Textos más vistos de Vicente Blasco Ibáñez | pág. 3

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autor: Vicente Blasco Ibáñez


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La Muerte de Capeto

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


A mi amigo el laureado pintor Vicente Nicoláu Cotanda.

I

A principios del año 1793, vivía yo con mi amigo Teodoro en una de las buhardillas más altas de París, separado del resto del mundo por una tortuosa y empinada escalera de más de cien peldaños.

¡Qué época aquélla!

Como lo mismo mi amigo que yo habíamos tomado parte activa en todos los acontecimientos más notables de la Revolución, gozábamos fama de patriotas, particularmente en los sitios donde se reunían los hombres más exaltados de entonces.

Desde el principio de aquella tormentosa y agitada época, habíamos abandonado los pinceles y dejado de concurrir al estudio de nuestro maestro Pedro David, uno de los genios más populares de aquel tiempo.

La historia de Teodoro y la mía, eran la de la Revolución.

Los dos habíamos hecho fuego en la toma de la Bastilla; el 10 de agosto de 1792 fuimos de los primeros que penetramos en las Tullerías, acuchillando a los suizos, y al pie de la guillotina vitoreamos a la nación, cuando rodó sobre el tablado la cabeza de Luis XVI.

Además, éramos asiduos concurrentes a las tribunas de la Convención, para aplaudir a Dantón y Robespierre, nos honrábamos con la amistad de Camilo Desmoulins, cuyos escritos leíamos, y no nos acostábamos ninguna noche sin hojear antes algunas páginas de la Enciclopedia o del Contrato social.

Como hijos de aquella época, éramos adoradores prácticos de la Revolución, a pesar de que a ésta debíamos el vivir en la mayor indigencia.

No eran aquellos tiempos los más favorables para el cultivo de las artes.

La gente sólo se fijaba en dos cosas: la guillotina y el fusil, y tenía puestos los ojos a todas horas en la Convención y las fronteras.

En la una había sus representantes, y en las otras sus defensores.


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Dominio público
14 págs. / 24 minutos / 131 visitas.

Publicado el 18 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

La Rabia

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


De toda la contornada acudían los vecinos de la huerta a la barraca de Caldera, entrando en ella con cierto encogimiento, mezcla de emoción y de miedo.

¿Cómo estaba el chico? ¿Iba mejorando?... El tío Pascual, rodeado de su mujer, sus cuñadas y hasta los más remotos parientes, congregados por la desgracia, acogía con melancólica satisfacción este interés del vecindario por la salud de su hijo. Sí: estaba mejor. En dos días no le había dado aquella «cosa» horripilante que ponía en conmoción a la barraca. Y los taciturnos labradores amigos de Caldera, las buenas comadres vociferantes en sus emociones, asomábanse a la puerta del cuarto, preguntando con timidez: «¿Cóm estás?».

El único hijo de Caldera estaba allí, unas veces acostado, por imposición de su madre, que no podía concebir enfermedad alguna sin la taza de caldo y la permanencia entre sábanas; otras veces sentado, con la quijada entre las manos, mirando obstinadamente al rincón más oscuro del cuarto. El padre, frunciendo sus cejas abultadas y canosas, paseábase bajo el emparrado de la puerta al quedar solo, o a impulsos de la costumbre iba a echar un vistazo a los campos inmediatos, pero sin voluntad para encorvarse y arrancar una mala hierba de las que comenzaban a brotar en los surcos. ¡Lo que a él le importaba ahora aquella tierra, en cuyas entrañas había dejado el sudor de su cuerpo y la energía de sus músculos!... Sólo tenía aquel hijo, producto de un tardío matrimonio, y era un robusto mozo, trabajador y taciturno como él; un soldado de la tierra, que no necesitaba mandatos y amenazas para cumplir sus deberes; pronto a despertar a medianoche, cuando llegaba el turno del riego y había que dar de beber a los campos bajo la luz de las estrellas; ágil para saltar de su cama de soltero en el duro banco de la cocina, repeliendo zaleas y mantas y calzándose las alpargatas al oír la diana del gallo madrugador.


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Dominio público
10 págs. / 17 minutos / 38 visitas.

Publicado el 29 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

La Vuelta al Mundo de un Novelista

Vicente Blasco Ibáñez


Viajes


Volumen I

I. En el jardín de Mentón

Una de las primeras mañanas del otoño de 1923. Estoy sentado en un banco de mi jardín de Mentón. Árboles, estanques, arbustos floridos, pájaros y peces, parecen esta mañana completamente distintos á los que veo diariamente.

