ha visto usted al señor Simoulin?...

No importaba que hubiesen invertido varias horas en la visita de la catedral, cuyas sombrías capillas están llenas de cuadros antiguos. Tampoco era bastante para conocer la ciudad haber recorrido sus iglesias y conventos de la época de la dominación española, así como las hermosas viviendas de los burgueses de otros siglos. El conocimiento quedaba incompleto si los curiosos prescindían de visitar el Museo-Biblioteca, y en él á su famoso director, que unos llamaban simplemente «el señor Simoulin», como si no fuese necesario añadir nada para que el mundo entero se inclinase respetuosamente, y otros designaban con mayor simplicidad aún, diciendo «nuestro poeta».

De todas las curiosidades de la urbe flamenca, la más notable, la que indudablemente le envidiaban las demás ciudades de la tierra, era Simoulin, «nuestro poeta». En esto se mostraban acordes todos los vecinos y los tres periódicos de la población, completamente antagónicos é irreconciliables en las demás cuestiones referentes á la política municipal.

Sin embargo, nadie podía enseñar la casa natalicia de esta gloria de la localidad. El gran Simoulin era del Sur de Francia, un meridional del país de los olivos y las cigarras, que había llegado siendo muy joven á la ciudad, para encargarse del Museo-Biblioteca en formación. Pero en ella había contraído matrimonio, en ella habían nacido sus hijos y sus nietos, y la gente acabó por olvidar su origen, viendo en él á un compatriota que era motivo de orgullo para la provincia.


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Dominio público
16 págs. / 29 minutos / 346 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Horda

Vicente Blasco Ibáñez


Novela


I

A las tres de la madrugada comenzaron a llegar los primeros carros de la sierra al fielato de los Cuatro Caminos.

Habían salido a las nueve de Colmenar, con cargamento de cántaros de leche, rodando toda la noche bajo una lluvia glacial que parecía el último adiós del invierno. Los carreteros deseaban llegar a Madrid antes que rompiese el día, para ser los primeros en el aforo. Alineábanse los vehículos, y las bestias recibían inmóviles la lluvia, que goteaba por sus orejas, su cola y los extremos de los arneses. Los conductores refugiábanse en una tabernilla cercana, la única puerta abierta en todo el barrio de los Cuatro Caminos, y aspiraban en su enrarecido ambiente las respiraciones de los parroquianos de la noche anterior. Se quitaban la boina para sacudirla el agua, dejaban en el suelo el barro de sus zapatones claveteados, y sorbiéndose una taza de café con toques de aguardiente, discutían con la tabernera la comida que había de prepararles para las once, cuando emprendiesen el regreso al pueblo.

En el abrevadero cercano al fielato, varias carretas cargadas de troncos aguardaban la llegada del día para entrar en la población. Los boyeros, envueltos en sus mantas, dormían bajo aquéllas, y los bueyes, desuncidos, con el vientre en el suelo y las patas encogidas, rumiaban ante los serones de pasto seco.

Comenzó a despertar la vida en los Cuatro Caminos. Chirriaron varias puertas, marcando al abrirse grandes cuadros de luz rojiza en el barro de la carretera. Una churrería exhaló el punzante hedor del aceite frito. En las tabernas, los mozos, soñolientos, alineaban en una mesa, junto a la entrada, la batería del envenenamiento matinal: frascos cuadrados de aguardiente con hierbas y cachos de limón.


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321 págs. / 9 horas, 23 minutos / 338 visitas.

Publicado el 20 de abril de 2016 por Edu Robsy.

La Corrección

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


A las cinco, la corneta de la cárcel lanzaba en el patio su escandalosa diana, compuesta de sonidos discordantes y chillones, que repetían como poderoso eco las cuadras silenciosas, cuyo suelo parecía enladrillado con carne humana.

Levantábanse de la almohada trescientas caras soñolientas, sonaba un verdadero concierto de bostezos, caían arrolladas las mugrientas mantas, dilatábanse con brutal desperezamiento los robustos e inactivos brazos, liábanse los tísicos colchones conocidos por «petates» en el mísero antro, y comenzaba la agitación, la diaria vida en el edificio antes muerto.

