A mi amigo el laureado pintor Vicente Nicoláu Cotanda.
I
A principios del año 1793, vivía yo con mi amigo Teodoro en una de
las buhardillas más altas de París, separado del resto del mundo por una
tortuosa y empinada escalera de más de cien peldaños.
¡Qué época aquélla!
Como lo mismo mi amigo que yo habíamos tomado parte activa en todos
los acontecimientos más notables de la Revolución, gozábamos fama de
patriotas, particularmente en los sitios donde se reunían los hombres
más exaltados de entonces.
Desde el principio de aquella tormentosa y agitada época, habíamos
abandonado los pinceles y dejado de concurrir al estudio de nuestro
maestro Pedro David, uno de los genios más populares de aquel tiempo.
La historia de Teodoro y la mía, eran la de la Revolución.
Los dos habíamos hecho fuego en la toma de la Bastilla; el 10 de
agosto de 1792 fuimos de los primeros que penetramos en las Tullerías,
acuchillando a los suizos, y al pie de la guillotina vitoreamos a la
nación, cuando rodó sobre el tablado la cabeza de Luis XVI.
Además, éramos asiduos concurrentes a las tribunas de la Convención,
para aplaudir a Dantón y Robespierre, nos honrábamos con la amistad de
Camilo Desmoulins, cuyos escritos leíamos, y no nos acostábamos ninguna
noche sin hojear antes algunas páginas de la Enciclopedia o del Contrato
social.
Como hijos de aquella época, éramos adoradores prácticos de la
Revolución, a pesar de que a ésta debíamos el vivir en la mayor
indigencia.
No eran aquellos tiempos los más favorables para el cultivo de las artes.
La gente sólo se fijaba en dos cosas: la guillotina y el fusil, y
tenía puestos los ojos a todas horas en la Convención y las fronteras.
En la una había sus representantes, y en las otras sus defensores.
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