Algo sobrenatural anima cuanto me rodea, como si durante la noche se hubiesen trastornado los ritmos y los valores de la vida. El jardín me habla. Esto no es extraordinario. También los muebles nos hablan en las habitaciones cerradas cuando estamos á solas con ellos, en momentos críticos de nuestra existencia. En fuerza de mirar las cosas inanimadas y los seres de vida rudimentaria, acabamos por poner en ellos una parte de nosotros mismos, con los ojos y con el pensamiento. Luego, cuando las emociones nos empequeñecen y necesitamos consejo ó auxilio, este mundo familiar y al mismo tiempo extraño nos devuelve de golpe el préstamo que le hicimos, día á día.

Balancean los túneles de rosales sus flores recién abiertas por la primavera otoñal. Pájaros de todas clases sostienen una lucha sonora de gorjeos flautinos en las alturas de la arboleda, oasis aéreo que les sirve de refugio contra los aguiluchos y gavilanes diurnos ó las aves de presa de la noche, ocultas en la vecina muralla, roja y gigantesca, de los Alpes Marítimos. Los peces colean inquietos en el agua cargada de sol, como si persiguiesen á sus mismas sombras que se deslizan por el fondo verdoso de estanques y fuentes. Cantan los surtidores al desgranar en el aire sus sartas de blandas perlas. Los abanicos verdes de plátanos y palmeras dejan caer las últimas lágrimas del rocío matinal. Y toda esta naturaleza cándida, fresca y pueril como la luz rosada de la aurora, me pregunta á coro:

—¿Por qué te vas?... ¿Es que te encuentras mal entre nosotros?...


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Dominio público
902 págs. / 1 día, 2 horas, 20 minutos / 146 visitas.

Publicado el 1 de mayo de 2022 por Edu Robsy.

Cuentos

Vicente Blasco Ibáñez


Cuentos, colección


Un hallazgo

—Yo, señor —dijo Magdalena, el trompeta de la cárcel—, no soy ningún santo; me han condenado muchas veces por robos: unos, verdad; otros, «acumulados». Al lado de usted, que es un caballero y está preso por escribir cosas en los papeles, soy un miserable .. Pero crea que esta vez me veo aquí por bueno.

Y llevándose una mano al pecho e irguiendo la cabeza con cierto orgullo, añadió:

—Robitos nada mas. Yo no soy valiente; yo no he derramado una gota de sangre.

Así que apuntaba el amanecer, la trompeta de Magdalena sonaba en el gran patio, adornando su toque de diana con regocijadas escalas y trinos. Durante el día, con el bélico instrumento colgando de su cuello o acariciándolo con una punta de la blusa para que perdiese el vaho con que lo empañaba la humedad de la cárcel, iba por todo el edificio, antiguo convento en cuyos refectorios, graneros y desvanes amontonábanse con sudorosa confusión cerca de un millar de hombres.

Era el reloj que marcaba la vida y el movimiento a esta masa de carne varonil en perpetua ebullición de odios. Rondaba cerca de los rastrillos para anunciar con sonoros trompetazos la entrada del «señor director» o la visita de las autoridades: adivinaba en el avance de las manchas de sol por las blancas paredes del patio la proximidad de las horas de comunicación, las mejores del día, y pasándose la lengua por los labios, aguardaba impaciente la orden para prorrumpir en alegre toque, que hacía rodar por las escaleras el rebaño prisionero corriendo, ansioso, a los locutorios, donde zumbaba una turba mísera de mujeres y niños: su hambre insaciable le hacía ir y venir por las inmediaciones de la antigua cocina, en la que humeaban las ollas enormes con nauseabundo hervor, doliéndose de la indiferencia del jefe, siempre tardo en ordenar la llamada del rancho.


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Dominio público
44 págs. / 1 hora, 18 minutos / 123 visitas.

Publicado el 29 de agosto de 2022 por Edu Robsy.

El Femater

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


El primer dia que a Nelet le enviaron solo a la ciudad, su inteligencia de chicuelo torpe adivinó vagamente que iba a entrar en un nuevo periodo de su vida.

Comenzaba a ser hombre. Su madre se quejaba de verle jugar a todas horas, sin servir para otra cosa, y el hecho de colgarle el capazo a la espalda, enviándolo a Valencia a recoger estiércol, equivalia a la sentencia de que, en adelante, tendria que ganarse el mendrugo negro y la cucharada de arroz haciendo algo más que saltar acequias, cortar flautas en los verdes cañares o formar coronas de flores rojas y amarillas con los tupidos dompedros que adornaban la puerta de la barraca.

Las cosas iban mal. El padre, cuando no trabajaba los cuatro terrones en arriendo, iba con el viejo carro a cargar vino en Utiel; las hermanas estaban en la fábrica de sedas hilando capullo; la madre trabajaba como una bestia todo el dia, y el pequeñin, que era el gandul de la familia, debia contribuir con sus diez años, aunque no fuera más que agarrándose a la espuerta, como otros de su edad, y aumentando aquel estercolero inmediato a la barraca, tesoro que fortalecia las entrañas de la tierra, vivificando su producción.