En las extensas piezas, junto a las ventanas abarrotadas, por donde entraba el fresco matinal renovando el ambiente cargado por el vaho del amontonamiento de la carne, formábanse los grupos, las tertulias de la desgracia, buscándose los hombres por la identidad de sus hechos: los delincuentes por sangre eran los más, inspirando confianza y simpatía con sus rostros enérgicos, sus ademanes resueltos y su expresión de pundonor salvaje; los ladrones, recelosos, solapados, con sonrisa hipócrita; entre unos y otros, cabezas con todos los signos de la locura o la imbecilidad, criminales instintivos, de mirada verdosa y vaga, frente deprimida y labios delgados fruncidos por cierta expresión de desdén; testas de labriego extremadamente rapadas, con las enormes orejas despegadas del cráneo; peinados aceitosos con los bucles hasta las cejas; enormes mandíbulas, de esas que sólo se encuentran en las especies feroces inferiores al hombre; blusas rotas y zurcidas; pantalones deshilachados y muchos pies gastando la dura piel sobre los rojos ladrillos.


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Dominio público
5 págs. / 10 minutos / 77 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

¡Hombre al Agua!

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Al cerrar la noche, salió de Torrevieja el laúd San Rafael, con cargamento de sal para Gibraltar.

La cala iba atestada, y sobre cubierta amontonábanse los sacos, formando una montaña en torno del palo mayor. Para pasar de proa a popa, los tripulantes iban por las bordas, sosteniéndose con peligroso equilibrio.

La noche era buena; noche de verano, con estrellas a granel y un vientecillo fresco algo irregular, que tan pronto hinchaba la gran vela latina, hasta hacer gemir el mástil, como cesaba de soplar, cayendo desmayada la inmensa lona con ruidoso aleteo.

La tripulación, cinco hombres y un muchacho, cenó después de la maniobra de salida, y una vez rebañado el humeante caldero, en el que hundían su mendrugo con marinera fraternidad desde el patrón al grumete, desaparecieron por la escotilla todos los libres de servicio, para reposar sobre la dura colchoneta, con los vientres hinchados de vino y zumo de sandía.

Quedó en el timón el tío Chispas, un tiburón desdentado, que acogió con gruñidos de impaciencia las últimas indicaciones del patrón, y junto a él su protegido Juanillo, un novato que hacía en el San Rafael su primer viaje, y le estaba muy agradecido al viejo, pues gracias a él había entrado en la tripulación, matando así su hambre, que no era poca.

El mísero laúd antojábasele al muchacho un navío almirante, un buque encantado, navegando por el mar de la abundancia. La cena de aquella noche era la primera cena seria que había hecho en su vida.


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Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 111 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Parásito del Tren

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


–Sí –dijo el amigo Pérez a todos sus contertulios de café–; en este periódico acabo de leer la noticia de la muerte de un amigo. Sólo lo vi una vez, y, sin embargo, lo he recordado en muchas ocasiones. ¡Vaya un amigo!

Lo conocí una noche viniendo a Madrid en el tren correo de Valencia. Iba yo en el departamento de primera. En Albacete bajo el único viajero que me acompañaba, y al yerme solo, como había dormido mal la noche anterior, me estremecí voluptuosamente contemplando los almohadones grises.

¡Todos para mí! ¡Podía extenderme con libertad!

¡Flojo sueño echar hasta Alcázar de San Juan!

Con el velo verde de la lámpara y el departamento quedó en deliciosa penumbra. Envuelto en mi manta, me tendí de espaldas, estirando mis piernas cuanto pude con la deliciosa seguridad de no molestar a nadie.

El tren corría por las llanuras de la Mancha, áridas y desoladas. Las estaciones estaban a largas distancias: la locomotora extremaba su velocidad, y mi coche gemía y temblaba como una vieja diligencia. Balanceándome sobre la espalda, impulsado por el terrible traqueteo; las franjas de los almohadones arremolinábanse; saltaban las maletas sobre las comisas de red; temblaban los cristales en sus alvéolos de las ventanillas, y un espantoso rechinar de hierro viejo venia de abajo. Las ruedas y frenos gruñían; pero conforme se cerraban mis ojos, encontraba yo en su mido nuevas modulaciones, y tan pronto me creía mecido por las olas como me imaginaba que había retrocedido hasta la niñez y me arrullaba una nodriza de bronca voz.

Pensando tales tonterías, me dormí, oyendo siempre el mismo estrépito y sin que el tren se detuviera.

Una impresión de frescura me despertó.


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Dominio público
6 págs. / 10 minutos / 151 visitas.

Publicado el 15 de mayo de 2020 por Edu Robsy.

¡Cosas de Hombres!

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Cuando Visentico, el hijo de la siñá Serafina, volvió de Cuba, la calle de Borrull púsose en conmoción.

En torno de su petaca, siempre repleta de picadura de La Habana, agrupábase la chavalería del barrio, ansiosa de liar pitillos y escuchar las estupendas historias con credulidad asombrosa. —En Matanzas tuve yo una mulatita que quería nos casáramos lueguito… , lueguito. Tenía millones; pero yo no quise, porque me tira esta tierresita.