Salió de madrugada, cuando por entre las moreras y los olivos marcábase el dia con resplandor de lejano incendio. En la espalda, sobre la burda camisa, bailoteaban al compás de la marcha el flotante rabo de su pañuelo anudado a las sienes y el capazo de esparto, que parecia una joroba. Aquel dia estrenaba ropa: unos pantalones de pana de su padre, que podian ir solos por todos los caminos de la provincia sin riesgo de perderse, y que, acortados por la tia Pascuala, se sostenian merced a un tirante cruzado a la bandolera.

Corrió un poco al pasar por frente al cementerio de Valencia, por antojársele que a aquella hora podian salir los muertos a tomar el fresco, y cuando se vió lejos de la fúnebre plazoleta de palmeras, moderó su paso hasta ser éste un trotecillo menudo.


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Dominio público
15 págs. / 26 minutos / 160 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

En la Puerta del Cielo

Vicente Blasco Ibáñez


Cuento


Sentado en el umbral de la puerta de la taberna, el tío Beseroles, de Alboraya, trazaba con su hoz rayas en el suelo, mirando de reojo a la gente de Valencia que, en derredor de la mesilla de hojalata, empinaba el porrón y metía mano al plato de morcillas en aceite.

Todos los días abandonaba su casa con el propósito de trabajar en el campo; pero siempre hacía el demonio que encontrase algún amigo en la taberna del Ratat, y vaso va, copa viene, lanzaban las campanas el toque de mediodía, si era de mañana, o cerraba la noche sin que él hubiese salido del pueblo.

Allí estaba en cuclillas, con la confianza de un parroquiano antiguo, buscando entablar conversación con los forasteros y esperando que le convidasen a un trago, con las demás atenciones que se usan entre personas finas.

Aparte de que le gustaba menos el trabajo que la visita a la taberna, el viejo era un hombre de mérito. ¡Lo que sabía aquel hombre, Señor!... ¿Y cuentos?... Por algo le llamaban Beseroles (Abecedario) porque no caía en sus manos un trozo de periódico que no lo leyera de principio a fin, cantando las palabras letra por letra.

La gente lazaba carcajadas oyendo sus cuentos, especialmente aquellos en los que figuraban capellanes y monjas; y el Ratat, detrás del mostrador, reía también, contento de ver que los parroquianos, para celebrar los relatos, le hacían abrir las espitas con frecuencia.

El tío Beseroles, agradeciendo un trago de la gente de Valencia, deseaba contar algo, y apenas oyó que uno nombraba a los frailes, se apresuró a decir:

—¡Esos sí que son listos!... ¡Quien se la dé a ellos...! Una vez un fraile engañó a San Pedro.

Y animado por la curiosa mirada de los forasteros, comenzó su cuento.

Era un fraile de aquí cerca, del convento de San Miguel de los Reyes; el padre Salvador, muy apreciado de todos por lo listo y campechano.


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 215 visitas.

Publicado el 8 de febrero de 2018 por Edu Robsy.

La Condenada (narraciones breves)

Vicente Blasco Ibáñez


Cuentos, Colección


La condenada

Catorce meses llevaba Rafael en la estrecha celda.

Tenía por mundo aquellas cuatro paredes, de un triste blanco de hueso, cuyas grietas y desconchaduras se sabía de memoria; su sol era el alto ventanillo cruzado por hierros que cortaban la azul mancha del cielo; y del suelo de ocho pasos apenas si era suya la mitad, por culpa de aquella cadena escandalosa y chillona, cuya argolla, incrustándosele en el tobillo, había llegado casi a amalgamarse con su carne.

Estaba condenado a muerte, y mientras en Madrid hojeaban por última vez los papelotes de su proceso, él se pasaba allí meses y meses enterrado en vida, pudriéndose, como animado cadáver, en aquel ataúd de argamasa, deseando, como un mal momentáneo que pondría fin a otros mayores, que llegase pronto la hora en que le apretaran el cuello, terminando todo de una vez.

Lo que más le molestaba era la limpieza; aquel suelo barrido todos los días y bien fregado, para que la humedad, filtrándose a través del petate, se le metiera en los huesos; aquellas paredes, en las que no se dejaba tener ni una mota de polvo. Hasta la compañía de la suciedad le quitaban al preso. Soledad completa. Si allí entrasen ratas, tendría el consuelo de partir con ellas la escasa comida y hablarlas como buenas compañeras; si en los rincones hubiera encontrado una araña, se habría entretenido domesticándola.


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Dominio público
110 págs. / 3 horas, 14 minutos / 110 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Devoradora

Vicente Blasco Ibáñez


Novela corta


I

Cuando entraba en el Casino de Montecarlo, los porteros la acogían con la misma reverencia que a los personajes célebres. Luego, mientras ella iba alejándose, hacían comentarios sobre el aspecto y los adornos de su persona.

—Todavía le queda mucho que jugar. Las joyas que trae hoy no las habíamos visto nunca.

Otros empleados más jóvenes preferían discutir, entre ellos, sobre la belleza de esta bailarina célebre.

—La Balabanova aún parece una niña, y debe de haber cumplido los cuarenta. Tal vez tiene más.

Vista a cierta distancia no resultaba fácil adivinar la edad de esta mujer, pequeña, ágil, de graciosos y sueltos movimientos, vestida siempre con una elegancia juvenil. Era preciso que los viejos concurrentes al Casino, atraídos por el brillo de sus alhajas, se fijasen en ella, recordando su historia.

Todos conocían a Olga Balabanova, la célebre bailarina del teatro Imperial de San Petersburgo, por haber tenido amoríos con varios individuos de la familia reinante, y hasta se murmuraba que, durante unos meses, logró monopolizar los deseos del último de los zares, frío y distraído en sus afecciones.

La ruina del Imperio y el triunfo de la revolución la habían sorprendido en su magnífica casa de Cap d'Ail, regalo de un gran duque. Lo mismo que tantos príncipes, generales y altos funcionarios de la Corte rusa refugiaddos en la Costa Azul, había visto desaparecer instantáneamente su riqueza. Era un náufrago más del buque imperial, enorme y majestuoso, perdido para siempre.


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Dominio público
32 págs. / 56 minutos / 74 visitas.

Publicado el 14 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

La Tierra de Todos

Vicente Blasco Ibáñez


Novela


I

Como todas las mañanas, el marqués de Torrebianca salió tarde de su dormitorio, mostrando cierta inquietud ante la bandeja de plata con cartas y periódicos que el ayuda de cámara había dejado sobre la mesa de su biblioteca.

Cuando los sellos de los sobres eran extranjeros, parecía contento, como si acabase de librarse de un peligro. Si las cartas eran de París, fruncía el ceño, preparándose á una lectura abundante en sinsabores y humillaciones. Además, el membrete impreso en muchas de ellas le anunciaba de antemano la personalidad de tenaces acreedores, haciéndole adivinar su contenido.

Su esposa, llamada «la bella Elena», por una hermosura indiscutible, que sus amigas empezaban á considerar histórica á causa de su exagerada duración, recibía con más serenidad estas cartas, como si toda su existencia la hubiese pasado entre deudas y reclamaciones. Él tenía una concepción más anticuada del honor, creyendo que es preferible no contraer deudas, y cuando se contraen, hay que pagarlas.

Esta mañana las cartas de París no eran muchas: una del establecimiento que había vendido en diez plazos el último automóvil de la marquesa, y sólo llevaba cobrados dos de ellos; varias de otros proveedores—también de la marquesa—establecidos en cercanías de la plaza Vendôme, y de comerciantes más modestos que facilitaban á crédito los artículos necesarios para la manutención y amplio bienestar del matrimonio y su servidumbre.

Los criados de la casa también podían escribir formulando idénticas reclamaciones; pero confiaban en el talento mundano de la señora, que le permitiría alguna vez salir definitivamente de apuros, y se limitaban á manifestar su disgusto mostrándose más fríos y estirados en el cumplimiento de sus funciones.


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294 págs. / 8 horas, 35 minutos / 218 visitas.

Publicado el 20 de abril de 2016 por Edu Robsy.

Luna Benamor

Vicente Blasco Ibáñez


Novela corta


I

Cerca de un mes llevaba Luis Aguirre de vivir en Gibraltar. Había llegado con el propósito de embarcarse inmediatamente en un buque de la carrera de Oceania, para ir a ocupar su puesto de cónsul en Australia. Era el primer viaje importante de su vida diplomática. Hasta entonces había prestado servicio en Madrid, en las oficinas del ministerio o en ciertos consulados del sur de Francia, elegantes poblaciones veraniegas donde transcurría la existencia en continua fiesta durante la mitad del año. Hijo de una familia dedicada a la diplomacia por tradición, contaba con buenos valedores. No tenía padres, pero le ayudaban los parientes y el prestigio de un apellido que durante un siglo venía figurando en los archivos del Ministerio de Estado. Cónsul a los veintinueve años, iba a embarcarse con las ilusiones de un colegial que sale a ver el mundo por vez primera, convencido de la insignificancia de los viajes que llevaba realizados hasta entonces.


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Dominio público
53 págs. / 1 hora, 33 minutos / 109 visitas.

Publicado el 2 de septiembre de 2022 por Edu Robsy.

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