Y esto era mentira. Seis años había permanecido fuera de Valencia, y decía tener olvidado el valenciano, a pesar de lo mucho que «le tiraba la tierresita». Había salido de allí con lengua, y volvía con un merengue derretido, a través del cual las palabras tomaban el tono empalagoso de una flauta melancólica.

Por su lenguaje y las mentiras de grandiosidad con que asombraba a la crédula chavalería. Visentico era el soberano de la calle, el motivo de conversación de todo el barrio. Su casaquilla de hilo rayado con vivos rojos, el bonete de cuartel, el pañuelo de seda al cuello, la banda dorada al pecho con el canuto de la licencia, la tez descolorida, el bigotillo picudo y la media romana de corista italiano, habíanse metido en el corazón de todas las chavalas y lo hacían latir con un estrépito sólo comparable al frufrú de sus faldas de percal almidonadas en los bajos hasta ser puro cartón.

La siñá Serafina estaba orgullosa de aquel hijo que la llamaba mamá. Ella era la encargada de hacer saber a las vecinas las onzas de oro que Visentico había traído de allá, y al número que marcaba, ya bastante exagerado, la gente añadía ceros sin remordimiento. Además, se hablaba con respeto supersticioso de cierto papelote que el licenciado guardaba, y en el cual el Estado se comprometía a dar tanto y cuanto… cuando mudase de fortuna.


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Dominio público
7 págs. / 12 minutos / 174 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Compasión

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


A las diez de la noche, el conde de Sagreda entró en su Círculo del bulevar de los Capuchinos. Gran movimiento de los criados para tomarle el bastón, el sombrero de innumerables reflejos y el gabán de ricas pieles, que, al separarse de sus hombros, dejó al descubierto la pechera de inmaculada nitidez, la gardenia de una solapa, todo el uniforme negro y blanco, discreto y brillante, de un gentleman que viene de comer.

La noticia de su ruina era conocida en el Círculo. Su fortuna, que quince años antes había despertado cierta resonancia en París, desparramándose fastuosamente a los cuatro vientos, estaba agotada. El conde vivía de los restos de su opulencia, como esos náufragos que subsisten sobre los despojos del buque, retardando entre angustias la llegada de la última hora. Los mismos criados que se agitaban en torno de él como esclavos de frac, conocían su desgracia y comentaban sus apuros vergonzosos; pero ni el más leve reflejo de insolencia turbaba el agua incolora de sus ojos, petrificada por la servidumbre. ¡Era tan gran señor! ¡Había tirado su dinero con tanta majestad!… Además, era un noble de veras, con esa nobleza secular cuyo rancio tufillo inspira cierta gravedad ceremoniosa a muchos ciudadanos cuyos abuelos hicieron la Revolución. No era un conde polaco de los que se dejan entretener por señoras, ni un marqués italiano que acaba haciendo trampas en el juego, ni un gran señor ruso que muchas veces vive de los fondos de la Policía; era un hidalgo, un grande de España. Tal vez alguno de sus abuelos figuraba en El Cid, en Ruy Blas o cualquiera otra de las piezas heroicas que se dan en la Comedia Francesa.

El conde entró en los salones del Círculo alta la frente, arrogante el paso, saludando a los amigos con una sonrisa fina y alegre, mezcla de altivez y frivolidad.


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Dominio público
7 págs. / 13 minutos / 116 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Venganza Moruna

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Casi todos los que ocupaban aquel vagón de tercera conocían a Marieta, una buena moza vestida de luto, que, con un niño de pechos en el regazo, estaba junto a una ventanilla, rehuyendo las miradas y la conversación de sus vecinas.

Las viejas labradoras la miraban, unas con curiosidad y otras con odio, a través de las asas de sus enormes cestas y de los fardos que descansaban sobre sus rodillas, con todas las compras hechas en Valencia. Los hombres, mascullando la tagarnina, lanzábanla ojeadas de ardoroso deseo.

En todos los extremos del vagón hablábase de ella relatando su historia.

Era la primera vez que Marieta se atrevía a salir de casa después de la muerte de su marido. Tres meses habían pasado desde entonces. Sin duda sentía miedo a Teulaí, el hermano menor de su marido, un sujeto que a los veinticinco años era el terror del distrito; un amante loco de la escopeta y la valentía que, naciendo rico, había abandonado los campos para vivir unas veces en los pueblos, por la tolerancia de los alcaldes, y otras en la montaña, cuando se atrevían a acusarle los que le querían mal.

Marieta parecía satisfecha y tranquila. ¡Oh, la mala piel! Con un alma tan negra, y miradla qué guapetona, qué majestuosa; parecía una reina.

Los que nunca la habían visto se extasiaban ante su hermosura. Era como las vírgenes patronas de los pueblos: la tez, con pálida transparencia de cera, bañada a veces por un oleaje de rosa; los ojos negros, rasgados, de largas pestañas; el cuello soberbio, con dos líneas horizontales que marcaban la tersura de la blanca carnosidad; alta, majestuosa, con firmes redondeces, que al menor movimiento poníanse de relieve bajo el negro vestido.

Sí, era muy guapa. Así se comprendía la locura de su pobre marido.


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Dominio público
7 págs. / 13 minutos / 126 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Un Idilio Nihilista

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


I

Cuando Alejandro se despertó tuvo un ligero sobresalto.

Abrió los ojos, incorporóse sobre la cama y contempló con asombro aquella estancia que le era desconocida.

Poco a poco la realidad fué disipando las nieblas que el sueño habla amontonado sobre su cerebro, y conoció que ya no se hallaba en el tren, sino en el cuarto de la modesta posada.

Su cuerpo se hallaba todavía resentido por el largo viaje, y en sus oídos zumbaban el ronco silbido de la locomotora, el trepidar de los vagones, los chasquidos de las ruedas y el murmullo producido por las insulsas conversaciones de los compañeros de viaje.

Su mirada soñolienta y nublada paseóse rápidamente por todos los rincones del mezquino cuarto.

Alejandro, la noche anterior, no había tenido tiempo para fijarse en aquel, pues apenas se encontró solo tendióse rendido sobre la cama, y a los pocos momentos fué presa del sueño.

La habitación que ocupaba el joven no se diferenciaba en nada de las de todas las posadas rusas.

El techo, el pavimento y las paredes eran de madera reforzada con argamasa, y la estancia sólo recibía la luz a través de una irregular y mezquina ventana con vidrieras compuestas de cristales de diferentes colores.

Los muebles eran escasos y malos: una cama de álamo vieja y desvencijada, dos taburetes de la misma madera, y un arcón lleno de remiendos y clavos, que lo mismo podía servir para guardar objetos que como mesa o confidente.

Las paredes estaban desnudas de todo adorno, y sólo en un rincón y pegado con engrudo veíase el retrato del Czar grotescamente pintarrajeado y envuelto en el tradicional manto imperial.

Todo este aspecto que presentaba la habitación lo abarcó Alejandro de una sola ojeada.

Después permaneció inmóvil sobre la cama, hasta que comprendiendo por la luz que atravesaba las vidrieras que debía ser algo tarde, levantóse de aquélla de un salto.


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Dominio público
24 págs. / 42 minutos / 69 visitas.

Publicado el 18 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

Un Hallazgo

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


—Yo, señor —dijo Magdalena, el trompeta de la cárcel—, no soy ningún santo; me han condenado muchas veces por robos: unos, verdad; otros, «acumulados». Al lado de usted, que es un caballero y está preso por escribir cosas en los papeles, soy un miserable .. Pero crea que esta vez me veo aquí por bueno.

Y llevándose una mano al pecho e irguiendo la cabeza con cierto orgullo, añadió:

—Robitos nada mas. Yo no soy valiente; yo no he derramado una gota de sangre.

Así que apuntaba el amanecer, la trompeta de Magdalena sonaba en el gran patio, adornando su toque de diana con regocijadas escalas y trinos. Durante el día, con el bélico instrumento colgando de su cuello o acariciándolo con una punta de la blusa para que perdiese el vaho con que lo empañaba la humedad de la cárcel, iba por todo el edificio, antiguo convento en cuyos refectorios, graneros y desvanes amontonábanse con sudorosa confusión cerca de un millar de hombres.

Era el reloj que marcaba la vida y el movimiento a esta masa de carne varonil en perpetua ebullición de odios. Rondaba cerca de los rastrillos para anunciar con sonoros trompetazos la entrada del «señor director» o la visita de las autoridades: adivinaba en el avance de las manchas de sol por las blancas paredes del patio la proximidad de las horas de comunicación, las mejores del día, y pasándose la lengua por los labios, aguardaba impaciente la orden para prorrumpir en alegre toque, que hacía rodar por las escaleras el rebaño prisionero corriendo, ansioso, a los locutorios, donde zumbaba una turba mísera de mujeres y niños: su hambre insaciable le hacía ir y venir por las inmediaciones de la antigua cocina, en la que humeaban las ollas enormes con nauseabundo hervor, doliéndose de la indiferencia del jefe, siempre tardo en ordenar la llamada del rancho.


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Dominio público
7 págs. / 13 minutos / 71 visitas.

Publicado el 29 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

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